La pizarra de Babel
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La pizarra de Babel

Puentes entre neurociencia, psicología y educación

  1. 352 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La pizarra de Babel

Puentes entre neurociencia, psicología y educación

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¿Por qué es tan fácil para cualquier niño descubrir de manera implícita las reglas ocultas del lenguaje y tan difícil memorizar listas o multiplicar números de muchos dígitos? Para explorar el desarrollo de la educación con una mirada complementaria y desde la usina del pensamiento, reunimos en cada capítulo a los referentes más destacados de la neurociencia y de la ciencia cognitiva. Exploramos así un espacio de encuentro inevitable entre la cognición y la educación, en el que es preciso desgranar las operaciones que nos permiten hacer aquello que hacemos: las palabras, las frases, las preposiciones, la sintaxis del pensamiento. "Enfrentar con valentía el desafío de entender el mundo del pensamiento es una de las tareas más ciclópeas que nos queda a los seres humanos. No es fácil generar experimentos que ayuden a describir dónde se depositan las ideas, cómo se transfieren, cómo se conectan, como se desarrollan, como mutan, como interactúan. Este libro, sin ninguna duda, es un excelente aporte en esa dirección". Adrián Paenza

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Sí, puedes acceder a La pizarra de Babel de Mariano Sigman, Sebastián Lipina en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Biological Sciences y Neuroscience. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2021
ISBN
9789875992696
1
Introducción
Oportunidades y desafíos en la articulación entre la neurociencia, la ciencia cognitiva y la educación
Sebastián J. Lipina1, Mariano Sigman2
I. Algunas reflexiones preliminares acerca de la neurociencia, la ciencia cognitiva y la educación
Sobre lo soñado y lo concreto. Nadie decide zambullirse en la física porque le fascina la palanca y el plano inclinado. En el comienzo de cada físico, mucho antes de que la física se volviera concreta, hubo agujeros negros, universos lejanos, viajes en el tiempo. De la misma manera, debe de ser difícil que alguien desembarque en la neurociencia porque le fascinan los canales de calcio o la fosforilación de alguna proteína. En el origen de cada científico, que viniendo de múltiples ramas se acerca a la neurociencia, hay sueños, emociones, conciencia, memoria.
Sobre lo aprendido, lo práctico, lo necesario. Al que se aproxima a la neurociencia desde la física, lo primero que le llama la atención es el peso de los libros. La física se resume en pocas ecuaciones. La neurociencia, en cambio, es un mundo. Una parábola refiere que el lenguaje es más ancho que el universo; entre otras cosas, porque lo contiene. Porque uno puede hablarlo, a él y a otras tantas cosas y, por ende, simplemente lo excede. Pero no sólo la mente es vasta. Su habitáculo está formado por un menjunje de neuronas de un sinfín de tipos. Una maraña de redes con números abismales, inconcebibles. Un milímetro de cerebro –no deja de ser notable que el objeto que produce el pensamiento pueda servirse en un plato–, es una trama cuyos detalles son completamente indescifrables. Cada neurona, a su vez, es otro mundo entero de axones, dendritas, una sopa de proteínas que funcionan colectivamente y cuya sociología es objeto de estudio de otra casta entera de científicos. En ese acertijo, hay dos caminos que parecen bifurcarse. Mantenerse en el filo de lo conocido, en una proteína, en una sinapsis, en una célula con nombre y apellido; o quedarse en una fauna heurística del producto de toda esa maraña: los sueños, los recuerdos, el lenguaje.
La psicología experimental. El lenguaje tiene reglas. También tiene parámetros. Este juego de reglas y parámetros da lugar a un conjunto infinito de frases y enunciados posibles. Pero este infinito es más pequeño (en el sentido estricto) que el de meras sucesiones de palabras. También tienen sus reglas la matemática (ciertamente la aritmética) y la música; y muchos suponen que el lenguaje de la palabra, el de la matemática y el de la música son sólo algunas manifestaciones del carácter recursivo del lenguaje del pensamiento. Los psicólogos experimentales observan el pensamiento; su desarrollo, su expresión, sus errores, sus recurrencias. Lo observan como Galileo y Kepler observaban los planetas. Y anotan, buscan reglas. Forman parte de una casta que en nuestro país ha quedado prácticamente despoblada entre el abismo formado por la neurociencia estática (la foto de la neurona), excelentísima y heredada de la tradición española de Santiago Ramón y Cajal, y de una psicología casi idiosincráticamente asociada al diván.
La transparencia del pensamiento humano. En el año 1978, Michael Posner hizo una carrera mostrando que la lectura, la aritmética y el lenguaje podían desgranarse en una secuencia de operaciones más fundamentales, algo así como los átomos de la cognición. Posner había descubierto, además, que estas operaciones eran fundamentalmente independientes, aun cuando se encontrasen típicamente amalgamadas en nuestra vida cotidiana. Con una agenda tan marcada, vio la posibilidad de inspeccionar la actividad cerebral en vivo y de manera no invasiva como una manera de darle una última estocada a esta idea. Si, por ejemplo, las distintas operaciones de la lectura (combinar letras en palabras, codificación de objetos visuales en fonemas, asignación semántica de un objeto auditivo, etcétera) corresponden de hecho a engranajes diferenciados de la maquinaria, quizás se expresen en lugares distintos del cerebro. Esta inferencia estaba alimentada por otra observación ubicua: pacientes con lesiones en distintas regiones del cerebro tenían patologías en funciones específicas.
