Si no quieres tomar pastillas, toma decisiones
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Si no quieres tomar pastillas, toma decisiones

  1. 240 páginas
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Si no quieres tomar pastillas, toma decisiones

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Información del libro

Actualmente, disponemos de medios más que suficientes para alimentar correctamente cuerpo y alma, pero con frecuencia tendemos a los extremos y olvidamos que el equilibrio es lo más natural. A menudo, tener garantizadas las necesidades vitales provoca una pérdida de la vitalidad y un deterioro de la forma de vivir y sentir, una merma de las reacciones instintivas que deberían surgir de las entrañas. Llegamos a tener la nevera llena, pero el alma vacía. De hecho, la nevera llena es una metáfora de patologías como obesidad, diabetes tipo II y enfermedades cardiovasculares, mientras que el alma vacía simboliza problemas como la ansiedad y la depresión. Así que si no queremos acabar tomando pastillas, tendremos que tomar decisiones. David Vargas nos acompaña en las decisiones que deberemos tomar si queremos recuperar el control de nuestra salud y bienestar, el control de nuestra vida.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2021
ISBN
9788418582127

1. La psiconeuroinmunología clínica, una nueva forma de entender la salud

¿Qué es la psiconeuroinmunología clínica?

Tal vez para algunos lectores la palabra «psiconeuroinmunología» sea un concepto conocido, pero lo más probable es que no hayas oído hablar jamás de esta palabra y que, si intentas pronunciarla en voz alta, te resulte difícil bordarla a la primera, como me ocurría a mí o como incluso les sucede a los moderadores de los actos a los que acudo como ponente, que se suelen encallar en ella a la hora de presentarme.
Porque tras más de quince años dedicándome a formar a profesionales en esta forma de entender la salud y transformando el estilo de vida de mis pacientes, me he encontrado con infinidad de situaciones curiosas, como que llegue un paciente a mi consulta y, después de decirme que ha venido a visitarme porque se lo han recomendado, me confiese que no sabe muy bien qué vamos a hacer.

¿En qué se diferencia la psiconeuroinmunología clínica del abordaje clásico de un problema de salud?

