Una familia bajo la nieve
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Una familia bajo la nieve

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Una familia bajo la nieve

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Información del libro

Una familia vive sus días en los suburbios de una ciudad francesa. Corren las últimas décadas del siglo XX. Padre y madre, exiliados de la dictadura argentina, reconstruyen su vida y deciden criar a sus hijos en la cultura del país que los adoptó. Pero la vida está hecha de casualidades y decisiones que tienen consecuencias imprevisibles. Una separación, la elección de una carrera universitaria, una amistad, entre otras cosas, depositan a Harmonica, una de las hijas y la narradora de esta novela, en Buenos Aires, donde iniciará un raro periplo para plantar un árbol genealógico.Hay despedidas y reencuentros, hay amores frustrados, remordimientos. Hay una potencia narrativa que Monica Zwaig administra con maestría y que logra desplegar en este libro, pergeñado lejanamente en su francés natal pero escrito en un terso y elegante castellano, un castellano tan demoledor como dulce.Una familia bajo la nieve es una hermosa novela francesa escrita en argentino.

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Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2021
ISBN
9789874941961
Edición
1
Categoría
Literatura
Primera parte

1. Los monoblocks

Nosotros nos criamos ahí, entre los monoblocks de los suburbios de Francia llenos de árabes y negros. Yo, de hecho, pensaba que éramos árabes. Pero no. Mi padre y mi madre son argentinos. Soy la primera de la familia que nació en Francia. Cuando nací, ya vivían en los monoblocks de los suburbios con mi hermano y mi hermana mayor. Cuando nació la más chiquita, seis años después, mis padres compraron una casa hermosa, en el medio de la nada, pero a sólo diez cuadras de los monoblocks. Seguíamos siendo árabes de los suburbios, pero en una casa.
La casa era enorme. Fue construida por un arquitecto italiano que se suicidó después de haber terminado el horno de pizza en el garaje. Se ahorcó ahí mismo, en la ducha del garaje, donde se encontraba también el calefón. Al lado había otra pieza, a la que le dimos el nombre de sala de juegos. Ahí jugábamos al monopatín, al básquetbol y hacíamos las fiestas de cumpleaños. Cuando mis padres se mudaron a la casa, la vecina de enfrente, también conocida como la chusma del barrio, les regaló la cuerda con la que se había ahorcado el arquitecto, diciéndoles que les iba a traer suerte. Mis padres no aceptaron el regalo y la chusma volvió a su casa con la cuerda en la mano. Nosotros éramos la tercera familia en mudarse ahí. El segundo propietario había sido boxeador, y se había suicidado en el cuarto que fue de mi hermano, un tiro en la sien.
Nuestra casa tenía tres pisos y un gran jardín con muchos árboles. El jardinero venía dos veces por mes a cortar el pasto. El cerezo florecía todos los años, lo que nos garantizaba clafoutis de cerezas en el verano. Las escaleras y los pisos estaban hechos de mármol. Fuerte pero frío. Cada uno tenía su cuarto, pero a mí me daba miedo dormir sola y me escapaba en el medio de la noche para dormir al lado de la cama de mi hermano, en el piso.
