En el corazón del corazón del país
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En el corazón del corazón del país

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En el corazón del corazón del país

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Información del libro

Después de su publicación en 1968, En el corazón del corazón del país se convirtió en un clásico de la literatura estadounidense y fue reverenciado por autores como David Foster WallaceyCynthia Ozick.Gass demostró en este libro de relatos que era al mismo tiempo heredero de la prosa de Faulkner y renovador de la narrativa de su país, al igual que sus contemporáneos William Gaddis, John Barthy Robert Coover. Sus tramas están situadas en el Medio Oeste, y hablande violencia, soledad, de una especial relación con la naturaleza y, sobre todo, de la fragilidad del hombre y de las relaciones que este establece con su entorno. Gass explora y expande los límites de la narrativa, juega con las palabras, las retuerce y adentra al lector en dimensiones desconocidas hasta entonces en la literatura.Afirma Gass en el prefacio incluido en esta nueva edición: "Escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores, aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas".

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Información

Año
2021
ISBN
9788412305951
Edición
1
Categoría
Literatura

EL CHICO
DE PEDERSEN

PARTE PRIMERA

1

Big Hans chilló, así que salí. El pesebre estaba oscuro, pero el sol resplandecía sobre la nieve. Hans cargaba con algo que había cogido del pesebre. Grité, pero Big Hans no me oyó. Entró en la casa con lo que llevaba antes de que yo alcanzara las escaleras.
Era el chico de Pedersen. Hans lo había colocado sobre la mesa de la cocina como si fuera un jamón y había puesto agua a calentar en una tetera. No decía nada. Supongo que pensó que el grito que había pegado desde la cuadra era suficiente. Ma estaba hurgando en las ropas del chico, tiesas por el hielo. Cada vez que tomaba aire para respirar hacía un ruido que sonaba como ¡uf! El agua empezó a hervir y Hans dijo,
Trae un poco de nieve y llama a tu pa.
¿Por qué?
Trae un poco de nieve.
Cogí el balde de debajo del fregadero y la pala que estaba junto a los fogones. Intenté no apresurarme y nadie dijo nada. Había un montón de nieve sobre el borde del porche, así que cogí algunas paladas. Cuando entré con el balde, Hans dijo,
Tiene ascuas. Trae más.
Un poco de carbón no hará daño.
Trae más.
El carbón está caliente.
No lo suficiente. Cierra la boca y trae a tu pa.
Ma había extendido una masa sobre la mesa donde Hans había colocado al chico de Pedersen como si fuera un relleno. La mayor parte de las ropas del chico estaban en el suelo, formando un charco. Hans comenzó a frotar nieve en el rostro del chico. Ma dejó de intentar quitarle la ropa y se limitó a quedarse de pie junto a la mesa, con las manos alejadas de sí misma, como si estuvieran mojadas, mirando primero a Big Hans y luego al chico.
Tráelo.
¿Por qué?
Ya te lo he dicho.
A Pa quiero decir…
Ya sé lo que quieres decir. Tráelo.
Encontré una caja de cartón de leche condensada que estaba vacía y la llené de nieve. Era demasiado pequeña, tal y como había imaginado. Encontré otra con trapos y una esponja vieja que tiré. Una lata de sopa Campbell.
También la llené con lo que sobraba del montón. La nieve se derretiría y mojaría el fondo de las cajas pero me daba igual. A estas alturas el chico estaba desnudo. Me alegré de tenerla más grande.
Parece un cochinillo enfermo.
Cállate y trae a tu pa.
Está dormido.
Sí.
No le gusta que lo despierten.
Ya lo sé. ¿Crees que no lo sé tan bien como tú? Tráelo.
¿De qué va a servir?
Vamos a necesitar su whisky.
Puede servir para eso, sin duda. Irá bien para el corte de su cara. Si es que aún queda algo.
La tetera empezó a silbar.
¿Qué vamos a hacer con todo esto?, dijo ma.
Espera, Hed. Quiero que lo traigas ahora. Estoy cansado de hablar. Tráelo, ¿me oyes?
¿Qué vamos a hacer con esto? Está todo mojado, dijo ella.
