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Pandemia y capitalismo
En primer lugar, quiero señalar que la pandemia, esta radical catástrofe provocada por la Covid-19, permite la posibilidad de pensar la política más allá de su solución sanitaria y de los terribles estragos que está padeciendo gran parte de la población mundial. Resulta interesante conectar la pandemia con el modo de producción capitalista, pues la Covid-19 ha causado una gran crisis con la que, en principio, no se contaba después de la del 2008, alcanzando a prácticamente todo el mapa mundial, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Rusia o Japón, por nombrar algunos de los Estados «ricos» que no esperaban una crisis sanitaria de esta envergadura, además proveniente de China, una de las grandes potencias mundiales que también entra en juego en el tablero de la salida de la crisis. En el mundo occidental «democrático» se repite una y otra vez que «de ésta vamos a salir», paradójicamente siguiendo el ejemplo de lo realizado por un estado «totalitario», que es la manera como se suele señalar a China. Una resolución sanitaria que se conecta con la salida de la crisis económica y social que la pandemia ha causado.
Sin embargo, a mi juicio, como vengo sosteniendo a través de distintas publicaciones desde hace tiempo, el capitalismo no es sólo una economía, sino más bien una estructura acéfala que se reproduce ilimitadamente, una maquinaria que aún en los tiempos más críticos tiene capacidad de rehacerse. De tal modo que, aunque la pandemia no haya sido producida directamente por el movimiento del capitalismo, como se sostiene en algunas hipótesis, indirectamente este fenómeno aleatorio sí ha provocado «una nueva realidad», un primer eclipse serio del dominio y hegemonía, por ejemplo, de Estados Unidos, que al día de hoy es el primer Estado con mayor número de muertos y afectados, sin atisbo de que eso vaya a cambiar.
Lamentablemente, no comparto ese optimismo que viene desde distintos lugares, al pensar que de esta crisis saldrá algo mejor y que el capitalismo está tocado de forma nuclear. Optimismo y pesimismo nunca me han resultado las posiciones pertinentes para asumir lo que en la realidad acontece; al contrario, creo que el capitalismo ha mostrado ya, y lo puede volver a hacer, que es capaz de rearmarse y seguir su movimiento sin fin, a no ser que países emergentes reinventen una posible vía de emancipación, que conlleve una «radicalización de la democracia» frente a las derivas neofascistas tan activas en estos momentos por todo el mundo. Es decir, puede ser, como dice la conocida cita de Jameson, que sea más fácil pensar en el fin del mundo que en el fin del capitalismo, pues no creo que se produzca ningún colapso cuando se controle la pandemia; de hecho, la mayoría de los gobiernos de países occidentales quieren salir de la crisis sanitaria, no como dicen por salvar vidas, sino para salvar al propio capitalismo (FMI, Fondo europeo, grandes financieras, bancos, etc.), y que la maquinaria siga funcionando, una vez más, aunque sea generando mayor pobreza e injusticia social.
Todo eso provoca «extrañeza» ante la pandemia: el hecho de que finalmente suceda lo que se sabía que iba a ocurrir. Es una de las formas privilegiadas de lo que Freud llamaba lo Siniestro. Sucede lo que estaba esperado desde siempre que acontezca, como la muerte, y nada lo evita. Aunque suceda por primera vez es ya una repetición, como el despertar donde se desea volver al sueño, a la vigilia que nos permita dormir en nuestros espejismos diurnos. Lo que sucede nunca tendrá el derecho de volver a ingresar en el juego de la duda. De allí la coloración angustiante de la irreal realidad que se filtra. Pues lo que está sucediendo con este virus parece un déjà vu, una película más, de serie B, sobre desastres.
Lacan hace muchos años habló de la angustia de los científicos en La Tercera (Roma), e hizo en su día alusión a los bichos que iban a colarse por el borde de la puerta. No le veía otro destino a la ciencia que quedar superada por sus propias pulsiones. Ahora se tiene la certeza estúpida de que las cosas van sucediendo de modo previsible, como un argumento fatal y estereotipado, del que ni siquiera se puede dudar. He aquí otra definición de la angustia: eso de lo que ya no se podrá dudar. Porque lo real traumático se nos presenta como una certeza difícil de asumir, ha ingresado en nuestra realidad para llevarla fuera de quicio, a una mirada oblicua sobre las perspectivas iniciales.
