Tercera parte Las crisis contemporáneas
En la introducción de este libro decíamos que estamos viviendo en una época muy convulsa. Mencionábamos algunas situaciones muy preocupantes que se dan en Asia, África, Oriente Medio, Estados Unidos, Rusia, Europa y, cómo no, en España.
Touraine (2014) señala que en la actualidad vivimos en un planeta dividido en tres mundos, cada uno de ellos con problemas muy acuciantes. En la parte occidental el capitalismo financiero ha destronado al capitalismo industrial y los Estados pierden poder frente a las corporaciones financieras, con el consiguiente colapso de las democracias liberales. Después, según este sociólogo, hay una segunda parte del mundo dominada por regímenes totalitarios: Rusia, China, Vietnam. Por último, hay otra parte, resultante de la descolonización, que está regida por dictadores —civiles o militares— nacionalistas autoritarios —con o sin carga religiosa—. Ninguna de estas partes, dice Touraine, sigue la lógica de la modernidad, es decir, la lógica de los derechos humanos, de la razón, de la ciencia, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad. Nosotros añadiremos que, además de los problemas políticos y económicos, que pueden variar según las diferentes regiones del orbe, hay un problema universal, que nos afecta a todos, que es el de la degradación de la biosfera.
Frente a todo ello somos conscientes que los acontecimientos que hay que analizar son muchos y muy variados, que nos falta perspectiva histórica para valorarlos en su justa medida y que sobre la realidad global se vierten miradas y lecturas de todo tipo. Habrá quien opine, con datos en la mano, que el mundo progresa ya que la situación ha mejorado de forma sustancial en las últimas décadas: hay menos guerras, menos hambre, menos tiranía, más educación, más sanidad, más solidaridad. A quienes se colocan bajo esta perspectiva de progreso no les faltan razones ni argumentos para defenderla. Nosotros, sin negar estas evidencias, no somos tan optimistas y no creemos que, de verdad, se progrese o se avance, sino que lo que sucede es que estamos cambiando (Talarn y Artola, 2007). Como los anteriores, también tenemos razones, argumentos y datos, para señalar que el mundo no progresa, sino que cambia.
Porque, aunque sea cierto que hay mejoras no lo es menos que, y no es retórica, cada día estamos más cerca del abismo planetario. En palabras de Castells:
Nuestras vidas titubean en el torbellino de múltiples crisis. Una crisis económica que se prolonga en precariedad laboral y salarios de pobreza. Un terrorismo fanático que fractura la convivencia […]. Una marcha aparentemente ineluctable hacia la inhabitabilidad de nuestro único hogar, la Tierra. Una amenaza permanente de recurrir a guerras atroces como forma de tratar los conflictos. Una violencia rampante contra las mujeres que osaron ser ellas mismas. Una galaxia de comunicación dominada por la mentira […]. Una sociedad sin privacidad […]. Una cultura, denominada entretenimiento […]. Pero aún hay una crisis más profunda, que tiene consecuencias devastadoras sobre la (in)capacidad de tratar las múltiples crisis que envenenan nuestras vidas: la ruptura de la relación entre gobernantes y gobernados.
Comentaremos esta trascendental crisis política en el próximo capítulo. Pero antes, deseamos subrayar que lo que sucede —a nuestro entender,— es que cambian, más que avanzan, las formas de todo: de las relaciones, de la política, del trabajo, de la economía, de la enseñanza y la crianza, de las comunicaciones, de la cultura. Pero también las de las guerras, la violencia, la injusticia, la crueldad y la maldad. Dudamos, en términos generales, que estemos ante los progresos reales, los definitivos, los verdaderamente importantes, que son, bajo nuestro prisma, los progresos morales. Progresos que puedan modificar el carácter y el rostro esencial de la humanidad y de lo humano. El cambio de ciertas conductas es, por supuesto, bienvenido, pero podríamos aspirar a algo más, o eso nos gustaría creer.
Sabemos, como nos recordó Zimbardo en la tertulia del capítulo 4, que no es fácil hablar de progreso moral a nivel colectivo, porque, obviamente, no se puede considerar a la humanidad como un ente único y uniforme. También entendemos que algunos vectores actitudinales nos permiten valorar si hay progreso moral en una determinada sociedad. Para constatar, o no, dicho progreso, hay que observar en esa sociedad lo siguiente:
- Cómo trata a los más desfavorecidos, a los débiles, a los enfermos, a los ancianos.
- Cómo se relaciona con sus enemigos o rivales.
- Cómo emplea sus recursos y cómo los distribuye entre la población.
- Cómo de sensible se muestra ante el sufrimiento y el dolor, físico y mental de sus miembros.
- Cómo respeta el valor intrínseco de las personas, su dignidad y libertad.
- Cómo se ajusta a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
- Qué hace a favor de la biosfera y la protección del medioambiente.
En este sentido, es evidente que hay sociedades que han progresado más que otras. Sus dispositivos de poder son más justos, más democráticos, y están más atentos a las necesidades de sus gentes. Pero, aun así, en realidad, ¿de cuántos de los 194 estados del mundo podríamos afirmar que aprueban —con nota, porque en estas materias hay que ser ambicioso— los puntos antes mencionados?