Posner, junto con Marcus Raichle, Steve Petersen y otros, cambiaron el curso de la neurociencia, dando origen a un programa que hoy se ha multiplicado sin precedentes. Acaso lo tremendamente fascinante de este programa es que permite observar el pensamiento en intramuros. Si durante millones de años el pensamiento humano había permanecido en una carcasa –expresable sólo por la palabra, por gestos… en fin, por el músculo–, una nueva ventana se abría para explorarlo en su usina misma.
Anclas del pensamiento humano. El programa de Posner fue de una claridad científica fantástica. Pero como suele suceder con las grandes revoluciones, muchos de sus adeptos, entusiasmados por algunos de sus tintes, pierden el rumbo. Al programa de Posner de desnudar la arquitectura del pensamiento le siguió una tropa que confundió localizar con entender. Como si saber dónde sucede algo fuese equivalente a comprender su mecanismo. Por el contrario, aparecen en la multiplicidad de la búsqueda regiones que codifican la traición, la esperanza, el gusto por lo exótico, la desmesura, el miedo a lo desconocido o ser fanático de un equipo de poca monta.
Un puente demasiado lejano. En su célebre artículo, y tomando prestada la referencia cinematográfica, John Bruer declaraba que la neurociencia no estaba madura para poder aportarle algo a la educación. Su opinión era que la ciencia cognitiva o, más genéricamente, la psicología experimental es la que (a través de su observar heurístico de cómo funciona el pensamiento) puede informar algo a la educación (Bruer, 1997). En los últimos años, esté maduro o no el campo –a lo cual aportará la lectura de este libro–, la neurociencia y la psicología experimental se han acercado a la educación. Esta es una empresa complicada, pero digna de celebraciones. La ciencia se habla a diario con la medicina, en una conversación recurrente de presente y futuro. Dicen los que se dedican en una misma persona a ambas actividades que la ciencia da una perspectiva de futuro para la medicina, una suerte de oráculo capaz de predecir dónde estará la clínica en los próximos años. La medicina, por el contrario, da una razón de ser, una serie de preguntas sin solución, necesidades concretas que se vuelven experimentos y nutren al científico. Lo mismo sucede con la ciencia de los materiales y la ingeniería. En definitiva, que la ciencia es un juego hacia futuros posibles; que, indefectiblemente, en sus actores, en sus intenciones, en sus necesidades, en sus preguntas, se encuentra con la realidad. Y acaso la realidad más relevante de la ciencia cognitiva san las horas, los días y los años que todos pasamos en el armado de esta carcasa que reconocemos como nuestro propio pensamiento.
El conocimiento y el reconocimiento de la máquina. Existen dos concepciones antagónicas sobre el cerebro humano. Una establece que es una especie de tabla rasa, un pizarrón vacío en el que se pueden escribir todos los conceptos, todas las funciones, todas las ideas. La segunda establece que el cerebro tiene cierta forma, cierta estructura, cierta arquitectura que hace que algunas funciones sean más acordes a su manera de procesar información. Hoy disponemos de gran cantidad de evidencias que argumentan a favor de esta última.
Nacemos con conceptos formados de numerosidad, de cómo el mundo visual se divide en objetos y hasta de concepciones morales sobre lo bueno y lo malo (Carey, 2009). Contamos, por ejemplo, con un sistema sensorial que está particularmente afinado, entre el conjunto de sonidos posibles, a aquellos que conforman el lenguaje (Ramus y otros, 2000). La cognición se desarrolla en los primeros años de vida con muchos parámetros libres (el idioma que aprendemos, el tipo de caras que reconocemos, etcétera), pero inmerso en una estricta secuencia de reglas que incluye un mecanismo de hacer inferencia, es decir, de asignarle significado al mundo. Entre los muchos ejemplos que ilustran lo anterior, dos son especialmente interesantes; el primero por su espectacularidad, y el segundo, por su impacto en la formación del conocimiento adulto.
Hace aproximadamente veinte años, Andrew Meltzoff, mostraba a niños de poco más de 1 año a un actor que activaba una máquina golpeando un gran interruptor con la cabeza. La máquina comenzaba entonces a emitir ruidos y a encender luces espectaculares, muy atractivas para los niños, quienes rápidamente iban a cabecear el botón para activarla. Diez años después, György Gergerly repitió el experimento con una pequeña variante, sutilezas que hacen a un gran experimento: el adulto que cabeceaba el interruptor tenía las manos ocupadas en algo que no podía dejar caer. Los niños observaban esto y en cuanto podían activaban el pulsador. Pero entonces ya no usaban la cabeza, sino las manos. La lógica de este ejemplo es bastante sencilla. Si uno observa que alguien abre un picaporte con los dientes mientras tiene en las dos manos tazas de café, entiende que lo hace así porque no le queda otra alternativa. Esto mismo hacen los niños de 1 año, que son capaces de descubrir una trama oculta de intenciones, en vez de simplemente replicar acciones. Este tipo de inferencias son ubicuas, lo cual indica que los seres humanos somos constructores de significado. El que enseña ha de saber que el que aprende no está copiando, anotando, replicando, sino incorporando lo que observa en un complejo sistema interpretativo que porta mucho conocimiento previo. Este es uno de los tantos puntos de encuentro entre la psicología experimental y la educación.
El segundo ejemplo es de la misma índole y aborda un punto específico que está en boga en nuestros días. Un niño ve un cuarto desordenado, pasa un...

Índice

  1. 01-Tapa
  2. 02-Portada
  3. 03-Legales
  4. 04-Indice
  5. Interior