LA CRUZ COMO LETRA ENIGMÁTICA
La T se convierte en una cruz y está destinada a asumir una importancia capital en la obra de Tàpies. Se trata de una letra que desimetriza la reciprocidad imaginaria del espejo. La aparición de la cruz en el lugar del sujeto indica la dimensión de sometimiento del sujeto mismo al poder del significante. La cruz de Tàpies no es la cruz cristiana, no trae consigo ningún valor teológico-religioso. Es probable que en ella resuene, más bien, el encuentro del joven Tàpies con los hechos de la Guerra civil española. La cruz evoca la barbarie humana, el odio, la agresividad mortal y, a la vez, el lugar que custodia la pietas, el silencio que rodea a nuestros muertos amados. En su autobiografía escribirá: «Asocio mi pueblo a momentos de angustia, a los bombardeos, a la destrucción y a las frustraciones, a la opresión y a la miseria». Más profundamente la cruz anunciada por la T de Tàpies indica la posibilidad nueva de alcanzar el ser del sujeto más allá de la dimensión «narcisista» del autorretrato. El atravesamiento del espejo conduce al artista hacia la cruz como encarnación de una singularidad irreductible, sea a la imagen especular, sea a la universalidad abstracta del lenguaje. Como ocurre para la noción de «letra», teorizada por el último Lacan, también la cruz de Tàpies se conforma como un singular absoluto —por tanto, no un símbolo arquetípico— que «aniquila lo universal». En efecto, si el símbolo religioso de la cruz es un símbolo universal, la cruz de Tàpies, evocando la inicial del nombre propio, es más bien una marca, una letra asemántica absolutamente singular. Todo el movimiento pictórico del artista en este período tiende a abandonar lo universal del símbolo —el surrealismo está, en el fondo, totalmente caracterizado por el simbolismo— para dirigirse hacia la nueva inmanencia singular de la letra. En este recorrido artístico parece seguir los mismos pasos que el camino psicoanalítico tal como Lacan lo ha concebido: ¿qué puede ser el sujeto más allá del engaño seductor y alienante de su Yo ideal? ¿Qué es el sujeto como excedencia que desconcierta la dimensión universal del lenguaje? ¿No es cualquier forma de poesía —pintura incluida— la traumatización de la imagen y de la abstracta canonización del lenguaje a través de lo absoluto singular de la carta que aniquila lo universal?
Queda el problema relevante de cómo hay que entender la singularidad de esta letra, la T que se convierte en cruz, capaz de reducir al sujeto a una inscripción elemental, no representativa, que excede el orden mismo del lenguaje. Ante todo, como ya he mencionado, se trata de diferenciar esta letra de la simple firma del autor. No es casualidad que en sus escritos Tàpies se detenga innumerables veces —siempre con gran ironía— sobre el valor fetichista de la «firma de autor» que pretendería subordinar las leyes formales de la obra y su carácter evenemencial a aquellas economicistas del mercado de la industria cultural. La presencia de la inicial del nombre propio no es la firma del autor que fetichiza la obra, sino lo que abre —más allá del espejo— un nuevo modo de entender el ser mismo de la obra. Lo que se presentifica en esta letra es, en realidad, una primera reducción esencial del sujeto: en efecto, ¿qué queda de su singularidad más allá del espejo? Ésta es la pregunta que plantea Tàpies. Problema que también toca en el meollo la definición misma de obra de arte: ¿qué es una obra que se libera de cualquier preocupación representativa? ¿Qué queda de sí misma una vez que supera la naturaleza narcisista de la imagen?
En la letra que descompagina el autorretrato no deberíamos rastrear en absoluto el Yo y su prestigio porque en ella se trata de autre signature respecto de la firma imaginaria del autor. La T transformada en una cruz prefigura la anulación radical del Yo y de todos sus ideales de dominio; encarna la impronta singular que resurge de un pasado que regresa como necesidad ineludible, como inscripción fundamental que no puede ser olvidada. Regreso, repetición, insistencia; de ellas, desde este momento, la obra de Tàpies, ofrece continuos testimonios icónicos: la T, la A, la cruz, la X, las pisadas de sus propios pies. Está en juego la reducción ascética de la imagen especular, como lugar de la primacía alienada del Yo, a la marca singular de la letra asemántica: el Yo del autor desaparece reducido a la cruz de la letra.
