El libro sobre Adler
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El libro sobre Adler

Un ciclo de ensayos ético-religiosos

  1. 224 páginas
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El libro sobre Adler

Un ciclo de ensayos ético-religiosos

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Søren Kierkegaard (1813-1855) dedicó los diez últimos años de su vida a trabajar en un texto sobre la figura del pastor Adolph P. Adler, que en agosto de 1845 había sido apartado del sacerdocio tras afirmar haber tenido una revelación. Kierkegaard ve en Adler un fenómeno que refleja la confusión de su época sobre lo que significa ser cristiano desde la relación entre el individuo y la autoridad. Con este motivo, elabora una síntesis de su pensamiento ético-religioso que solo verá la luz póstumamente y que hasta ahora era desconocida para el lector español.- "Un volumen que traslada por primera vez al español el ciclo de ensayos éticos y religiosos que el pensador danés escribió durante los últimos 10 años de su vida". (Babelia)

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Información

Editorial
Trotta
Año
2021
ISBN
9788413640082
Edición
1

[116] Capítulo 1

LA SITUACIÓN HISTÓRICA
El conflicto de Adler como profesor de la Iglesia del Estado33 con el orden establecido34 y el perfecto derecho de la Iglesia a destituirle; sobre el individuo extraordinario en particular y lo que le es exigible.