Hasta ahora, el capitalismo mundial sólo se había encontrado con obstáculos internos, momentos críticos que emanaban de su propio movimiento. Cuando los movimientos populares estaban todavía bajo el paradigma revolucionario, se pensaba que esas crisis acompañadas de una praxis política conducirían al derrumbe del capitalismo. Más tarde, se supo que esos caminos de la revolución reconducían trágicamente a un retorno del capitalismo en una nueva forma política que llega hasta nuestros días. Y es ahora que la pandemia ha entrado en el tablero cuando el capitalismo se enfrenta a una nueva cuestión, a la idea de que se pueda aproximar una tormenta perfecta.
A continuación, se exponen los puntos que caracterizarían a esta tormenta perfecta:
1) Por primera vez en la historia, el capitalismo se encuentra con una catástrofe sanitaria mortal de escala global que desnuda sus ficciones constitutivas. No encuentra ningún organismo mundial ni pacto internacional ni acuerdo entre Estados que sea realmente eficaz para controlar y detener la pandemia.
2) No hay por ahora categorías políticas ni filosóficas para poder pensar cuál será el modo de habitar el mundo que vendrá. Y esto tanto en el orden más singular y existencial de los sujetos, como en los modos de comportamiento comunitario y el ordenamiento social. La pregunta que recorre esta cuestión es la siguiente: ¿hasta dónde la humanidad es capaz de aprender algo de las situaciones límites y traumáticas?, tema que en la historia de la humanidad siempre ha sido puesto en cuestión. Y eso que aprende el ser humano: ¿puede transmitirlo colectivamente o deja una huella permanente en la vida social?
3) La extensión serial de la muerte, el automatismo en la distribución de cadáveres le roba al sujeto finito la experiencia singular del «morir propio». Los efectos de esta situación son incalculables, porque si bien los confinamientos en las sociedades donde esto es posible tienen la apariencia de lo hogareño, no dejan de participar en un aura de reclusión y de metáfora bélica.
4) La humanidad simula librar una «guerra» contra el virus, mientras permanece en silencio la disputa o el antagonismo sobre quiénes pagarán las consecuencias del desastre. El argumento de que la humanidad se proveerá ella misma de los recursos económicos en una nueva lógica distributiva, sin que medie conflicto o antagonismo alguno, resulta por lo menos ingenuo o reposa en una idea de supervivencia religiosa de la especie humana que la historia, al menos por ahora, no ha confirmado. En este aspecto, habrá que volver a considerar qué eficacia simbólica posee aún el discurso de la religión. En estos diferentes puntos encontramos algunos de los argumentos que constituyen uno de los interrogantes del siglo xxi: ¿qué valor tiene la vida humana en una civilización construida desde el soporte competitivo (y de rendimiento), que en el neoliberalismo encuentra su máxima expresión y que se remonta a la modernidad?
5) La enfermedad como sospecha ha sido la inmediata consecuencia de haber metaforizado la pandemia en términos bélicos: dobles agentes, inmunizados que son infectados, contagios dobles y también figuras insólitas (por ejemplo, el sujeto infectado por el virus que incluye la enfermedad en su currículum), que se asemejan a personajes de una novela gótica del siglo xxi.
Por todo ello, considero que el espectro de la muerte promovido desde la pandemia puede inaugurar un nuevo debate sobre la igualdad. Porque el «para todos» de la muerte es absolutamente diferente a la radical pregunta: ¿qué modos tiene la Igualdad de acontecer?
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El declive de la autoridad simbólica
La época de los liderazgos excepcionales ha ido siendo lentamente corroída por la mundialización del capitalismo posfordista y financiero, porque los poderes internacionales han ido socavando permanentemente las autoridades simbólicas de los líderes políticos actuales, por muchos o brillantes que pudieran ser. Históricamente, hubo gobiernos fuertes con líderes a la cabeza como Lenin, Churchill, De Gaulle o Perón, por citar sólo a algunos, que mantenían las riendas de los procesos históricos y construían el sentido común de la nación. En cambio, ahora se da la paradoja de que, aun teniendo que recuperar el Estado, no aparece ningún tipo de liderazgo que pueda llevar adelante alguna clase de proyecto político; además, este liderazgo para la i...