La obsesión inicial de la presencia oniroide de las miradas, se descompone y deja el sitio a la serie estratificada de estas huellas, a una necesidad antigua, a un pasado más radical respecto del cual el Yo es sólo un fantasma sin vida. Se trata de improntas que aluden al sujeto, pero sólo en la forma de su supresión en cuanto «Yo». El espejismo identitario de espejo estalla haciéndose añicos; lo que queda es la singularidad de la obra y del sujeto recogidas en una sola impronta traumática, en un signo que interrumpe la referencia de la cadena de significantes, de un signo que ya no remite a nada, más que a sí mismo. No estamos lejos de aquella memoria sin memoria, memoria que no puede ser colmada por ningún recuerdo que Freud haya asimilado a la ley de la repetición (Wiederholungszwang), donde el sujeto se encuentra empujado a repetir lo que, justamente, nunca ha podido recordar.
Desde el Autorretrato de 1950 la poética pictórica de Antoni Tàpies se ejercita como una ascesis precisamente en el sentido en que Lacan entiende la ascesis analítica: reducción progresiva de los prestigios del Yo, desarticulación de su dominio narcisista, asunción contingente de la propia necesidad. Es lo que Lacan ha teorizado como la apuesta en juego más auténtica de la experiencia analítica: «reducción de la ecuación personal». Se trata de una operación de absorción progresiva del imaginario, o sea de su simbolización radical capaz de reconducir al sujeto a su antigua necesidad vuelta a traducir por la contingencia como nueva: la letra asemántica instituye la contingencia del sujeto unida a su destino necesario. Es éste el tiempo de entrada del signo de la cruz en la poética de Tàpies: la cruz se afirma como una ligera torsión de la letra (la T de Tàpies del Autorretrato) que identifica el ser del sujeto más allá de cualquier fantasma especular. Obviamente ella ya no puede ser el índice identitario del Yo, sino más bien el resultado de su anulación. Por eso Tàpies ha podido acercar en sus escritos el símbolo de la cruz a la experiencia del silencio. Como en el recorrido de ciertos místicos, el silencio es alcanzado no directamente, sino a través de la acentuación masiva de su contrario. El silencio no es un dato de partida, sino algo a lo que la obra llega sólo en un segundo tiempo. Para alcanzar el silencio, ha dicho una vez Tàpies, hay que pasar necesariamente a través de un «sonido fuerte». En su caso, el «sonido fuerte» fue el narcisismo y la mirada invasiva que ha querido multiplicar obsesivamente en sus autorretratos. Después de la obra de 1950, en cambio, sobre todo este fermento imaginario cae un telón denso e irreversible: la letra prevalece sobre la imagen; la ilusión del espejo es atravesada y dejada a sus espaldas.
La cruz, hay que precisar, en la poética de Tàpies no es un símbolo, sino una impronta, una horma, una huella, un grafito, un signo caligráfico irremediablemente vinculado a una letra que «aniquila lo universal». Por eso Tàpies puede afirmar que la mano del artista se sostiene sobre el nervio del brazo —sobre la «electricidad del brazo»—, sobre su gestualidad singular. La cruz deriva de este movimiento que ya no depende de la intención del Yo, sino que arde en un instante vacío de pensamiento, en un puro acto que excluye cualquier intencionalidad.
La cruz tapiesiana no es, pues, un símbolo que comunica un mensaje, sino un objeto, un objeto-signo que marca la diferencia entre la obra como representación de sentido y la obra como objeto que se produce sólo sobre la base de un vaciamiento del sentido. Es lo que aparece con fuerza en una intensa obra titulada Gran cuadro gris. N III (1955), (fig. 4) en el cual la cruz se presenta invertida en una X enigmática que aparece como un grafito blanco presente sobre la tela, abajo a la derecha, sobre la amplia superficie de materia oscura y compacta.
Figura 4. Antoni Tàpies. Gran pintura gris núm. III (1955)
Técnica mixta sobre tela, 195 × 169,5 cm
© pk Berlin / Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, Düsseldorf / Walter Klein
Esta cruz no puede ser reconducida al ámbito de una experiencia místico-religiosa como, sucede e...