Los nombres de mis hermanos son: Evaristo, Eva y Eliana. Los tres con E, menos yo porque mi nombre empieza con H. Harmonica. Me llamaron así por Bob Dylan. Cuando mi mamá se enteró de que estaba embarazada, me quiso llamar Aurora, pero no sabía pronunciar ese nombre en francés. Ella pronunciaba horror, en vez de Aurore. Entonces, como no podía llamar a su hija Horror, por más que algunos llamen a sus hijos con nombres terribles como Dolores o Consuelo, Concha o Concepción, mi mamá se dejó llevar por el sonido melancólico de la armónica. Yo empiezo con una hache, para que suene más francés porque en este país hay un montón de letras mudas y porque mis padres tenían la secreta esperanza de tener una hija más bien silenciosa, que no opine mucho sobre las cosas. Por más esdrújula que sea, mi nombre no lleva acento en castellano, porque fui anotada en Francia y los nombres no se deben traducir.
Después de unos años, otra familia compró un pedacito de terreno nuestro para construir su hogar. Ladrillo por ladrillo, vimos cómo construían su casita al lado de la nuestra. Digo casita porque tenía sólo dos pisos, aunque incluía todo lo esencial de un hogar: la chimenea, la cocina, el baño, el garaje y dos cuartos. Muy rápidamente instalaron una hamaca de plástico para jugar en el jardín y una pileta de lona en el verano. También tenían una mesa de plástico para comer afuera. La hija más grande tenía mi edad y fui varias veces a jugar a su casa y ella a la mía. Más allá de este vínculo entre nosotras, se notaba una convivencia pacífica entre las dos familias que, a pesar de compartir charlas de buenos vecinos, en general se ignoraban bastante.
Entre las dos casas construyeron un muro de cipreses que permitía tener un poco de intimidad. Más que nada, nuestra intimidad. La de ellos no estaba tan respetada porque bastaba con salir al balcón del living o mirar por la ventana del tercer piso para ver todo lo que ocurría detrás de los árboles, en esa casa, pedacito nuestro vendido a otra familia.
La tragedia de ellos, igual, no la vimos venir y nos enteramos por los chusmeríos de la vecina de enfrente, que sí tenía vista directa sobre la puerta de entrada de todas las casas del barrio. Ella fue la que nos contó que el marido de la vecina había querido matar al amante de su mujer y se había equivocado de persona. Lo habían detenido y llevado a la cárcel, donde se suicidó. Todo eso sucedió en menos de cuarenta y ocho horas. Una tragedia express. Su mujer se acomodó de su ausencia poniéndose de novia, poco tiempo después, con el hermano gemelo de su marido.
No es fácil vivir en una casa donde murieron dos familias antes que la tuya, y el suicidio del vecino que compró un pedacito de nuestro jardín para construir su casa me terminó de convencer de la maldición sobre ese lugar. Sentía que estábamos rodeados de muertes. Me daba miedo que también nos pasara una tragedia por encima y por eso durante muchos años odié esa casa. Entendía que mis padres se habían mudado ahí porque querían algo lindo y mucho más grande que lo que teníamos en los monoblocks –los monoblocks franceses son una miseria– pero yo prefería nuestra vida chiquita en la miseria.
Antes de mudarnos ahí, habían visitado también otra casa hermosa y gigante, pero habían desistido de comprarla porque la ventana de la cocina daba directamente al cementerio del pueblo. Con el tiempo, pensé mejor las cosas y me di cuenta de que mis padres habían comprado esa casa porque les tenían miedo a las tumbas pero no a los fantasmas.

