Arrebatar la vida
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Arrebatar la vida

El suicidio en la Modernidad

  1. 528 páginas
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Arrebatar la vida

El suicidio en la Modernidad

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Durante muchos siglos el suicidio se consideró un pecado mortal o el indicio de una enfermedad mental. Esta visión cambia durante el siglo XX y surge una nueva cultura del morir.La muerte propia se considera cada más un "proyecto" que el mismo individuo tiene que diseñar y responsabilizarse de él. Quien se quita la vida no solo pretende acabar con ella, sino que también quiere asumirla y darle un nuevo sentido.En este libro, Thomas Macho explica la polifacética historia del suicidio en la Modernidad y describe cómo el valor de la muerte voluntaria ha ido cambiando en los campos culturales más diversos: en la política (como acto de protesta y como atentado), en el derecho (con la despenalización del suicidio) y en la medicina (con la eutanasia), así como en la filosofía, en el arte y en los medios. El autor se remonta hasta las raíces culturales del suicidio, analiza periódicos, películas y obras de artes. Estudia casos reales y, sobre todo, muestra de qué modo los diversos motivos del suicidio se evocan entre sí. Su diagnóstico es que vivimos en una época cada vez más fascinada por el suicidio.

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Información

Año
2021
ISBN
9788425442919
Categoría
Psicología

1. ¿A quién pertenece mi vida?

La cosa más importante del mundo es saber ser para uno mismo.
MICHEL DE MONTAIGNE1

