Todo iba bien
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Todo iba bien

Breve ensayo sobre la tristeza, la nostalgia y la felicidad

  1. 188 páginas
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Todo iba bien

Breve ensayo sobre la tristeza, la nostalgia y la felicidad

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Todo iba bien, hasta que algo se torció. Entonces, el dolor. La negra noche. La inseguridad. El miedo. La ansiedad. Nos han enseñado a navegar pero nadie nos ha dicho cómo naufragar. No, no estamos preparados para la tristeza. Y no existen fórmulas mágicas para la felicidad.En este ensayo de "anti-autoayuda", el periodista y humorista Itxu Díaz sentencia sin ambages que no tenemos ni la obligación ni el derecho a ser felices, "ni siquiera los que somos del Real Madrid". A su vez, nos incita a contemplar ese "algo" más grande, más valioso, que reside en nosotros y que nos impulsa a buscar el bien y la belleza.Con su mezcla habitual de erudición y de humor inesperado, Itxu nos desafía, con la ayuda de algunos referentes literarios, a que seamos honrados con nosotros mismos en los intentos de lidiar con el dolor y la tristeza del mundo, que inevitablemente forman parte de la vida. Un antídoto al caos vital contemporáneo que hará que mantengas una sonrisa página a página, que se irá dulcificando hasta transformarse en una serena melancolía con la que ahuyentar a los fantasmas que no te dejan dormir.COLECCIÓN: Nuevo Ensayo

