PARTE II
FEMINISMO DE DEBAJO DE UN TOBOGÁN
Un poco de realismo, por favor
El que guste de leer sobre consejos prácticos, como congelar sopitas, o el que prefiera (o más bien la que prefiera) piezas líricas sobre pequeñas y tiernas manitas no tiene de qué preocuparse. La prensa femenina está llena de todo eso. Y todo es cierto. Las manitas son pequeñas y tiernas y dulces. Lo de las sopitas también es verdad, las congelas y descongelas de manera rotativa y te conviertes en la diosa de las sopitas. Pero esta es solo una parte de la realidad. La más fácil de asimilar y la que más vende.
Mi hijito se despertaba constantemente por las noches y nosotros andábamos tan privados de sueño que a veces chocábamos con las paredes. En casa reinaba el caos. Los asuntos profesionales fueron relegados a cuarto o quinto plano con la esperanza ilusoria de que aguantaran por sí solos unos meses (no aguantaron). La vida social cayó en el olvido con la esperanza de que algún día se acordara de nosotros (aún no se ha acordado). ¿Cine? ¿Teatro? Olvidaos. Las noches se llenaron de incontables coladas y dejamos de planchar porque nos parecía un indicio de fanatismo.
Apenas tenía tiempo para leer y en aquellos momentos me apetecía una sola cosa: realismo. Y un poco de solidaridad femenina. Una voz que confirmara mi intuición de que no solo me pasaba a mí. Que no solo yo entro en pánico cuando mi hijo se pone rojo y se echa a llorar desconsoladamente (ya lo he cambiado, le he dado de comer, le he dado de beber, lo he mecido en brazos, pero para estar segura lo vuelvo a cambiar, le doy de comer, le doy a beber, lo mezo en brazos. Nada. ¿Serán los dientes? ¿La tripa? ¿El dolor existencial?).
Había leído libros sobre el tema, por supuesto. Pero en ellos reina el insoportable discurso sobre el ingenio femenino. Y a mí me gustaría saber que no soy la única que tiene que lidiar con la falta de tiempo y fuerzas porque «estar en casa con el crío» requiere una movilización y un esfuerzo sobrehumanos, y, sobre todo, lidiar con la sensación de culpa y vergüenza. Que no solo yo me siento perdida entre sopitas, infusiones, mantitas, mordedores, incontables peleles y pololos, ositos y patitos que me traen primas, amigas y vecinas.
Sospecho que el mundo está lleno de platos por fregar (ya lo haré, ahora toca la papilla. ¡Joder, se ha apagado el calentador!), de ropa por tender (¿por qué no lo puede hacer él? ¡Ostras, ya no quedan petos limpios!), de chupetes perdidos y mujeres desorientadas y cansadas. Sospecho que en las casas de los demás era igual pero nunca me atreví a preguntar porque las madres que veía en los parques parecían sorprendentemente apañadas. Transmitían calma y bienestar maternal. Olían a aceite para bebés. A veces incluso (lo que más me horrorizaba) a perfume. ¿Cómo lo hacen? ¿De dónde sacan fuerzas?
Yo a los columpios llegaba jadeante, sin desayunar, orgullosa de haber salido de casa. Es muy fácil decir: venga, sal. Sin soltar al niño de los brazos, recoge lo imprescindible para el paseo (el chupete, el zumito, el juguete, los pañales, las llaves, Dios, ¿¡dónde están mis llaves!?), cálzate y abrígate (al niño le entra hipo), vístelo, ponle crema y súbelo al carrito. Y ahora prepárate para un giro inesperado causado por la caca (sacar al niño, desvestirlo, cambiarlo, mecerlo, vestirlo y ponerlo de vuelta en el cochecito). Falta el perro (¿dónde está la correa?). Y ya puedes salir.
A los paseos matutinos llegaba con dos horas de retraso. Me lo hacía saber una morena sonriente con la que muchas veces me cruzaba de camino. Ella volvía del parque con sus tres hijos arreglados y bien educados (uno en el cochecito, uno en el portabebés y el otro caminando al lado del carrito) y me saludaba con una sonrisa amable y un poco irónica (creo). Yo le sonreía a medias, intentado salvar lo que me quedaba de dignidad. En aquel momento ya llevaba al pequeño en brazos, empujando con un pie el cochecito al que iba atado el perro, con cara de ofendido. Todos los intentos de colocar al niño en el carrito acababan en llanto.
La primera frase sobre madres primerizas que olía a realismo la leí hace muy poco. Una lectora algo mayor escribía a una revista para mujeres recordando esa etapa como un periodo de tremendo cansancio interrumpido por momentos de felicidad absoluta. Era algo así solo que dicho de mejor manera. Siento no haberme guardado esa carta, pero no tenía ni tiempo ni fuerzas para hacerlo.
¿Qué pasa con la autonomía?