Para explicarlo, utilizaré la historia de una paciente, María, vista desde dos enfoques sanitarios diferentes:
  • Primera posibilidad, la más habitual en nuestra sociedad occidental:
    Son las once y media de la mañana de un jueves cualquiera en la consulta de Javier, un médico de cabecera de Barcelona. María acude a él porque sufre un dolor en la zona cervical que le baja hacia los brazos y hasta la mitad de la espalda.
    Javier vive su profesión con pasión y con ganas de ayudar a sus pacientes y, siguiendo el método de diagnóstico tradicional, comienza a disparar preguntas sobre la presencia de síntomas a fin de descartar una patología grave para, a continuación, poder diagnosticar el problema de María. Pero resulta que esta no presenta ningún síntoma de los llamados «bandera roja»; es decir, no presenta ninguna patología orgánica importante.
    Sin embargo, sí que le refiere que sufre:
    • dolor cervical y lumbar intenso;
    • dolor habitual en otras articulaciones y músculos de su cuerpo;
    • problemas con su aparato digestivo (alterna estreñimiento con diarreas, hinchazón abdominal y dolor);
    • cefaleas, insomnio, ánimo bajo y cansancio severo.
    Finalmente, Javier emite su diagnóstico: posible fibromialgia. Y en la cabeza de María se disparan multitud de pensamientos negativos como:
    «¡Es aquella enfermedad que no se cura!».
    «¡Es lo mismo que tiene esa vecina que está tan mal!».
    «¡En un programa de televisión dijeron que esto no tiene curación!».
De camino a casa, María busca en Google y descubre, horrorizada, que efectivamente se define como una enfermedad de origen desconocido y que no se cura. O sea, le ha tocado para toda la vida.
¿Cómo crees que se sentirá María después de este diagnóstico?
  • Segunda opción, con un enfoque desde la psiconeuroinmunología clínica:
    María acude a las seis de la tarde a la consulta de Andrés en Barcelona, un médico que lleva trabajando en consulta privada desde hace varios años. Para él, es imprescindible tener el tiempo suficiente con cada una de sus visitas, para conocer con detalle toda la historia de cada paciente. Como es el propietario de su propia consulta, ha estimado que puede disponer de una hora para cada paciente. Comienza a hacerle preguntas sobre sus síntomas: ¿cómo es el dolor? ¿Cuándo aparece? ¿Qué lo aumenta? ¿Qué lo disminuye? ¿Desde cuándo lo tiene?
    Poco a poco, Andrés va haciendo casi suyo el dolor de María o, por lo menos, se convierte en un experto en sus síntomas. Ello le lleva aproximadamente veinticinco minutos. A continuación, le pide a María que haga un esfuerzo para situar temporalmente lo que le está ocurriendo, para retroceder en el pasado hasta llegar a un momento en su vida en que no tenía esos síntomas.
    Primero ella le dice que no lo sabe, que le cuesta recordar. Al cabo de unos segundos, consigue ir acotando el inicio:
    —El verano pasado fuimos de vacaciones a Londres y ya lo tenía. El otro… El otro también, recuerdo que casi no pude bañarme. Pero el otoño anterior sí que estaba bien —recuerda de repente.
    —¿Pasó algo? —le pregunta Andrés—. ¿Algún cambio importante en tu vida, nutricional, de vivienda, emocional?
    De repente, a María le cambia la cara.
    —Pues sí… Mi marido tuvo un infarto cerebral y se quedó hemipléjico —comenta.
    —¿Qué significó eso para ti y para vuestra familia? —inquiere Andrés.
    —Mi hija tenía doce años y mi hijo siete. Mi marido trabajaba ocho horas y yo media jornada, lo podíamos combinar. Le dieron una baja por minusvalía, pero es muy poca paga y yo tuve que empezar a trabajar más horas. Tras la jornada de ocho horas diarias, cuando llego a casa tengo que ocuparme de todo: de los niños, la ropa, la comida, ayudar a mi marido a ducharse…
    —¿Cómo han evolucionado los síntomas? —le pregunta Andrés.
    —Al principio estaba muy nerviosa y, además, llegaba al final del día cansadísima y no podía ni dormir. Empecé a tener insomnio. El médico de cabecera me recetó ansiolíticos para poder dormir. Inicialmente me fueron bien, pero al cabo de poco tiempo me levantaba más cansada por la mañana y después me dejaron de funcionar incluso para dormir. Ahora que lo pienso, se me empezó a hinchar la barriga y desde entonces tengo problemas de diarrea y estreñimiento.
    Andrés la mira fijamente a los ojos y le pregunta:
    —¿Crees que tu dolor tiene algo que ver con este proceso?
    —¿Usted qué cree, doctor? —le responde María, que no puede evitar una mueca de hastío.
    —¿Cómo andas de ánimo? —se interesa él.
    —Muy mal. Me levanto porque tengo que hacerlo, pero me quedaría en la cama y no me movería. A veces me entran ganas de no despertarme más —revela María, que añade que los analgésicos que se toma para el dolor de cabeza no le hacen ningún efecto.
    Es posible que Andrés no pueda ayudar a María en ese momento, pero lo que es seguro es que no le va a dar un diagnóstico que la descentre de su verdadero problema. No va a poner un nombre técnico de algo que nada tiene que ver con lo que le pasa. De entrada, la va a hacer propietaria de su proceso, no le va a poner una etiqueta (fibromialgia) que la desanime y le dé a entender que lo suyo es incurable.
    —En mi opinión tienes una sobrecarga sociofamiliar tremenda —le acota.
    A lo mejor no la puede asistir a corto plazo, pero como mínimo no va a cronificar su enfermedad. Tal vez María podrá recibir algún tipo de ayuda de los Servicios Sociales, hallar la manera de gestionar su día a día sin tanta sobrecarga. Pero incluso en el caso contrario, sabrá que algún día las cosas cambiarán, que sus hijos crecerán y las cargas disminuirán y, probablemente, empezará a sentirse mejor.
    Va a tener que apretar los dientes, pero en su cerebro no llevará una etiqueta que diga: «Nunca más te vas a curar». La resolución del dolor y de la inflamación depende de que el cerebro esté de acuerdo y, tarde o temprano, las palabras de Andrés contribuirán a la recuperación de María.