2. Los fantasmas I

Para explicar por qué mis papás no les tenían miedo a los fantasmas tengo que contar algunas cosas del contexto, empezando por mi padre. Mi padre quiso hacer la revolución. Mi padre quiso hacer la revolución. Sí, mi padre quiso hacer la revolución. A veces pienso que debe ser un chiste. Y a veces me doy cuenta de que no es gracioso.
Mi papá quiso hacer la revolución de verdad, morir para cambiar el mundo, construir un mundo más justo para todos. Más de grande, fui reconstruyendo la historia. Es así: él se llama Juan, nació en Argentina. De chico iba a un colegio católico dirigido por unos curas irlandeses y ahí fue cuando empezó a nutrirse de ideas revolucionarias. Al principio se unió a un grupo de revolucionarios judíos, cuyo nombre nunca supe. Luego se unió a un grupo llamado Movimiento Revolucionario del 17 de octubre, una agrupación según él “aficionada al Che Guevara más que a Perón”. En este grupo, era el encargado de la “comunicación”: pintaba paredes y escribía en un diario. Una vez lo llevaron preso por haber pintado una pared con un eslogan contra Lanusse y mi mamá lo fue a buscar a la comisaría. Él en esa época estudiaba medicina acá en Argentina, en la facultad que está cerca de Pueyrredón y Córdoba. Con el tiempo, me contó que conocía a gente que a su vez habían conocido al Che Guevara y hacían reuniones secretas en los sótanos de la facultad. Esa facultad es una facultad revolucionaria. A medida que avanzaba con su militancia, mi papá decidió dejar de estudiar medicina y empezó a trabajar en una fábrica para hacer concientización social. Eso hacía mi papá cuando lo detuvieron: comunicaba con los obreros diciéndoles que tenían que hacer respetar sus derechos y unirse a la lucha guevarista revolucionaria argentina, latinoamericana, universal del reino del Che. Esta es la revolución que hacía mi papá.
A pesar de todo esto, en mi familia nunca se habló de Ernesto Che Guevara. Yo lo descubrí cuando tenía catorce años porque mi cantante favorito francés, Renaud, había hecho una canción sobre él. Fue en un concierto de Renaud que me compré una remera con la cara del Che. No me la quería sacar nunca. En el colegio –católico– donde estudiaba, ya me habían pedido que no la usara más porque era provocadora, pero al poco tiempo sumé la boina con la estrella roja e hice la muestra de fin de año de piano vestida así. En mi casa nadie me dijo nada. Así que mi primer vínculo con el Che no fue por mi papá sino por una remera negra. Después la cambié por la remera de Kurt Cobain y luego por minifaldas y margaritas en el pelo. Toda mi vestimenta tenía que molestar a mis profesores. Pero la verdad es que lo que más les molestaba, en ese colegio, era mi apellido judío: Zartoriusky. Llevaba ese apellido todos los días a un colegio católico y vivía en un suburbio lleno de árabes. Eso es vivir en Francia.