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Información

Año
2021
ISBN
9788413393704
Edición
1
Categoría
Social Sciences
La conquista de la soledad
Cada vez me tomo más en serio mi oficio. Es un hecho que me preocupa. Antaño todavía podía escribir un obituario en el posavasos de una discoteca. Y hoy, ese extraño pudor, me empuja a buscar un entorno consonante entre el contenido y el continente, aunque como P. J. O’Rourke me mantengo fiel a la máxima de tratar de vivir tan lejos como puedo de las cosas sobre las que escribo. En el caso de O’Rourke tiene más sentido, si tenemos en cuenta que durante décadas fue reportero de guerra en Irak y en sitios donde, en general, la vida presenta algunos problemas.
Abordar ahora una reflexión fecunda sobre la soledad es una tarea que no quería desempeñar, como tantas otras veces, en medio del bullicio en el que suelo escribir. Con frecuencia, absorto, me encierro entre mis letras en cualquier café, sea o no literario, y el mundo exterior es una cantinela que adormece e inspira, como la ropa de colores chillones girando tercamente en una lavadora a los ojos de un borracho. Quizá por eso me he levantado con el firme propósito de viajar hoy al núcleo de la nada, cerca de donde los antiguos creían que terminaba el mundo, esa parte de Galicia que durante largo tiempo ha venido llamándose Finisterre, aunque desde hace décadas en todos los carteles figure en gallego, Fisterra.
La risa estridente de una gaviota. El viento de sal. La luz adormecida. Asomado al cercano cabo Touriñán, espero la puesta de sol septembrina, que en esta época es la última de toda la fachada atlántica de Europa. Aquí ven los europeos por última vez el sol. Y aquí, junto a la balconada natural de los acantilados sobre el Atlántico, nuestros antepasados creían ver el final de nuestro planeta, un abismo al misterio y la eternidad.
Por desgracia, los planes de la bohemia no siempre coinciden con los de la naturaleza. Al poco de llegar, ha empezado a llover sobre el faro de tal modo que mis pobres anotaciones del primer café se han diluido, como si estuviera prohibido tomar notas de este lugar, testigo de enigmas y muertes. Terco, he buscado refugio en el coche, y así he estado un buen rato bajo el aguacero y el viento, llenándose el coche de tristeza y salitre. Mi propósito de inspirarme contemplando el horizonte del viejo fin del mundo compite con la cortina densa de agua y sal que entorpece la visión más allá del salpicadero, y sopeso la posibilidad de emprenderla a golpes con el coche maldiciendo mi fortuna. Poco ha durado el acceso de ira. Poco he tardado en sentirme, una vez más, tan estúpido. ¿No quería yo penetrar en las nubes de soledad para descifrar sus códigos secretos? ¿No quería yo sentir el aislamiento, la congoja de un lugar solitario y crepuscular, la última puesta —imposible— de sol? ¿Hay algo más solitario que este coche extraviado y esas lunas picoteadas por la salada galerna?
A veces la ironía de la naturaleza te arranca el bloc y desarrolla pensamientos que, embotados al fondo de tus entendederas, no eras capaz de escupir. Entonces fluyen la tinta y la vida, como inspiradas por los espíritus. Y el mundo alrededor puede ser un sueño o una pesadilla. Sufriendo las andanadas del viento y con la lluvia azotando y moviendo el coche, viendo las olas romper en el acantilado y ascender en vertical como cohetes de espuma, es como he recordado que no hace tanto sufrí una pesadilla que antaño era recurrente: la de estar así y verme arrebatado, coche y todo, por un golpe de mar, allá en el confín de algún océano irritado. Imagino que tan solo he llegado hasta aquí persiguiendo la soledad y el drama de lo onírico.
Tiene el escritor insomne la ventaja de conocer muy bien los ojos mórbidos y aterradores de la noche, esa sensación de atravesar la madrugada en vela. Son mis propias notas las que me guían en estas páginas que escribo adormilado, ya en la penumbra de un escritorio que no hace tanto ha conocido días más felices y textos más alegres.
Traigo de Finisterre el recuerdo del temporal, los labios salados por el mar, el pelo ensortijado de un marinero y la humedad ablandándome los huesos. Y un montón de notas de tinta corrida por la lluvia.
Las horas del contrabando sentimental
La noche hoy es una fogata en medio del glaciar. Esta soledad no es como la del Faro de Touriñán. Esta soledad es menos ajena y misteriosa. El ejército de intranquilos en duermevela, a esta hora, achica el aislamiento de estas paredes. En la ciudad, hay vidas que no duermen salpicadas en ventanitas blancas. Son como la liga de los desesperados, de los ansiosos, de los emocionados. No todo el mundo pasa la noche en blanco por una desilusión, a veces es la ilusión lo que pellizca el sueño. Sea como sea, conozco a todos esos bucaneros de la última luz de las estrellas, los lobos solitarios de la añoranza, los repudiados por la normalidad circadiana.
Son las horas del contrabando sentimental. La noche es densa otra vez. Se acercan a la mensajería digital como almas en pena, dibujando la angustia de la soledad acechante. Los que antaño escudriñaban calor humano en los ingenuos chats de Terra, allá donde aún se ve la doblez del siglo XX, ahora ventanean en las galerías de las avenidas de las redes sociales y las conversaciones privadas con miles de kilómetros por medio.
En La soberana, novela escrita por Nina Berbérova en 1931, los hermanos Iván y Sasha reciben en París una carta de su madre, que los ha dejado ya mayores para irse con un novio estadounidense después de enviudar. La madre reprocha el silencio de Iván, que no parece muy conforme con el noviazgo y que ha prohibido a su hermano comunicarse con ella, y le recuerda que gracias a su huida está logrando algún dinero de su pareja para ellos; sin embargo la misiva a Iván transmite un hondo dolor: «¿Acaso soy tan criminal que no se puede mantener conmigo correspondencia? ¿Qué cosa tan terrible he hecho?».
Junto a las letras dedicadas a Iván, firma otras destinadas a Sasha en un tono más cercano. En ellas desvela el sentir de la pena de algunas madrugadas con gran precisión literaria: «¿Te acuerdas todavía de tu mamá?», pregunta, «ella te ama y llora por ti a cada momento, sobre todo por las noches, cuando la naturaleza enmudece y el alma se siente triste, muy triste por los recuerdos de la vida». Enmudece. Enmudecedor.