1

Albert Camus tenía 28 años cuando en 1942, en plena guerra mundial, publica dos de sus libros más importantes: la novela El extranjero y el ensayo filosófico El mito de Sísifo. El ensayo comienza con una frase programática: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».2 También El extranjero trata no solo del absurdo asesinato de un árabe y de una ejecución igual de absurda, sino en cierto modo también del suicidio del héroe. Incluso Kamel Daoud, en su novela gemela y antitética Meursault, caso revisado, publicada en Argelia en 2013 y muy elogiada por la crítica, expresó esta misma sensación: «Mató, pero yo sabía que se trataba de su propio suicidio».3 Sin embargo, la alusión a la novela La caída (1956), por la que Camus recibió en 1957 el premio Nobel y que versa igualmente sobre un suicidio, solo aparece en el título de la traducción española. También en español hay un parentesco etimológico entre «caso» jurídico y «caída» como precipitación.
¿Por qué al comienzo del tratado sobre El mito de Sísifo se caracteriza el suicidio como «el único problema filosófico verdaderamente serio»? El propio Camus parafraseó rápidamente esta pregunta reformulándola en la otra cuestión de «si la vida vale o no vale la pena vivirla». Sin embargo, contra esta formulación del problema se puede objetar no solo que la percepción de la vida como «no digna de ser vivida» ha conducido ya bastantes veces en la historia a sentenciar la vida de otros hombres —por ejemplo en los programas de eutanasia durante el nacionalsocialismo—, sino también que esta percepción no tiene por qué llevar forzosamente a la decisión de suicidarse. Es perfectamente posible negar el valor de la vida sin querer renunciar a ella. Y después de todo, Camus argumenta a favor de esta posibilidad, cuando en la última frase de su ensayo nos exhorta a imaginarnos a Sísifo como un hombre «dichoso».4 Incluso podríamos afirmar, coincidiendo supuestamente con Camus, que el mundo está poblado de hombres que no creen ni en un sentido y un valor superiores de la vida ni en la necesidad de elegir la salida del suicidio. Y a la inversa: algunos hombres deciden suicidarse, por ejemplo en forma de autosacrificio o de martirio, precisamente porque creen en un sentido y en un valor superiores de la vida.
Por eso, más lógica que la tesis de que el suicidio constituye «el único problema filosófico verdaderamente serio» porque se refiere a una decisión a favor o en contra del valor de la vida, parece la pregunta que se ha venido discutiendo acaloradamente desde la filosofía antigua, y que sigue discutiéndose en nuestros actuales debates sobre la eutanasia: ¿el suicidio está permitido o prohibido? Esa pregunta tiende a ocultarse tras aspectos terminológicos o de traducción: ¿debemos hablar de suicidio, de muerte voluntaria o de matarse a sí mismo? Hablar de matarse a sí mismo recuerda a la prohibición del decálogo de matar, y por eso se suele evitar en la bibliografía actual. Sin embargo, en su nueva traducción al alemán del tratado sobre El mito de Sísifo, Vincent von Wroblewsky ha traducido siempre suicide como Selbstmord, «matarse a sí mismo», supuestamente con toda razón. El propio Camus asociaba el suicidio con el asesinato, no solo en la novela El extranjero, sino también en los esbozos de esta obra que fueron escritos entre 1936 y 1938, pero que no se publicaron hasta 1971, más de diez años después de la muerte del autor, bajo el antiguo título provisional La muerte feliz. En esta primera versión de la novela, el protagonista, que aquí se llama Patrice Mersault, mata al rico Roland Zagreus, que va sentado en silla de ruedas desde que perdió ambas piernas en un accidente. Mersault logra que el asesinato por dinero pase por un suicidio, lo cual no le resulta difícil, ya que Zagreus guardaba su dinero en un estuche junto con una carta de despedida y un revólver, con el que jugueteaba de cuando en cuando para finalmente decidir siempre continuar viviendo.5 Por otro lado, su nombre remite a la mitología tracia: Zagreus era el hijo de Zeus y de Perséfone, y a menudo se lo representa como un niño pequeño con cabeza de toro. Por el contrario, y de forma aún más patente que en la versión de la novela publicada en 1942, Mersault viene a ser una reaparición de Rodion Raskolnikov.
¿El suicidio está permitido o prohibido? La «ley» de Ivan Karamázov, de la que «nunca renegará» —«todo está permitido»—,6 incluye explícitamente el suicidio. No en vano, Iván Karamázov dice varias veces durante su conversación con Aliosha que cuando tenga 30 años querrá arrojar la copa contra la pared y devolverle al creador el precio de la entrada al mundo. ¿Todo está permitido? El 10 de enero de 1917 el filósofo Ludwig Wittgenstein, mientras estaba en el frente oriental durante la Primera Guerra Mundial, escribe en su diario: «Si el suicidio está permitido, todo está entonces permitido».7 Se puede dar la vuelta a la frase sin problemas: solo si todo está permitido, entonces también lo está el suicidio. Esta postura ha marcado durante siglos la jurisprudencia. Solo tras el comienzo del nuevo milenio, el 3 de noviembre de 2006, el Tribunal Supremo Federal de Suiza declaró el suicidio un derecho humano en el sentido del artículo 8 de la Convención Europea de los Derechos Humanos. Todavía hasta 1961 el suicidio se consideraba delito, por ejemplo en el Reino Unido. Por eso un tribunal londinense condenó el 9 de diciembre de 1941 a la judía Irene Coffee, de 29 años, a ser ahorcada porque dos meses antes había tomado con su madre una sobredosis de somníferos para quitarse la vida. La madre murió, la hija sobrevivió y, según la ley vigente, fue acusada de matricidio. La condena a muerte fue conmutada en el último momento por cadena perpetua.8 En la emisión del 3 de agosto de 2011 del BBC News el periodista Gerry Holt recordaba otro caso de 1958:
La policía encontró a Lionel Henry Churchill con una herida de bala en la frente, junto al cadáver ya parcialmente corrompido de su esposa. Apenas cabe imaginarse lo emocionalmente exaltado que estaba. Había tratado de quitarse la vida en la cama de la vivienda común en Cheltenham, pero fracasó. Los médicos opinaban que el hombre de 59 años necesitaba tratamiento en una clínica psiquiátrica, pero las autoridades no dieron su aprobación. En julio de 1958 fue encarcelado durante seis meses después de haber sido declarado culpable de intento de suicidio.9
Estas sentencias nos parecen hoy absurdas. Se fundamentaban en la punibilidad del intento de arrebatarle un súbdito (o sus futuros pagos de impuestos) a la Corona, lo que no significa otra cosa sino que la vida no nos pertenece a nosotros mismos. A esta constatación aparentemente evidente se han acogido la mayoría de las prohibiciones religiosas, morales o jurídicas del suicidio que ha habido en la historia. Por eso, la pregunta de si el suicidio está permitido o prohibido se puede reformular en la otra pregunta de a quién pertenece en realidad nuestra vida.
«Pertenecerse exclusivamente a sí mismo» es el título del cuarto capítulo del famoso alegato de Jean Améry a favor del suicidio. En él se sostiene que es «un hecho básico que el ser humano se pertenece esencialmente a sí mismo, y esto al margen de una red de vínculos sociales, al margen de cosas tales como una fatalidad y un prejuicio biológicos que lo condenan a la vida».10 Ni siquiera en la Antigüedad, que casi siempre respetaba el suicidio, se reconocía en modo alguno este «hecho fundamental». Muy a menudo una derrota militar o la imposibilidad de devolver una deuda económica acarreaba la pérdida de los derechos civiles. Y esta pérdida podía ampliarse a las siguientes generaciones. Un esclavo no se pertenecía a sí mismo, sino a su propietario, pues «el esclavo es una parte del señor», como afirmaba Aristóteles en su Política.11 Más de cuatrocientos años después, Séneca se lamentaba en las Cartas a Lucilio de qué pocos «consiguen ser dueños de sí», aunque es «un bien inestimable llegar a ser propiedad de sí mismo».12 Así pues, Séneca no creía que nos pertenecemos de entrada a nosotros mismos, sino que debemos aspirar a este fin. Y también sabía que este «bien inestimable» exige que examinemos permanente y minuciosamente «cómo está constituida la vida, y no qué duración tiene». Si al sabio «le sobrevienen muchas contrariedades que perturban su quietud, abandona su puesto. Y esta conducta no la adopta tan solo en caso de necesidad extrema, sino que tan pronto como la fortuna comienza a inspirarle recelo, examina atentamente si no es aquel el momento de terminar».13 El propio Séneca siguió consecuentemente esta máxima cuando recibió la orden de Nerón de matarse a sí mismo.

