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DEL PALIMPSESTO AL HIPERTEXTO
Tanto en el terreno de los cambios socioculturales como en el teórico la comunicación se ha convertido en eje de los nuevos modelos de sociedad. A partir de las transformaciones tecnológicas, la información aparece como espacio de punta de la modernización —productiva, administrativa, educativa—, y se enfrenta a la «orfandad epistemológica» dejada por la crisis de los paradigmas de la producción y la representación. La razón comunicativa (Habermas, 1987, 1989) se convierte en eje de las dimensiones liberadoras que aún guarda la modernidad: clave de la renovación del análisis de la acción social, de su agenda y la reformulación de la teoría crítica. Aún más beligerantemente desde la otra vertiente —la que enuncia la crisis y anuncia la formación del sensorium posmoderno—, el relevamiento de la estructura comunicativa de la sociedad aparece ligado a la comprensión del cambio en las condiciones del saber (Lyotard, 1984). Un cambio marcado por la apertura de un horizonte ilimitado de exploración y ruptura con la razón «moderna», ambiciosa de unidad; por la asunción del «irreductible carácter local de los discursos» y de la naturaleza operativa del conocimiento científico; por su ocuparse de inestabilidades; por su producirse y ordenarse como información.
Pertenece también a ese orden de cambios la revalorización de las prácticas y las experiencias en la emergencia de un saber mosaico, hecho de objetos móviles y fronteras difusas, de intertextualidades y bricolajes. Si ya no se escribe ni se lee como antes es porque tampoco se puede ver ni representar como antes. Y ello no es reducible al hecho tecnológico, pues «es toda la axiología de los lugares y las funciones de las prácticas culturales de memoria, de saber, de imaginario y creación la que hoy conoce una seria reestructuración»: la visualidad electrónica ha entrado a formar parte constitutiva de la visualidad cultural, ésa que es a la vez entorno tecnológico y nuevo imaginario «capaz de hablar culturalmente —y no sólo de manipular tecnológicamente—, de abrir nuevos espacios y tiempos para una nueva era de lo sensible» (Renaud, 1990). La del enlace de la televisión con el computador, el videojuego y el hipertexto multimedia en «un aire de familia que vincula la variedad de pantallas que reúnen nuestras experiencias laborales, hogareñas y lúdicas» (Ferrer, 1995).
Hablar de pensamiento visual puede resultar demasiado chocante a los racionalistas y ascéticos oídos que aún ordenan el campo del saber. Y sin embargo hace ya tiempo que Foucault (1966, 1971) señaló los dos dispositivos —economía discursiva y operatividad lógica— que movilizan la nueva discursividad constitutiva de la visibilidad, la lógico-numérica. Estamos ante el surgimiento de «otra figura de la razón» (Renaud, 1995) que exige pensar la imagen, por una parte, desde su nueva configuración sociotécnica: el computador no es un instrumento con el que se producen objetos, sino un nuevo tipo de tecnicidad que posibilita el procesamiento de informaciones y cuya materia prima son abstracciones y símbolos, lo que inaugura una nueva aleación de cerebro e información, que sustituye a la del cuerpo con la máquina; y, por otra parte, desde la emergencia de un nuevo paradigma del pensamiento que rehace las relaciones entre el orden de lo discusivo (la lógica) y de lo visible (la forma), de la intelegibilidad y la sensibilidad. El nuevo estatuto cognitivo de la imagen se produce a partir de su informatización, esto es, de su inscripción en el orden de lo numerizable, que es el orden de cálculo y sus mediaciones lógicas: número, código, modelo. Inscripción que no borra la figura ni los efectos de la imagen pero hace que esa figura y efectos remitan ahora a una economía informacional que reubica la imagen en las antípodas de la ambigüedad estética y la irracionalidad de la magia o la seducción. El proceso que ahí llega entrelaza un doble movimiento. El que prosigue y radicaliza el proyecto de la ciencia moderna —Galileo, Newton— de traducir/sustituir el mundo cualitativo de las percepciones sensibles por la cuantificación y la abstracción lógico-numérica, y el que reincorpora al proceso científico el valor informativo de lo sensible y lo visible. Un nueva episteme cualitativa abre la investigación a la intervención constituyente de la imagen en el proceso del saber: arrancándola a la sospecha racionalista, la imagen es percibida por la nueva episteme como posibilidad de experimentación/simulación, que potencia la velocidad del cálculo y permite inéditos juegos de interfaz, esto es, de arquitecturas de lenguajes. Virilio (1989) denomina «logística visual» a la remoción que las imágenes informáticas hacen de los límites y funciones tradicionalmente asignados a la discursividad y la visibilidad, a la dimensión operatoria (control, cálculo y previsibilidad), la potencia interactiva (juegos de interfaz) y la eficacia metafórica (traslación del dato cuantitativo a una forma perceptible: visual, sonora, táctil). La visibilidad de la imagen deviene legibilidad (Carrascosa, 1992), permitiéndole pasar del estatuto de «obstáculo epistemológico» al de mediación discursiva de la fluidez (flujo) de la información y del poder virtual de lo mental.
