El mar indemostrable
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El mar indemostrable

  1. 132 páginas
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El mar indemostrable

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Un hombre entregado hasta la extenuación a la pesca de altura durante toda su vida; una mujer náufraga en su propia existencia; un chico en perpetua espera a que amaine el vendaval. El mar indemostrable es una deriva y una derrota, una narración que avanza entre los caladeros del alcohol, los silencios opresivos y la cotidianidad asfixiante.La novela está bañada de poética marítima y pequeñas historias costeras que convierten el océano en palabra, que ponen el lenguaje a navegar por las corrientes que la propia obra genera y en las que sus personajes son poco más que restos traídos por la marea.El mar indemostrable es la deslumbrante primera novela de Ce Santiago, traductor de autores de la talla de William Gass, Nicholson Baker o Gilbert Sorrentino, que parecen encontrarse bajo un timón narrativo común que destaca por su inusual osadía técnica y por un uso del lenguaje exquisito, y en el que caben la pesadumbre de lo cotidiano y la metafísica que impregna las relaciones humanas.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412305906
Edición
1
Categoría
Literatura
De noche, las esperas en el puerto amplifican los cuerpos y los objetos, subrayan los perfiles hasta igualarlos, los fijan a un único contexto y, como en una pintura flamenca, los enmarcan, unos junto a otros, dentro de escenas nítidas, flotantes, que devoran la eternidad para vomitar tiempo, tiempo que sosiega a algunas, porque la intuición nos dice que, en lo nuestro, ni siquiera el mal es eterno. Tratan de alejar la eternidad recordándose a toda costa que ahora están ahí, de noche, a la espera, pues si se espera lo suficiente no hay tiempo que no pase. Y hablan, hablan de sus mañanas y de sus tardes, de lo difícil que se les hace salir de la rutina, del cansancio, del hartazgo, y de todo lo grave como si fuese leve; miran la hora, o la preguntan una docena de veces, para oírse y para que el peso de lo que se oyen decir las arrope y les cuente una vez más esa tranquilizadora historia, érase una vez un cuerpo que no temía a la eternidad porque afirmaba que en su interior existía algo tan eterno como la eternidad misma, así que, cuando la eternidad viniese a reclamarlo como cuerpo que era, se vería reflejada en él y se reconocería, y olvidaría que había venido a llevarse al cuerpo; y así, el cuerpo terminó por olvidarse también de la eternidad, del miedo a la muerte, se limitó a estar. Una historia bonita. Pero de una forma u otra todas las mentiras lo son.
Hay varios arcoíris de grasa en la superficie del agua opaca; hay salitre en la brisa; hay colas de gamba resecas en el suelo de adoquines, trozos de cartones, envoltorios y millones de colillas; hay raíles con aspecto de cicatrices mal sanadas, para las grúas aletargadas, de tamaño prehistórico; hay miles de contenedores abandonados al óxido detrás de una reja de tela metálica, tiene agujeros y el último tramo está caído, como si la hubiese pisado por accidente una bota gigante; hay redes que continúan apiladas tal y como las apilaron la última vez que fueron apiladas, junto a las nasas: huelen a un podrido inolvidable; hay bidones de basura insaciables; hay un remolque abandonado y almacenes y talleres con rótulos pintados a mano hace mucho, y los cristales rotos y cubiertos de polvo en grumos y telarañas; hay gatos que huyen, traslúcidos de hambre inmerecida; la indecisión de los murciélagos; hay cubetas de plástico, unas boyas, palés deshechos y cajas de corcho también deshechas; hay coches mal aparcados, y también hay mujeres a la espera.
El mar golpea el muelle con parsimonia implacable8 un poco por debajo de la costra de algas y pequeños moluscos que marca el límite de la marea alta, y como trazos vivos de acuarela prolonga y entremezcla los reflejos de azufre de una disciplinada fila de farolas que encorvadas llegan hasta más allá del solitario solar de los contenedores, y hasta el espigón de cemento y de bloques de piedra esparcidos en torno a él, y en cuyo extremo palpita la luz roja de una baliza. Más allá, oscuridad. Nada, salvo de nuevo el mar.