No debemos olvidar que muchos estados, no solo los más pobres, inestables o autoritarios, sino también algunos democráticos, ejercen su poder de un modo desalmado, como vemos en diversas situaciones:
- Son estrictos y severos con sus gentes de a pie —no con la élites—, cuando estas tienen problemas de tipo económico, como sucede, por ejemplo, en los desahucios.
- Son crueles con los inmigrantes y refugiados —como vemos en la actualidad con los desplazados de zonas como Oriente Medio o África— y exiguos en solidaridad internacional.
- Aplican las leyes de modo patriarcal o racista.
- Aplican la pena de muerte y la tortura.
- Someten a sus ciudadanos a la disciplina económica de organismos internacionales no democráticos, lo que comporta privatizaciones de sectores estratégicos públicos y recortes en la educación, la investigación, la cultura, la sanidad y en las prestaciones sociales.
- Permiten una distribución injusta de los recursos que provoca un incremento de las desigualdades sociales y de oportunidades.
- Fomentan la militarización de la sociedad y un aumento del gasto armamentístico sin precedentes.
Con todo lo dicho, se comprenderá que no estemos en la opción que sugiere que la situación del mundo progresa lenta pero adecuadamente y que, pese a todo, vamos por el buen camino. Qué duda cabe que otros tiempos han sido peores, pero no es esto de lo que se trata, ya que no podemos conformamos con el actual statu quo, si empleamos el concepto de progreso como nosotros lo hacemos. Una crítica severa se nos antoja más necesaria que nunca, puesto que los avances sociales son utilizados, en muchas ocasiones, como excusa para obviar o silenciar aspectos estructurales muy malignos, aparentemente silentes para la mayoría, pero clamorosos en la destrucción por el daño que producen. Como señala Di Cesare:
Ha dejado de ser éticamente lícito y políticamente admisible seguir interpretando dicha historia (la de la destructividad) conforme al vector del progreso.
Bauman y Donskis (2016) se apuntan a nuestra hipótesis —no hemos progresado, solo cambiamos— cuando sugieren, al analizar la destructividad actual, que estamos en la época de la «maldad líquida», en contraste con la sólida de antaño. Para estos autores este tipo de maldad es, si cabe, más perniciosa que la anterior, ya que pasa desapercibida, está oculta y es dispersa. Ejecutada desde los «poderes blandos» y no desde los poderes centrales, esta maldad recluta voluntarios —y aquí coinciden con Huxley (1932) y con Han (2013)—, mediante la seducción, al presentarse como liberadora, tecnocrática, democrática e ideológicamente neutral. Por supuesto, el punto de apoyo de esta tesis es la crítica del sistema neoliberal actual y su letanía más conocida la llamada TINA [There is no alternative - No hay alternativa]. Bajo la promesa de la autorenovación, del consumo, de los derechos individuales, de la igualdad de oportunidades y todo tipo de consignas prometedoras, los estados y las grandes compañías nos vigilan, nos inyectan el miedo y aniquilan nuestra privacidad. La propaganda, siguen estos autores, es el lavado de cerebro de la actualidad. Maldad enorme que, en lugar de introducir una nueva lógica en nuestra mente, como se hacía antes, trata de crear un yermo vacío de pensamiento, de crítica y de alternativas. No podemos estar más de acuerdo. Sin embargo, discrepamos con estos dos autores cuando consideran que la maldad líquida ha sustituido a la sólida. Para nosotros esto no es así y creemos que ambas coexisten en la actualidad. La novedad estriba en la fluidez de la maldad actual, sin duda, pero novedad no implica recambio o sustitución de lo anterior. La tortura, los genocidios, el terrorismo de Estado, el especismo, las nuevas guerras y el patriarcado siguen estando ahí, con su solidez habitual.
Empezaremos esta tercera parte de nuestro texto adentrándonos en el terreno del liberalismo y su deforme vástago: el neoliberalismo vigente. La propuesta original de Adam Smith ya consideraba lo inevitable de la desigualdad social para el buen funcionamiento de la economía de la sociedad; una idea según la cual el bienestar de muchos justificaría el padecimiento de algunos. En la actualidad, no obstante, los términos de este proyecto parecen invertidos y el sistema económico mundial contemporáneo se articula en base al sufrimiento de muchos para el beneficio de unos pocos. Nos preguntaremos, entre otras cosas, si el capitalismo hipermoderno se ha convertido en una especie de totalitarismo invisible que, como los totalitarismos precedentes, aplana la sociedad, se considera indiscutible, adoctrina, emplea la propaganda, se autojustifica y causa millones de víctimas inocentes. Una forma de maldad, esta sí liquida del todo, peligrosa en extremo.
En el capítulo 12 reflexionaremos sobre la guerra, una de las mayores lacras de la humanidad. Lo haremos desde una perspectiva contemporánea, no clásica, por así decirlo, en la medida en que las nuevas guerras (Kaldor, 1999) se imponen como la forma de conflicto bélico mas preeminente en la actualidad. Aunque la guerra en sí misma, no es producto de ideología alguna, a no ser que entendamos por tal al militarismo, no podíamos dejar de consignarla en nuestro texto, en la medida en la que es causante y/o facilitadora de grandes males, como ya hemos visto en los capítulos anteriores
El capítulo 13 se ocupará de los terrorismos políticos, es decir, de aquellos que llevan al extremo la defensa apasionada, pero ciega, desmedida y monomaníaca de una idea, causa, teoría, cultura, estilo de vida, creencia o lo que sea que se estime ...