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REMOLINOS DE VIENTO: JUVENICIDIO E IDENTIDADES DESACREDITADAS
José Manuel Valenzuela Arce
Formemos un remolino de viento para que regresen nuestros desaparecidos.
Subcomandante zapatista Moisés
El juvenicidio alude a la condición límite en la cual se asesina a sectores o grupos específicos de la población joven. Sin embargo, los procesos sociales que derivan en la posibilidad de que miles de jóvenes sean asesinados, implica colocar estas muertes en escenarios sociales más amplios que incluyen procesos de precarización económica y social, la estigmatización y construcción de grupos, sectores o identidades juveniles desacreditadas, la banalización del mal o la fractura de los marcos axiológicos junto al descrédito de las instituciones y las figuras emblemáticas de la probidad, la construcción de cuerpos-territorios juveniles como ámbitos privilegiados de la muerte, el narcomundo y el despliegue de corrupción, impunidad, violencia y muerte que le acompaña y la condición cómplice de un Estado adulterado o narcoestado (Valenzuela, 2009, 2010, 2012), concepto que alude a la imbricada relación entre fuerzas criminales que actúan dentro y fuera de las instituciones o, para plantearlo de manera más directa, dentro de un imbricado colaboracionismo entre figuras institucionales, empresarios y miembros del crimen organizado.
Precarización y pobreza
El capitalismo neoliberal genera condiciones de polarización social donde unos cuantos son beneficiados frente a las grandes mayorías que resultan empobrecidas y precarizadas, concepto que incluye condiciones económicas, sociales y de violación sistemática a sus Derechos Humanos, generando amplios sectores de población que deviene excedente, superflua o residual para los poderes dominantes. Zygmunt Bauman considera que la permanencia de esta población es negada por los poderes dominantes y sus formas de vida son degradadas por el neoliberalismo global (Bauman, 2005). El modelo de globalización ha sido fértil en la producción de sectores sociales excluidos y abandonados, una suerte de parias de la modernidad como los llama Judith Butler, quienes viven en condiciones de postración social y sus vidas valen menos que las de los privilegiados del sistema (Butler, 2010). Esta condición es definida por Bourdieu desde el concepto de precariedad, concepto que alude no sólo a las condiciones de desigualdad —sino a las dimensiones estructurales que garantizan la reproducción de condiciones sociales de la desigualdad y las poblaciones precarizadas son aquéllas con escaso capital social a quienes se degradó sus modos de ganarse la vida (Bourdieu, 1995)—. La precariedad económica y social de la población también precariza sus condiciones de acceso a la justicia, pues, sus vidas son vidas proscritas, prescindibles, sacrificables, ubicadas en los márgenes de la justicia, son subalternos sin voz y sin escucha (Castells, 2000), son los homo sacer de Agamben (2006), personas identificadas por la nuda vida y por su condición excluida de derechos, vulnerable, sacrificable, suprimible, eliminable, vida a la que puede aniquilarse sin cometer homicidio (Valenzuela, 2012).
Sin embargo, destacar las condiciones de precarización, nuda vida, desechables, excedentes o residuales, han oscurecido los procesos de resistencia, evitando que se coloque suficiente atención a las voces y resistencias que emergen desde abajo para denunciar la injusticia. El racismo, el feminicidio, el juvenicidio, la pobreza, el abuso, son las voces que dan vida a la consigna: 2 de octubre no se olvida, quienes han puesto en el banquillo de la justicia a los militares-criminales de las dictaduras de Argentina, Chile, Guatemala; son las voces de jóvenes y estudiantes que recolocaron el debate sobre movimientos sociales en América Latina, son las voces indígenas que sentencian: nunca más un México sin nosotros y luchan por mundos donde quepan todos los mundos, son las voces de Rosario Ibarra y el Comité Eureka de México junto a las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina, junto a los padres de Ayotzinapa que gritan claro y fuerte: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
El juvenicidio tiene como antecedente la obliteración de los canales de movilidad social para las y los jóvenes. Estamos hablando de horizontes de vida restringidos tanto en términos de empleos disponibles, como en su capacidad para superar la línea de pobreza. Los jóvenes son los más afectados por el desempleo y el subempleo, situación que los coloca en la necesidad de acceder a la informalidad y la paralegalidad, condiciones de precarización que engrandecen la alternativa de las actividades ilegales como opciones disponibles para adquirir diversos bienes básicos y simbólicos publicitados hasta el hartazgo, por los medios de comunicación como elementos que definen las vidas exitosas. Sin embargo, la mayoría de las y los jóvenes se encuentran excluidos de esos estilos de vida y de las opciones de consumo promovidas por el neoliberalismo.
Si consideramos algunos aspectos que definen las condiciones de vida de jóvenes en el mundo, observamos que, con una población planetaria de 7.162 millones de personas, los jóvenes de 15 a 24 años constituyen el 17% de esa población, con 1.205 millones y su presencia es mayor en los países pobres (18%), que en los desarrollados. Entre 2012 y 2014, 152 millones de jóvenes en el mundo, recibieron menos de 1,25 dólares como pago por su trabajo. 2,6 millones de adolescentes y jóvenes mueren anualmente, 430 adolescentes y jóvenes mueren cada día debido a violencia interpersonal y cada año ocurren más de 250.000 homicidios entre adolescentes y jóvenes entre 10 y 29 años, por cada joven que muere, 20 ó 40 reciben heridas graves, además, 780.000 jóvenes se infectaron de sida en 2012. Existen 74,5 millones de jóvenes desempleados (37% de los 202 millones del total de desempleados) y su tasa de desempleo es mayor al doble de la que existe en la población adulta, además de que sus empleos son más precarios.