En el año 1843 el profesor Adler publicó sus Sermones, en cuyo prefacio proclamaba con la mayor solemnidad posible haber experimentado una revelación en la que una nueva doctrina le había sido anunciada. En los propios sermones ya marcó la diferencia (con lo que todo quedó definitivamente claro*) entre los discursos que eran de su propia cosecha y los que había escrito con la asistencia inmediata del Espíritu. En el prefacio nos informaba además de que el Espíritu le había ordenado que quemara todos sus escritos anteriores. De este modo, Adler se encontraba o al menos se presentaba dramáticamente a sí mismo ilustrando la escena con una imagen que representa un punto de partida nuevo en el sentido más radical: a sus espaldas un incendio y él huyendo de las llamas salvado gracias a algo nuevo.
[117] Por aquel entonces Adler era profesor de la Iglesia del Estado danesa. Y por muy grato que pudiera parecerle al Estado, o a la Iglesia del Estado en el ámbito religioso, ver en camino (si es que realmente fuera así) a una nueva cuadrilla de futuros funcionarios dotados de unas habilidades y aptitudes completamente distintas a las de sus predecesores, por muy grato que pudiera parecerle al Estado, o a la Iglesia del Estado en el ámbito religioso, ver cómo personas con las habilidades más sobresalientes y admirables se consagran al servicio del Estado o de la Iglesia del Estado, parece lógico que dicha alegría esté sujeta a una condición: que tales funcionarios estén realmente dispuestos a utilizar sus espléndidas habilidades para servir al Estado en el marco de los principios de este reconociéndolos ex animi sententia [según su entendimiento]. En caso contrario, la alegría se tornará en preocupación, bien por la propia subsistencia del Estado o, en todo caso, por el individuo o los individuos que estén echando a perder sus vidas de ese modo. El Estado (y la Iglesia del Estado) no es egoísta, ni tiránico (algo que solo los malintencionados y los desencantados creen y desean hacer creer a los demás), es, conforme a su propia concepción, benevolente. Así pues, cuando el individuo se pone al servicio del Estado, en realidad este último también le está prestando un servicio al mostrarle el lugar deseable y conveniente en el que volcar sus esfuerzos de un modo oportuno y provechoso.
Con su revelación, con la nueva doctrina*, con la inspiración inmediata del Espíritu, el profesor Adler debió percatarse de la excepcionalidad de su situación en tanto que individuo extraordinario completamente fuera de lo corriente, completamente extra ordinem o Extraordinarius. En tales circunstancias, [118] pretender ponerse al servicio del orden establecido resulta contradictorio, del mismo modo que pretender que el orden establecido te mantenga a su servicio es ciertamente una burla, como si el orden establecido fuera algo tan abstracto que no pudiera concentrarse enérgicamente sobre lo que es y lo que quiere. Pretender estar al servicio del orden establecido y, al mismo tiempo, querer servir a aquello que precisamente pretende acabar con él es tan absurdo como si alguien quisiera servir a una persona, pero proclamara abiertamente que su trabajo iba a consistir en servir a los enemigos de esa persona. Nadie estaría dispuesto a ello y el motivo por el que se cree que lo público35 sí que podría estarlo es porque se tiene una fantástica noción abstracta sobre la falta de personalidad de lo público, y también una fantástica concepción de los oficios según la cual lo público debe mantener a cualquier titulado.
Cuando el ejército se coloca de frente al orden establecido, no podemos incorporarnos a filas y pretender seguir cobrando del Estado mientras nos ubicamos en el bando enemigo; en el momento de iniciar la marcha (en cuanto la vida comience a agitarse) nos daremos cuenta de que vamos en sentido contrario. La persona extraordinaria debe por ello abandonar las filas. Se trata de una exigencia tanto en consideración a su propia trascendentalidad como a la seriedad de lo público; pues una persona extraordinaria es demasiado importante para formar parte del pelotón, [119] del mismo modo que la seriedad de lo público exige tanto unidad y uniformidad en las filas como saber quién es la persona extraordinaria o ver que es una persona extraordinaria. Precisamente en este discrimen [intersticio] es en el que la persona extraordinaria debe alcanzar su competencia: por un lado, la desgracia de ser señalado como individuo en un sentido extraordinario, de ser señalado como un pobre Peer Eriksen36 frente a los demás y que ninguna persona inteligente se atreva a ser su amiga, ni siquiera a ir con él por la calle, y de que incluso sus amistades juren no conocerle («Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza», Mt 27,39-44) y, por otro lado, ser aquel de quien vaya a llegar algo nuevo. Esta es la dolorosa crisis por la que no debe resultar nada fácil ser alguien extraordinario.
Puesto que en esta época nuestra de los movimientos que van a engendrar algo nuevo a menudo se producen conflictos entre lo público y el individuo, debo detenerme a examinar este asunto, ya que probablemente en más de un sentido resulta necesario. Cuando el individuo extraordinario ama lo público, no suele pensar en sí mismo como individuo frente a lo público, sino que con temor y temblor37 se estremece ante el pensamiento de su desorientación y, por ello, trata de facilitarle al máximo las cosas a lo público. Y este comportamiento es señal de que seguramente podría tratarse de una persona verdaderamente extraordinaria (todo esto lo desarrollaremos más adelante). Pero cuando el individuo no ama lo público y cree que puede aportar algo nuevo (aunque en su fuero más interno no tenga claro lo que es), no piensa en el orden establecido, sino que simplemente le atrae la idea de ser alguien extraordinario y se plantea si valdría la pena serlo. Entonces, sirviéndose de sus conocimientos (de chicanas38), se lo pone todo lo difícil que le es posible al orden establecido (en