En tierra firme, a las puertas del dique seco de un mundo en el que se construyen mismidades rendidas de antemano –todavía hoy–, como si dichas puertas no fuesen ya de por sí lo bastante estrechas, la mano del hombre ha clavado un lema: la firmeza y la soledad sostienen la vela en la casa del marino. De allí, de ese dique, salen cuerpos eximidos de existir si existir significa ante todo carecer de una función preconcebida. De tal suerte el suyo: la materialización tanto de las preguntas de su pasado como de los límites de su porvenir, madre firme y esposa sola, criar al hijo y mantener el pábilo de una figura eventual que, cuando aparece, apenas deja en la almohada una marca que huele a sudor, a salitre y a whisky.
Algunas verdades nacen de mentiras que han puesto por escrito su propio extrañamiento, y con cartas concisas cumple ella con el deber de recordarle a quien nunca está pero siempre es que en alguna parte sigue habiendo tierra firme, y en tierra firme un techo, que no todo es agua, salvo quizás ella.
Cuando el chico las relee con ese tono de voz tan aplicado como innatural que adoptan los niños al leer, antes de plegarlas y de meterlas en un sobre (el coste del arreglo de un lavabo que de la noche a la mañana se empeñó en no tragar, las notas del crío, estamos todos bien), por entre las pocas líneas anodinas que resumen su cotidianeidad entrevé y reconoce ella la verdad intangible de su propia silueta; son cartas dictadas después de la cena en la cocina que su hijo escribe con afanosa caligrafía provisional en un papel cuadriculado que ha arrancado de cualquiera de sus cuadernos; son cartas dictadas con inseguridad, con ese titubeo propio del emisor arredrado que ha terminado por asumir como cierta la minusvaloración de todo lo relativo a sus días; cartas dictadas como si dictara sus memorias pero se tragara, digiriera, excretara y mandara luego por el desagüe vital no los recuerdos pero sí los pensamientos y los sentimientos que dichos recuerdos invocan. Quiere pensar que a él le hará ilusión verlas escritas con la letra del chico; pero, por debajo, los acuíferos de la verdad discurren por las heladas grutas del miedo a sus chanzas por las faltas que comete, a su ojo rapaz posado en su letra intimidada, a las garras de su sorna sobre el espinazo de sus emes, al espolón de su burla sobre el buche de sus bes, al ávido filo de su pico en las ancas de sus ges. Cartas con las que se actualiza pues una mentira y al mismo tiempo una verdad; es no obstante una verdad que ya no sirve, que no la libera. O quizás verdad y mentira no resultan ya tan distinguibles, y lo mismo le da una que otra: ¿puede librarse la pieza del puzle para el cual ha sido recortada a conciencia? O puede que la suya sea también la verdad del agua, que sin forma y a la vez con todas fluye, discurre, y no la verdad del vértigo, la del vacío bajo los desfiladeros, la del suelo que se sacude y que tira abajo los vasos de las estanterías, y trae así la vida propia a primer plano, aunque sea para perderla. ¿Adónde iría yo a estas alturas?, se dice, y, con la mano, adiós a su silueta, derivando la totalidad de su estar de una incapacidad que cree sustancial: la suya es la extensa lentitud del bajío en los pies gélidos, de la nada anegada, yerta, de la humedad bajo la ropa, del frío en los huesos artrósicos, la turba pantanosa que te engulle las piernas, pero solo hasta las rodillas.