En América Latina, radican 42 millones de jóvenes pobres y 14 millones en pobreza extrema, mientras que la informalidad es su principal opción laboral (6 de cada 10 empleos disponibles). En 2011 la tasa de desempleo juvenil era de 13,9%, tres veces más alta que la que existía entre los adultos, 22 millones de jóvenes no estudian ni trabajan (70% son mujeres que en su mayoría realizan trabajo doméstico). En cuanto a los indicadores de violencia, tenemos que la tasa de homicidios entre jóvenes hombres (15-29 años) es de 70 por 100.000. Recientemente, el Banco Mundial reconoció que América Latina sigue siendo una de las regiones más violentas del mundo con un promedio anual de 6,2 asesinatos por 100.000 habitantes, situación que se exacerba en algunas subregiones de América Latina, como ocurre en América del Sur, América Central y el Caribe, con tasas de 24, 26 y 19 asesinatos por 100.000 habitantes (Martínez, 2015: 3).
En México, el gobierno de Felipe Calderón incrementó en 13 millones la cantidad de personas que viven en pobreza patrimonial y no logran satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, salud, vivienda, educación, vestido y transporte público. Mientras que 21,2 millones de personas viven en pobreza alimentaria, por lo que no tienen acceso a la canasta básica, y 30 millones no cuentan con niveles adecuados de alimentación, salud y educación (Enciso, 2011: 2). De acuerdo con información de INEGI, de junio de 2011, 2.564.100 personas no lograron trabajar ni una hora a la semana, lo que representa un aumento del 60% del que existía al inicio del gobierno de Felipe Calderón y son más las personas que se encuentran en la informalidad que las que participan en el sector formal de la economía (González, 2011a: 24). También se registran 33,3 millones (83,5%) de niños que, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de desarrollo Social, CONEVAL, se encuentran en condición de pobreza o vulnerabilidad, situación que lo convierte en el sector social con mayor pobreza y carencias, pues entre la población infantil encontramos 21,4 millones que viven en pobreza multidimensional (53,8% frente a 46,2% nacional), más de nueve millones que sufren carencia social (22,5%) y 2,9 millones de niños vulnerables debido a los bajos ingresos (Avilés, 2011b: 44).
Las difíciles condiciones económicas del país expulsan anualmente a medio millón de mexicanos, quienes son desplazados de sus lugares y migran buscando mejorar sus condiciones de vida; muchos de ellos se ven obligados a interrumpir sus estudios, mientras que otros ingresan en sistemas de migración itinerante por motivos laborales, entre quienes se encuentra más de 3 millones de jornaleras y jornaleros de los cuales una tercera parte son menores de edad.
A partir de la información presentada, podemos reconocer a la precarización como el primer elemento que define la condición de vulnerabilidad de las y los jóvenes en América Latina, donde la pobreza y la falta de oportunidades reproducen un amplio sector juvenil e infantil que padece fuertes condiciones de vulnerabilidad e indefensión, situación que se amplía en las poblaciones estereotipadas o estigmatizadas desde criterios raciales, como ocurre con la población indígena y afro descendiente de varios países latinoamericanos como México, que posee una población indígena de 14,2 millones de habitantes, cifra que corresponde al 13,1% de la población, de la cual, el 21,2% es población joven.
¡No puedo respirar! Estigmas, estereotipos y racismo
Erving Goffman (1995), desarrolló el concepto de estigma para identificar las marcas distintivas a través de las cuales se imputan condiciones específicas a las personas y a los grupos sociales, considerados inhabilitados para una plena aceptación social. Los estigmas, usualmente aluden a condiciones negativas, identificadas a través de marcas visibles, conspicuas que se impone a los estigmatizados a quienes señala y significa a partir de códigos de sentido impuestos por quienes definen las marcas del estigma. De acuerdo con Goffman, los estigmas eran signos corporales a través de los cuales se exhibía algo malo o poco habitual de los portadores y también definía su estatus moral y, en la actualidad, el estigma, refiere al mal en sí mismo.
El estigma connota atributos desacreditados y funciona dentro de sistemas de representaciones que desacreditan a la persona y al grupo de pertenencia. A los estigmatizados, frecuentemente se les confieren conductas «desviadas» o carentes de probidad. Esta condición conduce a la construcción de identidades desacreditadas, concepto que refiere a la descalificación anticipada de los integrantes de un grupo social, independientemente de los rasgos que definen su conducta. Las identidades desacreditadas funcionan como comodín o argumento a modo que permite la constante descalificación, desacreditación y proscripción a partir de la fuerza inercial del estigma, que se produce y reproduce desde ámbitos institucionalizados y se (re)crea a través de los procesos de estructuración social y de los imaginarios sociales dominantes. La estigmatización de sectores juveniles permite la construcción de grupos socialmente desacreditados o desacreditables y es uno de los elementos que participan en construcción y aceptación social del juvenicidio (Valenzuela, 1998; 2012). Frecuentemente, el estigma se solapa con el prejuicio como prenoción construida sin los elementos que apoyen el juicio que se tiene sobre personas o grupos y en estereotipos, esas posiciones endurecidas, impermeables al conocimiento que demuestra lo erróneo de las posiciones que se defienden y que, junto con los estigmas, prejuicios y racismos, funcionan como sistemas de clasificación social.
La estructuración de las relaciones sociales obedece a ordenamientos de clase, no sólo como condición económica, sino como categoría sociohistórica. En América Latina, los procesos de ...