Durante años había oído que el feminismo se lleva mal con las madres, que menosprecia sus méritos, que las ignora. Que describe la maternidad como una catástrofe, mientras la mayoría de mujeres la perciben como su realización. Yo, como feminista sin críos, aguantaba esos reproches con irritación, pero también con cierta humildad. Porque de eso, de alguna manera, se trataba: de despegar a las mujeres de la maternidad. De ensanchar su horizonte vital. De dejarles elegir. De dar voz a la parte dolorosa y oscura de ser madre. Y de crear un espacio público para no tener hijos. Para la decisión de no tener hijos, sin estigma, sin condescendencia y desprecio mal enmascarados.
Así versa la letanía feminista: discriminación, falta de plazas en guarderías y en preescolar, falta de protección a las madres en el mercado laboral. Ausencia e invisibilidad de los padres. ¿No es verdad? Claro, que sí. Pero no es toda la verdad.
Todas las madres de niños pequeños que conozco han perdido su independencia. Algunas lo llevan mejor, otras peor. Conozco a madres que se defienden, que luchan por su tiempo y su porción de espacio. Y a otras que con placer se sumergen en ese mundo de mantitas, juguetes y papillas, y convierten sin ninguna pena su propia habitación en un cuarto infantil. La maternidad pone patas arriba la vida de unas y de otras. Devora su autonomía. Y no estoy nada segura de que el feminismo que conozco tenga el remedio. Y aunque lo tuviera, ¿es el remedio que nosotras queremos?
Pongamos que la siesta dura una hora y que la persona-madre ha pensado leer un rato a Kant, o a Mankell, aunque sea. Pero resulta que hay que guardar la ropa lavada. Es un imperativo categórico. La persona-madre con ganas subiría escalones en su carrera profesional. Está motivada, tiene niñera, cada minuto de su agenda está planificado. Pero resulta que justo hoy la niñera tiene que salir a las 16:15h porque tiene vida propia y una niñera que también acaba a las 17h. Y aunque la persona-madre tenga una reunión del consejo por asuntos de suma importancia, de repente todo se vuelve irrelevante.
La parte práctica es bastante llevable, sobre todo si, en el conjunto, con el crío va incluido el padre. Pero está también la parte emocional. Los niños tienen necesidades constantes, necesitan sobre todo nuestra presencia consciente. La exigen continuamente. No lo hacen en nombre de una ideología patriarcal, sino ¿cómo decirlo? porque son así. Con dos años necesitas tener muy cerca a alguien querido, normalmente, a tu madre. Con dos años, piensas en la autonomía cuando Zosia, la vecina, que tiene tres años y un coche rojo no te lo quiere dejar (¡Mamáaa! ¡Me lo ha robado!). A los ojos del niño la madre no es un ser independiente sino un recurso natural.
¿Y esto qué nos provoca? Aquí empieza todo el escándalo. Porque nos dejamos llevar. Tal vez sea cuestión de decibelios. Ante los gritos de un crío todo lo demás se vuelve irrelevante. El tiempo para ti misma se limita a una ducha. Cambias a tus amigas de charlas intelectuales por las que tienen hijos de la misma edad que los tuyos y viven, como mucho, a diez minutos de tu casa. La autonomía la cuelgas en un perchero y subes a pedirle a Zosia que os preste el coche rojo.
La yo de antes le diría a la yo de ahora que tiene la cabeza llena de ideas patriarcales, que todo eso no es más que propaganda conservadora. Me acusaría de ser una idiota insulsa y de padecer una atrofia cerebral ocasionada por la maternidad. Sería algo como «muy bien, tía, has leído libros sobre la crianza con apego, ¿pero no es eso precisamente lo que quiere el patriarcado? El objetivo final de ese discurso es encerrar a las mujeres en casa con la excusa de que lo que nuestros hijos necesitan es nuestra presencia constante. Lees eso y vas armando en tu interior un sentimiento de culpa que asoma cada vez que intentas salir de casa. Dentro de poco te convertirás en el “ángel de la casa” del que hablaba irónicamente Virginia Woolf. ¿Recuerdas? Antes escribías sabios libros sobre el tema…». Y yo oigo todo eso y me siento algo incómoda, pero al final me respondo que hay algo que sí ha cambiado. El ángel es un ángel, pero la persona y la madre, o incluso la persona, la madre y la feminista no son seres diferentes. Mi hijo realmente quiere que yo esté cerca y yo realmente quiero estar cerca de él. Quizá no todo el tiempo, pero más de lo que a ti te parece. Por eso no lamento cambiar a Kant por Dora, la exploradora. Y por otro libro para padres sobre la crianza con apego.
Dicen que cuando el niño cumple cuatro años la mujer recupera una parte de si misma. Otros mantienen que esa frontera mágica son los tres años. Sea como fuere, es mucho tiempo. Haría falta un feminismo capaz de describir el proceso: es difícil, pero a veces también precioso y sirve para algo. En un programa de mínimos en vez de exigir autonomía a las madres tal vez se podría conse...