¿Cómo llegó hasta allí? Ya lo ha olvidado, era urgente olvidarlo9. Hay cosas que a veces suceden así. Cierto día la vida es como jugar a la piñata, pero sin una piñata. Cierto día muere tu padre. Cierto día dejas la escuela a los ocho para limpiar unas escaleras a cambio de un bocadillo de mortadela y para ayudar en casa. Cierto día muere tu madre. Cierto día no parece mala solución dejarte hacer. Cierto día estás embarazada. Cierto día descubres que la semana escasa que pasa en tierra la pasa borracho, y cierto día encaras un cúmulo de ciertos días que equivalen a la asunción de que moverse es lo mismo que ir a ninguna parte, y que eso es peor que, al menos, estar en algún lugar. Y a eso se reduce todo. A estar. Simplemente. A nada más. Porque mejor estar que ser olvidando, que se es. La calma de la rutina, la calidez del rito, no en vano la matriz de la compulsión, pues el sujeto se hace menos sujeto cuanto más determinados son sus objetos, y sin objetos el sujeto se vuelve para sí ahora, presente absoluto, insoportable en tanto sujeto. Tampoco el sujeto puede mirarse de frente10, ni siquiera verse sencillamente siendo; es la naturaleza paradójica de la angustia: carece de objeto y sin embargo amplifica hasta lo insufrible las reverberaciones de ser sujeto. El sujeto angustiado es puro ser, y lo cotidiano su antídoto11. Por eso la paz está en estar, en estar en su cotidianidad cuando él solo se da como no-presencia12; en cambio cuando él es, se renueva la culpa, una culpa vaporosa, magmática, una procesionaria, por saberse más real cuanto más a solas con sus objetos, y como si él lo intuyera le pide recibos y facturas, A ver qué haces con el dinero, le dice pero sin decirle, los dientes postizos todavía ocupados con el último bocado, un cigarrillo entre los dedos, echa la ceniza en el plato, y siempre hay algo por lo que pedir explicaciones, Falta el recibo de o Gastas demasiado en o Esto no cuadra con, pruebas incriminatorias, o Estás mientras yo esté, le dice pero sin decirle, o Las tuyas son unas raíces financiadas, le dice pero sin decirle, o Regadas con sudor ajeno porque tu sudor es estéril, le dice, sin decirle.
Pero incluso eso pasa. Estamos hechos para que todo pase. Para que la rutina regrese, que venga a arrullarnos. Y después de todo son solo unos días, se dice; él regresa a la mar, y la marea vuelve a bajar, a retornar la amplitud a las playas que somos en nuestros propios límites. Bruma a lo lejos. Adiós con la mano.
Todas las personas de este mundo somos una demostración de que preguntarnos por nuestro dolor o por nuestra culpa no nos impide mantenernos vivos ni caminar por la calle ni saludarnos ni sonreírnos. Plantar un árbol. Tener un hijo. Contar un chiste. No así la angustia, nuestro depredador natural del que huiremos mientras estemos vivos, aunque sin vida. Sálvese quien pueda de retinas para adentro aquel mediodía, como cada mediodía. Ha terminado de recoger la casa (la casa del marino), todo ordenado, todo en su sitio, ella incluida; entonces baja a la calle, hace sol y los bordillos y las fachadas de los edificios y las carrocerías de los coches aparcados en batería proyectan sobre el asfalto y las aceras mal conservadas sombras con aristas. Avanza despacio, a pasos cortos, reacios, como quien lleva los tobillos encadenados, y bajo la piel de los pies la artrosis le tritura los huesos, millones de anzuelos en los huesos, «herencia de mi madre», le gusta decir, y no obstante la ciudad, el alivio de la ciudad, de toda una ciudad con la que amueblar cada nada. En verde para los peatones. Una rampa, puertas automáticas, hilo musical demasiado alto, pan, leche, café, guarda cola en caja, Lleva un trapo, le dice el amable muchacho, ¿Cómo? ¿Qué?, En el hombro, el amable muchacho, Un trapo, ¿Eh?, En el hombro, un trapo, de cocina, Oh, risas, No me había dado cuenta, risas, miradas en derredor, sonrisas, A veces salgo de casa sin pensar, Nos pasa a todas, dice alguien, a su espalda, se gira, una anciana de piel terrosa y labios arados, ojos en alcorques, Ni me había…, dice, y aprieta el trapo entre los dedos, lo amasa, Hay que ver…, no se siente avergonzada, más bien en suspenso, qué es ese… pedazo de tela a cuadros verdes y blancos que de repente tiene entre las manos, y qué hacer con él, se descubre a sí misma pasándolo por el reborde de la línea de caja, por la goma gastada y gris de la cinta transportadora, luego lo sacude, lo dobla una, dos veces, lo desdobla ante la leve sonrisa comprensiva (¿compasiva?) del amable muchacho, Hay que ver…, Ni me había dado cu…, de nuevo lo amasa, lo dobla, lo estruja, a él se aferra como al madero se aferra uno en mitad del océano, dale una forma, hágase el objeto, otra vez el objeto, hágase según mi, sujeto de ese maldito trapo fuera de su contexto, y se abrió a sus pies el abismo de solo ser porque súbitamente era sin estar, porque sin objeto era, un objeto, uno que usar, objeto nuestro, objeto misericordioso, dánoslo hoy, no puede vivir el sujeto sin objeto13, y regresó a casa con el trapo hecho una bola y la vista en el suelo, y se le atragantó el saludo al conserje, le falta un brazo aunque eso no le impide barrer el enlosado pulido en exceso del portal con meticulosa eficiencia, y aún le quedaron fuerzas para echar el trapo a la lavadora y buscar después algo con lo que cargarla, y para activarla, y para preparar el almuerzo y para servirse una taza de café que acabó intacto y helado, antes de, incapaz ya de diferenciar pasado y futuro, llorarse en compañía de la radio.