Más que un conjunto de nuevos aparatos, de maravillosas máquinas, la comunicación designa hoy un nuevo sensorium (Benjamin, 1980): nuevos modos de percibir, de sentir y relacionarse con el tiempo y el espacio, nuevas maneras de re-conocerse y de juntarse que los adultos tienden a desvalorizar convencidos de que los cambios que viven los jóvenes son, como lo fueron siempre, «una fiebre pasajera». Rompiendo esa inercia, Mead (1971) supo leer, a principios de la década de 1970, lo que en la actual ruptura generacional remite a la larga temporalidad en que se inscriben nuestros miedos al cambio, tanto como las posibilidades que éste abre de inaugurar nuevos escenarios y dispositivos de diálogo entre generaciones y pueblos: «Nacidos antes de la revolución electrónica la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo». Se trata de una generación cuya empatía con la cultura tecnológica está hecha no sólo de facilidad para relacionarse con los aparatos audiovisuales e informáticos sino de complicidad cognitiva con sus lenguajes, fragmentaciones y velocidades. Y «cuyos sujetos no se constituyen a partir de identificaciones con figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen la cultura sino a partir de la conexión-desconexión (juegos de interfaz) con los aparatos» (Ramírez, 1995). Lo que se traduce en una camaleónica elasticidad cultural que les permite hibridar y convivir ingredientes de mundos culturales muy diversos.
De ahí que los medios de comunicación y las tecnologías de información le planteen hoy a la educación un verdadero reto cultural al hacer visible la brecha cada día más ancha entre la cultura desde la enseñan los maestros y aquella desde la que aprenden los alumnos. Es ese reto el que pone al descubierto el carácter obsoleto de un modelo de comunicación escolar que, acosado por los cuatro costados, se coloca a la defensiva desfasándose aceleradamente de los procesos de producción y circulación del conocimiento que hoy dinamizan la sociedad. Primero, negándose a aceptar el descentramiento cultural que atraviesa el que ha sido su eje tecno-pedagógico, el libro. Pues «el aprendizaje del texto asocia a través de la escuela un modo de transmisión de mensajes y un modo de ejercicio del poder, basados ambos en la escritura» (Brunner, 1991). Segundo, ignorando que en cuanto transmisor de conocimientos la sociedad cuenta hoy con dispositivos de almacenamiento, clasificación, difusión y circulación mucho más versátiles, disponibles e individualizados que la escuela. Tercero, atribuyendo la crisis de la lectura de libros entre los jóvenes únicamente a la maligna seducción que ejercen las tecnologías de la imagen, lo que le ahorra a la escuela tener que plantearse la profunda reorganización que atraviesa el mundo de los lenguajes y las escrituras; y la consiguiente transformación de los modos de leer que está dejando sin piso la obstinada identificación de la lectura con lo que atañe solamente al libro y no a la pluralidad y heterogeneidad de textos, relatos y escrituras (orales, visuales, musicales, audiovisuales, telemáticas) que hoy circulan. Cuarto, impidiéndose interactuar con el mundo del saber diseminado en la multiplicidad de los medios de comunicación a partir de una concepción premoderna de la tecnología, que no puede mirarla sino como algo exterior a la cultura, «deshumanizante» y perversa en cuanto desequilibradora de los contextos de vida y aprendizajes heredados.
Es sólo a partir de la asunción de la tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura que la escuela puede insertarse en los procesos de cambio que atraviesa nuestra sociedad, e interactuar con los campos de experiencia en que hoy se procesan los cambios: desterritorialización/relocalización de las identidades, hibridaciones de la ciencia y el arte, de las literaturas escritas y las audiovisuales (Piscitelli, 1990, 1996), reorganización de los saberes desde los flujos y redes por los que hoy se moviliza no sólo la información sino el trabajo y la creatividad, el intercambio y la puesta en común de proyectos, de investigaciones científicas y experimentaciones estéticas. Y, por lo tanto, interactuar con los cambios en el campo/mercado profesional, es decir, con las nuevas figuras y modalidades que el entorno informacional posibilita, y con las nuevas formas de participación ciudadana que ellos abren especialmente en la vida local.
Pero esa interacción exige superar radicalmente la concepción instrumental de los medios y las tecnologías de comunicación que predomina no sólo en las prácticas de la escuela, sino en los proyectos educativos de los ministerios, y hasta en muchos documentos de la UNESCO. ¿Cómo puede la escuela insertarse en la actual complejidad de mestizajes —de tiempos y memorias, imaginarios y culturas— anclada únicamente en la modernidad letrada e ilustrada, cuando en nuestros países la dinámica de las transformaciones que calan en la cultura cotidiana de las mayorías provienen básicamente de la desterritorialización y las hibridaciones que agencian los medios masivos y de «la persistencia de estratos profundos de la memoria colectiva sacados a la superficie por las bruscas alt...