parte sin saber lo que hace), precisamente porque en el fondo no puede prescindir del orden establecido y por eso mismo se aferra a él tratando de descargar su responsabilidad sobre lo público, para (como hacen los leguleyos) obligar a lo público a hacer lo que debería hacer él mismo. Cuando alguien tiene en mente separarse de otra persona con la que convive y ha mantenido una estrecha relación, si está completamente seguro y ya ha tomado la decisión, la dolorosa separación será más llevadera. Pero si se siente inseguro, indeciso, [120] si quiere hacerlo, pero no tiene el valor para dar el paso porque es un tipo tramposo que no está dispuesto a asumir ninguna responsabilidad (y quiere apropiarse del sueldo que le correspondería a una persona extraordinaria), entonces la separación se convertirá en una larga historia y esa unión penosa, dolorosa y fastidiosa se mantendrá durante demasiado tiempo.
Supongamos que un licenciado en teología de nuestra época llega a la conclusión de que el juramento de funcionario39 no tiene ningún sentido. Podría darse el caso de que dijera lo que piensa sin reparos, si así lo considerara oportuno. Pero de ese modo se estaría bloqueando a sí mismo la posibilidad de ascender y probablemente no conseguiría nada, pues no causaría ninguna sensación, porque un licenciado es poca cosa y aún no tiene cogida la sartén de la Iglesia del Estado por el mango, es simplemente uno más. Entonces (y ahora estoy pensando en alguien egoísta que no ama el orden establecido, sino que en realidad es su enemigo), ¿qué podría hacer? Al principio permanecería callado, luego solicitaría una plaza como profesor de la Iglesia del Estado, la conseguiría, prestaría su juramento. Y ya como funcionario de la Iglesia del Estado, publicaría un escrito en el que expondría sus ideas revolucionarias. En ese momento la situación cambiaría por completo. Para el Estado hubiera resultado sencillo rechazar a este licenciado en teología y decirle: «Puesto que tienes tales ideas, no puedes ser funcionario». De ese modo, la Iglesia del Estado no habría tenido que tratar sobre el asunto, sino que se habría limitado a tomar una medida preventiva al rechazar su nombramiento.
Pero el licenciado en teología fue hábil y hábilmente encontró la manera de destacar de otro modo. Sin embargo, debería haber asumido su responsabilidad tras tener una intuición extraordinaria y haber pagado el elevado precio de sacrificar su futuro para dedicarse al servicio de la llamada suprema y, de paso, tratar de facilitarle las cosas al máximo al orden establecido. Pero la responsabilidad recae finalmente sobre la Iglesia del Estado, que ahora debe destituirle, pues desde su plaza de funcionario ha intentado que los demás funcionarios se interesen por su suerte. En tanto que licenciado en teología es simplemente uno más, pero como funcionario, tratará de hacerse valer por mil40. Además, ahora cuenta con la ventaja de que es el Estado el que debe dar el siguiente paso, de manera que ahora puede oponerse al orden establecido, pues al acudir a un tribunal eclesiástico41 no resultaría impensable que consiguiera poner al menos a una minoría disidente de su parte y que, gracias a la prensa, llegara a presentarse como la minoría inteligente que pone de manifiesto que [121] entre el funcionariado se ha generado una controversia y que en el seno del estamento de funcionarios existe división y malestar, etcétera. De este modo es como un revolucionario cobarde y marrullero trata de generar todas las molestias posibles a lo público.
¿Hasta qué punto pueden el Estado o la Iglesia del Estado estar seguros de encontrarse en posesión de la verdad, de tener la razón de su parte y de contar con suficiente salud para separar a tal individuo sin temor a perjudicar a muchos otros? Por este motivo, al Estado y a la Iglesia del Estado nunca les sale a cuenta que sus principios fundamentales se pongan en tela de juicio demasiado a menudo. Cada vida, cada existencia, posee, en su condición básica, en su principio básico, una vida propia oculta, unas raíces que dan fuerza a la vida para iniciar su crecimiento. Es bien conocido por la fisiología42 que no hay nada más pernicioso para la digestión que la reflexión constante sobre la digestión. Del mismo modo, en el ámbito del espíritu, lo más funesto se produce cuando la reflexión comete errores demasiado a menudo y, en lugar de centrarse en el proceso de revelar el trabajo secreto de la vida oculta, se abalanza sobre los principios fundamentales. Si un matrimonio reflexionara persistentemente sobre su propia realidad, se convertiría de inmediato en un matrimonio mediocre, pues las energías que deberían volcarse en la realización de las labores de la vida conyugal se invertirían en una reflexión que consumiría sus fundamentos. Si alguien que ha elegido una determinada profesión continuara planteándose si ha tomado la elección correcta, se convertiría de inmediato en un mal profesional.
Por eso mismo, aunque el Estado o la Iglesia del Estado posean la salud suficiente para aislar al revolucionario, siempre saldrán mal parados de esta incitación a la reflexión. Respecto a todo lo que debe permanecer oculto se puede aplicar lo que dice el poema: «Con solo pronunciar una palabra…»43. Resulta muy fácil pronunciar una palabra ominosa, pero el daño que podría producirse es incalculable, solo un gigante podría parar los efectos dañinos de dicha palabra, como lo que Peer Ruus dejó escapar mientras otro soñaba44. Y si el Estado o la Iglesia del Estado se ven con frecuencia obligados a destituir a muchos individuos, al final se generará la impresión de que es el propio Estado el que se encuentra in suspenso. La indeterminación siempre hace acto de presencia cuando dejamos de apoyarnos en los fundamentos y los incorporamos al juego dialéctico.