2

¿Por qué no somos propietarios de nuestra vida? ¿Y por qué Séneca considera que la idea de «ser dueños de nosotros mismos»14 no es un «hecho fundamental», sino un objetivo difícil de alcanzar y un bien valioso? La respuesta parece obvia, y ya se formuló en épocas tempranas: nuestra vida no nos pertenece porque nos la han regalado, porque no nos la hemos dado a nosotros mismos. No nos hemos engendrado a nosotros mismos, no somos nuestros autores. Ya en los Veda —por ejemplo en los Śatapatha Brāhmaṇa, que tienen unos tres mil años de antigüedad— esta evidencia se concebía como una situación elemental de endeudamiento, y por eso en su historia de las deudas David Graeber cita como lema algunas frases de estos textos: «Todo ser nace con una deuda con los dioses, los santos, los padres y los hombres. Si uno realiza un sacrificio es a causa de una deuda contraída con los dioses desde el nacimiento».15 La ofrenda del sacrificio es el don con el que se corresponde a un don anterior: el don de la propia vida, el mero hecho de que existimos. Graeber podría haber citado aún alguna frase de los libros proféticos de Israel, de las tragedias griegas o la famosa sentencia de Anaximandro: «Obedeciendo a una necesidad, las cosas transcurren retornando a los elementos de los que surgieron, pues conforme al orden del tiempo tienen que pagar sanción y compensación por su injusticia».16 Por otro lado, esta frase es aproximadamente mil años más antigua que la teología de la deuda hereditaria que el obispo y padre de la Iglesia san Agustín desarrolló en su controversia con el monje británico Pelagio. Sin embargo, al apelar a un concepto de justicia y al «orden del tiempo», la sentencia de Anaximandro no dice a quién agradecemos o a quién debemos nuestra vida. En cambio, la sentencia védica nombra a los dioses, los santos, los padres y los hombres como aquellas instancias que nos han regalado la vida y que, por consiguiente, podrían exigir una prohibición del suicidio —como rechazo de este regalo—.
¿A quién debemos agradecer entonces la vida? Las primeras respuestas a esta pregunta se pierden en las oscuridades prehistóricas. Prácticamente exigen una proyección de la «escena primordial» a la historia.17 Sigmund Freud había designado como «escena primordial» el ver ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Introducción
  6. 1. ¿A quién pertenece mi vida?
  7. 2. El suicidio antes de la Modernidad
  8. 3. Efectos Werther
  9. 4. Suicidios de fin de siècle
  10. 5. Suicidio en la escuela
  11. 6. Suicidio, guerra y Holocausto
  12. 7. Filosofía del suicidio en la Modernidad
  13. 8. Suicidio del género humano
  14. 9. Prácticas del suicidio político
  15. 10. Terrorismo suicida
  16. 11. Imágenes de mi muerte: el suicidio en las artes
  17. 12. Lugares del suicidio
  18. 13. Debates sobre la eutanasia y el suicidio asistido
  19. Epílogo
  20. Índice de ilustraciones
  21. Índice onomástico
  22. Notas
  23. Información adicional