Esa elocuencia nocturna atraviesa la historia de la Humanidad. Si antaño eran las cartas, escritas a veces en la penumbra, bajo el flexo o la vela, tiempo atrás, y recuerdos amontonados en los párpados hinchados por el esfuerzo de los ojos, hoy son los mensajes entre teléfonos móviles los deudores de aquella majestuosa melancolía del anochecer.
Esas madrugadas caen los mensajes como los envías. Diestro y siniestro de tu agenda. A veces es lo de siempre. Surge el intercambio emocional. Relampaguea el anecdotario personal en dos pantallas huérfanas que resisten a la oscuridad de la noche en dos extremos de la ciudad. Parecen almas gemelas. Los dos acurrucados en sus respectivas camas, la luz apagada, el día saldado, silencio, sueño y sigilo en todo el edificio, y esa desafección sentimental con cobertura, prendida en situación de emergencia, que desliza los dedos sobre el teclado como si tuvieran vida propia.
Otras veces el campo de tu interior está propicio para conversar con cualquiera, ya sean desconocidos o extraños por inéditos o lejanos, y tal vez germine algo de una naturaleza imprevisible en la charla. Es el diálogo por excelencia. Las redes. El no diálogo. El soliloquio de dos sordos cruzando a tientas la madrugada. Morfina sentimental. Eficaz, a veces, insatisfactoria, otras tantas. Y es que no hay, sospecho, palabra alguna que, vertida a través de un aparato, pueda dar el calor de un abrazo, de una mano sobre otra, de la expresión riquísima de unos labios y unos ojos vivos, latentes, presentes, conversando.
La comunicación digital contemporánea es una tabla de salvación para los solitarios irredentos, es un consuelo tan irracional como el miedo para los temerosos, y es un espejismo social para los que quieren aplacar la epidemia de su soledad confiándolo todo a un teléfono móvil, sin pensar en la naturaleza real de las cosas y las situaciones. Es el síndrome del videojuego, esa sensación de que todo lo que ocurre a través de un aparato no es del todo cierto, no cuenta, no tiene consecuencias.
«No es que lo eche de menos. Es que no soporto alargar el brazo y notar el vacío en su lado de la cama». Me lo cuenta una amiga desde las procelosas aguas de una ruptura. He tenido que decirle algo que no ha resultado amable pero tampoco inexacto: «no le querías a él, lo que te pasa es que odias al hueco de la cama». No se ríe. Se acaba la conversación por hoy, parece. Y casi mejor. Porque he estado a punto de proponerle que se compre un oso gigante que vi hace un par de tardes en un escaparate de Chamberí. No habla, pero ocupa. Y lo puedes achuchar. El desarraigo y la orfandad son dos virus hoy.
Con todo, la entiendo. ¡Cómo no entenderla! Vivimos días de pánico a la soledad, que es una balsa de silencio cruzando un lago, te conquista con su calma y después se vuelve torbellino y te engulle, como si cayeras por un inmenso desagüe. Entonces, dando miles de vueltas sobre ti mismo, te encuentras, te ves. Estás ahí, estoy ahí. Ese del espejo soy yo. Y no hay mucho que hacer al respecto. No hay nadie más aquí. La soledad es un largo rato de ocio puro. Ajeno a toda distracción, entregado a la amarga retrospección. Sí, amarga, porque rara vez es bello el paisaje, incluso en esos momentos en los que todo parece estar en su lugar, sin grandes sobresaltos en la vida. No hay espacio para el aburrimiento. El interior, cuando experimenta al fin el silencio, nos enfrenta a preguntas difíciles. Algunas dan vértigo. Algunas dan miedo. Tal vez, la más espeluznante de todas: ¿qué estoy haciendo aquí? Con bastante intención lo cantó Sabina en el estribillo de una de las canciones de su maravilloso Lo niego todo. Él añadía: «¿de quién es esta vida?».
El último encuentro, novela del escritor húngaro Sándor Márai, relata la cita entre un viejo general de la Guardia imperial, en su castillo, con su mejor amigo, al que no ve desde hace 41 años, cuando se produjo su repentina huida a Extremo Oriente. Tiempo atrás fueron compañeros en la Academia Militar, y durante cuatro décadas envejecieron por separado. Se citan ahora con la intención de llevar a cabo una dura y mutua confesión sobre un poderoso secreto común, todo a la luz del recuerdo de una mujer. Ambos han pasado toda una vida esperando este momento. Ambos han experimentado la soledad, aunque sus vidas por separado han sido muy diferentes.
El general, que se mantuvo en su propiedad durante los últimos 41 años, que no recorrió el mundo ni conoció nuevas culturas, describe así su enfrentamiento con la nada: «La soledad es un estado muy peculiar», cuenta, «a veces se presenta como una selva, llena de peligros y de sorpresas. Conozco todas sus variantes. El aburrimiento que en vano intentas hacer desaparecer con la ayuda de un orden de vida organizado de manera artificial. Las crisis repentinas inesperadas».
En el personaje de Márai, todo es como un duelo interior. «Lo peor es cuando intentamos ahogar dentro de nosotros las emociones que la soledad ha generado en nuestra alma», dice, «vivir respetando un rito pagano y mundano… como un monje». Y se corrige al instante: «aunque los monjes lo tienen más fácil, porque tienen fe».
Los monjes, añado, tienen fe y silencio. Dos maravillosas extravagancias.
La experiencia del silencio
Lo que no es capaz de ver el general en el último encuentro es la razón por la que le ha venido la elocuente imagen del monje, ni de comprender por qué la rechaza, como si su angustia no tuviera nada que ver con la paz solitaria del religioso. La fe es la gran diferencia, por supuesto, porque es el sentido de una vida, la razón, pero el silencio es un medio lleno de riquez...

Índice

  1. Índice
  2. Preámbulo
  3. Introducción. descubrir la muerte
  4. No es obligatorio ser feliz
  5. Cuando el mundo maquilló el dolor
  6. La conquista de la soledad
  7. La llamada del dolor
  8. El crepúsculo de las familias
  9. Mordidos por la depresión
  10. Los amigos no son para siempre
  11. La pulsión viciada de la distancia
  12. La resaca de los placeres
  13. El hundimiento
  14. Dejad que los niños estén tristes
  15. Las tentaciones de Cioran
  16. Epílogo: Dios está aquí
  17. Ultílogo: el año sin primavera