Especialmente por ello, esto puede llegar a ser peligroso para el Estado, pues este tipo de discusiones sobre todo suponen una tentación para toda clase de mentes insignificantes, charlatanes, engreídos y, sobre todo, el gran público. Pues, [122] cuanto más concreto sea el tema sobre el que hay que pensar y pronunciarse, más rápidamente y con mayor claridad se mostrará si quien habla está capacitado para participar en la discusión o no. Pero los grandes temas resultan muy atractivos para los más insignificantes maestros del chismorreo. Resulta importante recordar esto, ya que en nuestra época (la época de los movimientos), el Estado y la Iglesia se empeñan en poner en cuestión las presuposiciones básicas y no parece descartable que una fantástica masa humana se pudiera poner en pie para dar rienda suelta a la lengua en el juego de las discusiones. Pues, aunque no entiendan absolutamente nada, gracias a la desmedida dimensión del tema, la ignorancia de todas las personas implicadas en la discusión pasaría desapercibida.
Un profesor puede favorecer a un discípulo holgazán de muy diversos modos, por ejemplo, proponiéndole un tema de tales dimensiones que los miembros del tribunal no puedan colegir nada de la insignificancia del planteamiento del discípulo en la medida en que las monstruosas dimensiones del tema permiten distorsionar cualquier criterio. Quizá pueda ilustrar esto con un ejemplo del ámbito del saber. Un necio que se hace pasar por sabio, pero que en el fondo no sabe nada, no suele centrarse en cuestiones concretas; no habla específicamente de ningún diálogo de Platón, es demasiado poco para él, aunque con ello también se demostraría que ni siquiera los ha leído. No, habla de Platón en general, o de la filosofía griega en general, pero sobre todo de la sabiduría hindú o china. Este «todo Platón», «toda la filosofía griega», «todo el pensamiento oriental» es algo inmenso, ilimitado, que le permite ocultar su ignorancia. Del mismo modo, resulta mucho más sencillo hablar de un cambio en la forma de gobierno que centrarse en una pequeña tarea muy concreta. La injusticia con respecto a las pocas personas competentes que existen estriba en que, cuando el problema es de una envergadura inmensa, se atreve a expresar su opinión hasta Perico el de los palotes. A un maestro de la charlatanería le resulta mucho más sencillo criticar a nuestro Señor que valorar la redacción de un niño de escuela, incluso que valorar una cerilla, pues, si el tema es muy concreto, es de esperar que su estupidez se ponga rápidamente de manifiesto. Sin embargo, nuestro Señor y su dominio sobre el mundo es algo de unas dimensiones tan colosales que hasta el mayor mentecato puede hablar sobre ello en un sentido pavorosamente abstracto con tanto convencimiento como el más sabio.
[123] La sofística aún queda demasiado cerca de nuestra época, pues se siguen planteando discusiones sobre los problemas más grandes para que las personas más insignificantes e irreflexivas puedan participar. No olvidemos a aquel noble reformador, aquel cándido sabio de Grecia45 que se relacionaba con los sofistas, aquel que poseía gran habilidad para sacar a los sofistas de los subterfugios de lo abstracto y lo universal, aquel que poseía gran habilidad para desarrollar un diálogo concreto y conseguir que cualquier persona que conversase con él y que pretendiera hablar sobre alguno de los grandes temas (la administración del Estado en general, la educación en general, etcétera), antes de que se diera cuenta, acabara hablando de sí misma, de si sabía algo o no sabía nada. Cualquiera diría que los sofistas de nuestra época (junto al público que es su apéndice) son conscientes de esos subterfugios que forman parte de los usos y costumbres. Hoy en día se considera una vergüenza que alguien despoje a un sofista de toda su fantástica vestimenta y lo muestre tal y como es: un pobre diablo que, en nombre del público, la crítica y nuestro siglo se dedica a causar gran alarma. Lo que es una vergüenza, aunque aún lo es más para el pobre diablo, es que, cuando se le despoja de toda su vestidura, se nos muestra en su forma real. Pero en nuestra época la impresión se crea a través del envoltorio. Del mismo modo, nos quedamos sorprendidos cuando recibimos por correo un paquete de enormes dimensiones, aunque, cuando descubrimos que el paquete está vacío, deja de sorprendernos.
Volvamos a nuestro licenciado en teología. Puede que alguien piense: «Quizá sea demasiado duro pedirle a un hombre que ha conseguido el sueldo de pastor que eche a perder su futuro y renuncie a toda esperanza cuando tiene derecho a una pensión si es destituido»46. Pues claro que es duro, pero también debe ser duro ser una persona extraordinaria. Sí, debe ser tan duro que nadie que sepa a lo que habrá de enfrentarse desearía serlo, si bien aquel que realmente lo sea encontrará consuelo, satisfacción y salvación en su relación con Dios. La persona realmente extraordinaria no puede ser consolada ni obtener ningún tipo de alivio de lo público, pues solo lo obtendrá de Dios. Ahí está la dialéctica de la angustia, de la crisis, pero también de la salvación.
C...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Abreviaturas
  6. Introducción: Eivor Jordà Mathiasen
  7. El libro sobre Adler. Un ciclo de ensayos ético-religiosos
  8. Prefacio
  9. Introducción
  10. Capítulo 1. La situación histórica. El conflicto de Adler como profesor de la Iglesia del Estado con el orden establecido y el perfecto derecho de la Iglesia a destituirle; sobre el individuo extraordinario en particular y lo que le es exigible
  11. Capítulo 2. La supuesta revelación en tanto que fenómeno adscrito al progreso moderno
  12. Capítulo 3. La insensatez de Adler con respecto a su propio punto de partida esencial (o que no se entiende a sí mismo, pues ni él mismo cree que haya tenido una revelación), algo que se deduce DIRECTA e INDIRECTAMENTE de una pequeña pieza en la que se recogen las actas del procedimiento sobre su destitución, e INDIRECTAMENTE de sus últimos cuatro libros
  13. Capítulo 4. Interpretación psicológica de Adler como fenómeno y como sátira de la filosofía hegeliana y del presente
  14. Glosario