Un poco de historia para comprender mejor los orígenes

En el año 1980, en su discurso presidencial en la American Psychosomatic Society, el psicólogo experimental Robert Ader habló por primera vez de un nuevo campo de investigación, que definió como «el estudio de las interacciones entre los procesos de adaptación conductuales, neuronales, endocrinos e inmunológicos».
Además de definirlo, le dio un nombre: psiconeuroinmunología. Desde entonces, la PNI no solo ha seguido desarrollándose en el campo académico como una ciencia básica, sino que ha dado el salto a la clínica, demostrando que la interacción entre el cerebro y el sistema inmune tiene implicaciones en nuestra salud y que puede ofrecer soluciones para la prevención y el tratamiento de la enfermedad.
Para comprender lo que llevó a Ader a hablar de psiconeuroinmunología, hay que acercarse a sus trabajos de los años anteriores. En la década de los setenta, Ader era un entusiasta profesor de Psicología Experimental que, desde la Universidad de Rochester, comenzó a desarrollar un programa de investigación en medicina psicosomática. Un día, un «accidente» en un experimento con ratones cambió el rumbo de sus investigaciones.
Se trataba de un estudio de aprendizaje de aversión al gusto y consistía en administrar a los roedores ciclofosfamida (un fármaco con propiedades inmunosupresoras) treinta minutos después de que hubieran ingerido una solución de sacarina (sí, como la que le echamos al café hoy en día). Ader esperaba generar algún tipo de respuesta condicionada, pero lo que no imaginaba era que, cuando les retirara la ciclofosfamida y comenzara a administrarles únicamente sacarina, algunos de ellos morirían.
Era un campo nuevo para él: «Como psicólogo, no sabía que existían conexiones conocidas entre el cerebro y el sistema inmunológico. Por lo tanto, libre para inventar cualquier historia que quisiera, supuse que, en el curso del condicionamiento de la respuesta conductual, también estábamos condicionando los efectos inmunosupresores de la ciclofosfamida».
Era, él mismo lo cuenta, una suposición. Por tanto, necesitaba establecer experimentalmente esa conexión, y lo hizo ayudado por un inmunólogo, el doctor Nicholas Cohen, quien se convertiría en su compañero en los años siguientes. Sus experimentos fueron replicados y se obtuvieron siempre resultados similares: la simple asociación de la ingesta de sacarina y fármaco inmunosupresor confería a la solución de sacarina la propiedad de provocar una respuesta inmunosupresora.
En otras palabras, cuando el cuerpo recibe dos estímulos a la vez, los asocia como si se tratara de uno solo. Y posteriormente, cuando los reciba por separado, responderá como si ambos estuvieran presentes.
En un artículo publicado en 1975, Ader y Cohen sentaron las bases de lo que después se llamaría psiconeuroinmunología. En él, postulaban que «el sistema inmunológico, al igual que otros procesos fisiológicos, está sujeto al condicionamiento clásico (pavloviano)» y proporcionaban una «evidencia espectacular de una relación inextricable entre el cerebro y el sistema inmunológico».
La recepción de esta teoría suscitó respuestas que oscilaron desde el entusiasmo de unos pocos hasta el escepticismo de muchos, pero ambos entendieron el mundo que se abría ante ellos y continuaron trabajando en este campo. Junto con el neurocientífico David Felten —quien describió la red de nervios que conectan el sistema nervioso con el inmunitario— publicaron, en 1981, el libro Psychoneuroimmunology, donde mostraban el nacimiento de este nuevo campo de investigación e intentaban reunir las continuas investigaciones que iban surgiendo y que sugerían esa relación entre el cerebro y el sistema inmune.
Con aquella publicación, Ader, Cohen y Felten estaban dando un balón de oxígeno a cuantos investigadores habían intentado, antes que ellos, desentrañar las interacciones entre el sistema nervioso central y el sistema inmune. Al recoger y aglutinar investigaciones iniciadas décadas atrás por otros científicos y fusionarlas con las suyas propias, al darle nombre, propiciaron el desarrollo de esta nueva disciplina.
Aunque se sigue considerando a Ader como padre de la psiconeuroinmunología, él nunca aceptó atribuirse el mérito: «No hubo un estudio único que pueda decirse que fue o podría haber sido el responsable de la psiconeuroinmunología. Ninguna de las iniciativas habría tenido el mismo impacto de no haber sido por la evidencia proporcionada por otros investigadores acerca de las interacciones entre el sistema inmune y el cerebro».
En efecto, de alguna manera, fue una fusión. Como él mismo reconocería, «la etiqueta PNI logró fusionar investigaciones iniciadas en los setenta y sostenidas con posterioridad. Eso hizo reavivar intereses de larga data y se atrajo a más investigadores a este “nuevo” campo».
En 1987, Ader creó la revista científica Brain, Behavior and Immunity, donde se han publicado desde entonces cientos de estudios científicos acerca de la interacción entre el sistema nervioso, las emociones y el sistema inmunitario. Act...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Epígrafe
  5. Prólogo, de Jorge Fernández
  6. Introducción. Mis orígenes antes de llegar a la psiconeuroinmunología clínica
  7. 1. La psiconeuroinmunología clínica, una nueva forma de entender la salud
  8. 2. El aparato digestivo como epicentro de nuestra salud
  9. 3. Que la alimentación sea tu medicina
  10. 4. Metabolismo y obesidad
  11. 5. El papel de las emociones en psiconeuroinmunología clínica
  12. 6. Hormonas sexuales, las grandes desconocidas
  13. 7. Tu cuerpo te habla, ¡escúchalo!
  14. 8. Llévalo a la práctica
  15. Bibliografía
  16. Agradecimientos
  17. Colofón