3. Los fantasmas II

Mi mamá tampoco les tenía miedo a los fantasmas. Me costó entender por qué. Ella no quería hacer la revolución porque no venía de una familia burguesa como mi papá.
Mi mamá se llama María, creció en San Francisco Solano, en una casita muy humilde con las paredes de tierra y sin pintura. Tenía un loro que se llamaba Pedrito. Un día mi abuela abrió violentamente la puerta de la cocina y aplastó a Pedrito contra la pared. María lloró mucho la muerte del loro y su mamá no le pidió disculpas por haber matado a su mascota. La mujer que no pidió disculpas es mi abuela Rosita. Ella era descendiente de indígenas. Tenía la nariz chata, ojos en almendra, piel oscura.
Los genes indígenas de Rosita venían de su bisabuelo paterno, pero para las cosas del trabajo, los genes de los colonos españoles fueron más fuertes: el papá de Rosita era policía, en una provincia del noreste del país. A los quince años, la mandaron a la Capital a estudiar para ser monja. Un día fueron con su coro de monjas a cantar en el Parque Lezama y ahí conoció a mi abuelo Luis.
Mi abuelo Luis era yugoslavo. Vino a la Argentina a visitar a un primo a los 14 años con la esperanza de juntar un poco de plata, pero quedó atrapado acá porque en su país empezó la Segunda Guerra Mundial. Entre Argentina y la guerra eligió una tercera posición: el trabajo. Acá fue obrero en una fábrica y era conocido por ser un dibujante talentoso. Luis era colorado, alto, con muchas pecas, y hablaba el castellano con un acento extranjero. Además, era militante comunista. Estaba en pleno acto comunista en el Parque Lezama cuando conoció a Rosita y ella dejó a Jesús por él. Y él dejo a Yugoslavia para quedarse en Argentina con ella. Los burgueses nunca dejan nada. Mis abuelos, en cambio, dejaron a Dios y la Patria para quedarse juntos.
Mi madre fue la única hija sobreviviente de este matrimonio, ya que se cuenta que tuvo una hermana mayor que falleció en el parto. Ahí aparecen los fantasmas. Mi abuela quedó muy traumada por esa pérdida. Además estaba convencida de que su primera hija no había muerto al nacer sino que se la habían robado, porque nunca le habían dejado ver su cadáver y todos sabemos que a los hijos de los pobres, cuando nacen rubios, se los roban. Cuando nació mi mamá, mi abuela Rosita no la quiso ver y no quiso ocuparse de ella. La dejó los tres primeros meses al cuidado de su hermana. Rosita le decía a mi mamá que su parto había sido horrible, que casi se había quedado paralizada y que por eso no podía ocuparse de ella. Después Rosita se reconcilió un poco con la maternidad.
Mi madre creció en San Francisco Solano, en la misma casa hasta que se casó. Su padre había transformado el jardín en un vivero lleno de plantas de todo tipo, que cuidaba con un amor, una dedicación y un compromiso que generaban la envidia de los otros jardines de la cuadra. En secreto, todas las noches, Luis hablaba en serbocroata con esas flores, a las que les daba el nombre de su país, “Yugoslavia”.
A Luis no lo conocí pero creo que nos habríamos llevado bien. Se murió el día en que nací, un día en que mamá se puso muy feliz y muy triste a la vez.
En casa se hablaba mucho de él y de Yugoslavia. Cuando nosotros vivíamos en la casa-suicida quisimos conocer su tierra natal. Fuimos en auto. Los cuatro hijos atrás y papá y mamá adelante. Papá se dejó crecer la barba en esas vacaciones. Hay una foto de él sobre un banco con mi hermana más chica, que tenía apenas dos años. Parece un padre prófugo con su hija.
La familia de mi abuelo vivía en una ciudad llamada Split, que según mis padres no tiene nada que ver con el postre banana split. Otros familiares de Luis y primos de mi mamá vivían en Dubrovnik. Todo eso queda en el borde del mar Adriático. Mi madre tenía tres primos y pasamos todo el verano con ellos y su familia. Fue la primera vez que pasé todo el verano en malla, en el mar, horas acostada en el piso de la casa del primo de mamá, jugando con una melódica y mirando el cielo sin nubes.
Mi madre había comprado un diccionario serbocroata y se manejaba bastante bien con el idioma. Su primo Iván fue el que más ayudó en la organización del viaje. Con su mujer nos alquilaban un departamento en Split y nos acompañaban a todos lados. Tenían dos hijos: Catalina y Gaitán. Jugábamos mucho a las escondidas y a la mancha sin que nos molestara no tener un idioma en común para hablar entre nosotros.
Para la mujer de Iván, todo era “Neima problema”. Repetía eso quince veces por día. Pero en la realidad, todo era un problema. Por ejemplo, comprar carne era un problema porque salía muy caro. El precio de la carne en Europa es el indicador del nivel de problemas políticos y económicos de cada país. Si la carne es muy barata, entonces “neima problema”. Pero no era el caso de Yugoslavia para esa época.