Pero aquello también pasó.
La marea siempre baja.
Lleva un pañuelo de cachemir en el cuello y medias gruesas, y ha dejado marcas de carmín en la colilla que pisa con quejumbrosa suavidad igual que ha hecho con la anterior, y sobre la que hace girar su resentido tobillo como en un tímido paso de baile en cuanto ve aparecer las luces de posición del barco en la oscuridad, detrás del espigón, parpadean y los cuerpos murmuran y se arraciman alrededor del noray sobre el que descansa el pie de un hombre solitario con la piel de la cara enrojecida y las manos enterradas en los bolsillos que parece saber de antemano dónde amarrará el barco. A ella le queda tiempo para sacar algo de provecho del relente y de la humedad roedora y se abraza un instante sin que se note que echa en falta un tacto que no sea el preludio al aplastamiento, al coito rápido y rabioso y silencioso que volverá a conceder en parte por indefensión y en parte por temor y en parte por exhausta rendición y en parte por compasión y en parte por una costumbre maquinal y en parte a cambio de una paz de consolación, pues no existe para ella más ser que estar, que esperar, que estar, que esperar, que estar, que esperar, que estar, que esperar. Simple ahí. En aguas bajas.
El barco se aproxima ligeramente de lado. Desde tierra le hacen gestos con las manos, son saludos pero podrían ser despedidas, gestos sin quererlo tristes, difícil dirigir hacia el mar un gesto con la mano y que este no sea triste, y dan pasos hacia delante, hacia el borde del muelle, como si estuviesen obligadas a reducir en lo posible la distancia que aún los separa, y cuando el barco está lo bastante cerca aparece en la proa un marinero que parece hecho de tendones y lanza una maroma ennegrecida que se estampa contra el suelo de adoquines con un golpe seco y terminante y luego devuelve el saludo, y con mucha menos destreza de la que habría cabido esperar el hombre con la cara enrojecida se apresura a amarrarla al noray. Neumáticos de tractor usados evitan que el casco azul azafranado del barco impacte contra el muelle, y en la noche se hace entonces su voz precediéndole, y saca apenas la cabeza por la puerta de acceso al puente mordisqueada por el salitre, y grita órdenes como si fuese imposible entenderlas a menos que se den a gritos, y se muerde el interior de las mejillas, y señala a un lado y a otro y se caga en dios, y un marinero con gorro de lana y un ojo cerrado por el humo de medio cigarrillo que sostiene con la comisura de los labios arroja otra maroma desde popa cuando el barco está en paralelo al muelle, rodeado de una parsimonia en cierta manera incongruente con la actividad y el ruido que conlleva la maniobra de atraque, y allá que corre el tipo solitario, lleva mocasines pero no calcetines, y él entra de nuevo al puente pero no tarda en volver a salir, y a gritar, y a morderse por dentro las mejillas y a cagarse en dios, y un hombre dentro de un jersey de hilo grueso y mucho vello en el cuello y en la cara se asoma por la borda y mira varias veces a derecha y a izquierda, y luego hace una señal, agita una mano por encima de su cabeza, señal que podría interpretarse como suficiente o basta aunque parece que más bien trata de reventar una burbuja de mosquitos, y entonces la maniobra de amarre concluye, solo el bajo continuo del motor al ralentí permanece.
El chico baja del coche, y los ojos de él buscan porque siempre e...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. Agradecimientos