Los tres primos de mi madre también representaban un buen indicador del nivel de problemas políticos del país. Uno de ellos era muy de extrema derecha y nos quedamos a dormir sólo una noche en su casa. Reivindicaba que los nazis habían construido las mejores autopistas y los mejores campos de concentración de Europa. Como buen judío, mi padre no quiso volver a verlo nunca más, se pelearon y volvimos a la casa de Iván.
Dos años después de ese viaje estalló la guerra en Yugoslavia y mi casa del medio de la nada se convirtió en un refugio para ex yugoslavos. Me acuerdo particularmente de una señora grande llamada Ludmila. Era de Macedonia y cocinaba medialunas muy ricas. También me acuerdo de la pareja de amigos de mis papás, que eran de Serbia, y de nuestros vecinos que eran de Bosnia. De repente Francia y los monoblocks se llenaron de ex yugoslavos huyendo de la guerra. La misma que llegó a casa y nos distanció de la pareja de amigos de Serbia para siempre, porque se decía que los serbios eran los más malos en este conflicto. Iván fue el único que no pudo venir porque lo alcanzó un bombardeo antes que nosotros a él.
Durante mucho tiempo nos había quedado la duda del porqué de la presencia de mi abuelo en Argentina y la guerra en Yugoslavia nos reabrió esa incertidumbre. ¿Era verdad que había llegado antes de la Segunda Guerra Mundial o era un nazi de Croacia que se había escapado? Siempre llega un momento en que uno empieza a sospechar de algún engaño en la historia familiar. Acá hubo varios.
Primero, 1978. Fue el año en que Luis se fue a vivir a Francia con Rosita, para estar con mi mamá, hija única y única sobreviviente de ese matrimonio. Fue su exilio de la dictadura argentina lo que le permitió volver por primera vez a su país, Yugoslavia, pero no lo dejaron entrar. Un problema de pasaporte, dijeron en la frontera.
Segundo, 1993. Después del viaje a Yugoslavia, cuando ya había estallado la guerra, mis padres dieron a leer muchos papeles de mi abuelo a otros yugoslavos de los monoblocks. Uno de ellos vino un día a hablar con mi padre y le dijo que mi abuelo seguramente había sido un hijo de puta croata, nazi y colaborador durante la Segunda Guerra Mundial, y que por eso se había ido a Argentina. Mi padre no lo podía creer. No era muy revolucionario haberse casado con la hija de un nazi yugoslavo. Además eso demostraba su falta de instinto para desenmascarar infiltrados.
Mi madre también dudó de quién era hija. Mi abuelo no parecía nazi, había sido muy buen padre. Le gustaba un poco tomar vino, pero eso no es un crimen. Era muy trabajador y no sólo en la fábrica. Él cuidaba mucho la casa de San Francisco Solano. En todas las fotos se lo ve haciendo remodelaciones o cuidando las plantas. Tenía un perro ovejero alemán al que trataba como a un amigo. En el fondo de la casa, había fabricado una pequeña cabaña de chapa para que estuviera siempre a cuidado de la intemperie.
Muchos años más tarde encontramos un papel que corroboraba la fecha de llegada de mi abuelo a la Argentina. No me acuerdo qué papel era pero mi padre se quedó más tranquilo. El abuelo era sólo un hombre que no había podido volver nunca a su país. Papá sólo se había casado con la hija no judía de un obrero de la provincia y ya con eso era suficiente para romper con los mandatos familiares.
La guerra estuvo siempre muy presente en mi infancia, empezando por todos los libros que teníamos que leer sobre la Segunda Guerra Mundial para el colegio. Luego, cuando estalló la guerra del Golfo en los noventa, de la que Francia participó, yo tenía diez años y pensaba que iban a bombardear la casa. Alargué un poco el periodo de los terrores nocturnos hasta hacerlo llegar a ese momento. Estaba segura de que Saddam Hussein quería bombardear las fábricas Peugeot que quedaban cerca. Por eso había elegido un país de refugio, Australia, del cual no se hablaba nunca en el noticiero de la noche y por lo tanto debía ser un país muy tranquilo. Al contrario, Francia es un país que entra en guerra seguido.

4. La primera cita

Busqué mucho, pero no encontré nada en el relato de la primera cita entre mis padres que permitiera prever el drama que vino después.
Mi abuela Rosita era encargada de limpiar el consultorio médico de un cardiólogo acá en Capital. Mi mamá para esa época sufría de taquicardia. A lo mejor era por estrés, por cansancio, ya que empezaba a estudiar una carrera difícil como la de ser partera. Pero también podía ser una enfermedad grave. Para sacarse la ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. Epígrafe
  5. Primera parte
  6. Segunda parte
  7. Tercera parte
  8. Sobre la autora
  9. Créditos