Fui a despertar al viejo. No le gustaba que lo despertaran. Estaría tan lejos y tan profundo, que le sería muy difícil volver del sueño. El chico de Pedersen le importaría un carajo, lo mismo que a mí. El chico de Pedersen era solo un niño. No servía para nada. No como yo. Y el viejo se pondría furioso, ciego de ira, al regresar del lugar desde donde soñaba. Decidí que odiaba a Big Hans, aunque eso no era nuevo para mí. Odié a Big Hans justo en ese momento porque pensé en la forma en que parpadearían los ojos de Pa al mirarme, como si yo fuese el sol resplandeciente sobre la nieve y reluciera para cegarlo. Sus ojos estaban viejos y nunca habían visto bien, pero el whisky los haría brillar, me fulminarían, se le pondrían rojos de rabia ante el menor ruido por mi parte. Decidí que también odiaba al chico de Pedersen, que se estaba muriendo en la cocina mientras yo estaba donde no podía verlo, se moría solo para complacer a Hans y hacerme subir peldaños que crujían y recorrer un pasillo lleno de corrientes de aire, en cuyo extremo estaría Pa, un bulto bajo las sábanas, como estiércol cubierto por la nieve, roncando y bufando. Bah, a él no le podía importar menos el chico de Pedersen. Ni le haría ninguna gracia que lo despertaran para ceder parte de su licor para la herida de un chico, y de paso poner en peligro uno de sus escondrijos. Eso lo pondría furioso si estuviera sobrio. Intenté no ir deprisa aunque hiciese frío, y aunque el chico de Pedersen estuviese en la cocina.
Estaba acurrucado, como había esperado. Lo zarandeé, llamándolo por su nombre. Creo que lo oyó. Su nombre interrumpió sus ronquidos, pero no se movió salvo para girarse un poco cuando lo toqué. La colcha se deslizó y dejó al aire su cuello esquelético, su cabeza cubierta de pelusa, como un diente de león que empezara a echar semillas, con la cara mirando a la pared –y en ella la sombra pálida de su nariz– y pensé: bueno, ahora no pareces un cerdo borracho maltratador. No podía asegurar que estuviera dormido. Era un hijoputa desconfiado. Había oído su nombre. Lo zarandeé un poco más fuerte mientras hacía algo de ruido. Pa-pa-pa-ey, dije.
Me estaba acercando demasiado. Debería habérmelo olido. Siempre dormía cerca de la pared para que tuvieras que inclinarte para llegar hasta él. Joder, era listo. Jugaba al desgaste. Yo lo sabía de sobra pero estaba pensando en el chico de Pedersen como Dios lo trajo al mundo, en medio de toda esa masa. Cuando sacó el brazo lo intenté esquivar pero me agarró del pescuezo, haciendo que se me saltaran las lágrimas, y me eché para atrás para poder respirar. Pa estaba en su lado de la cama, mirándome, parpadeando, y con la mano con que me había golpeado sobre la almohada.
Lárgate de aquí.
No dije nada –tenía un nudo en la garganta– pero lo miré fijamente. Era como un caballo traicionero que te suelta una coz. De todas formas era mejor que me hubiera dado. Era rencoroso cuando fallaba.
Que te largues de aquí.
Me envía Big Hans. Me ha mandado despertarte.
A la mierda Big Hans. Largo de aquí.
Ha encontrado al chico de Pedersen junto al pesebre.
Lárgate.
Pa tiró de la colcha. Se estaba relamiendo.
El chico estaba congelado como un témpano. Hans le está dando un masaje con nieve. Lo tiene en la cocina.
¿A Pedersen?
No, Pa. Es el chico de Pedersen. El chico…
No hay nada que robar en el pesebre.
No estaba robando, Pa. Solo estaba tumbado allí. Hans lo encontró congelado. Allí es donde estaba cuando Hans lo encontró.
Pa rio.
No he escondido nada en el pesebre.
No lo entiendes, Pa. El chico de Pedersen. El chico.
Claro que lo entiendo, no te jode.
Pa levantó la cabeza, me lanzó una mirada asesina mientras roía el lugar donde una vez estuvo su bigote.
Lo entiendo de sobra. Sabes que no quiero ver a Pedersen. Ese soplapollas. ¿Por qué tendría que hacerlo? Ese granjero maricón. ¿A qué vino?, ¿eh? Maldita sea, lárgate. Y no vuelvas. Encuentra alguna mierda que hacer, ¡hostias! Sois imbéciles. Los dos, tú y Hans. Pedersen. Ese soplapollas. Ese granjero maricón. No vuelvas. Fuera. A la mierda. Largo. Largo. Largo.
Gritaba y jadeaba y apretaba el puño contra la almohada. Tenía pelos largos y negros en la muñeca. Se le enredaban en el puño del pijama.
Big Hans me hizo venir. Big Hans dijo…
A la mierda Big Hans. Es un mierda todavía más grande que tú. Le enseñé a él, maldita sea, y te enseñaré a ti. Largo. ¿Quieres que te eche encima el orinal?
Estaba a punto de levantarse, así que me largué dando un portazo. Empezaba a darse cuenta de que estaba demasiado enfadado como para poder dormir. Luego empezó a tirar cosas. Una vez fue detrás de Hans y le tiró el orinal por la barandilla. Pa había estado hecho una mierda sobre ese orinal. Hans cogió un hacha. Ni tan siquiera se molestó en limpiarse y no paró hasta destrozar parte de la puerta de Pa. No habría llegado tan lejos si Pa no se hubiera quedado dentro partiéndose de la risa hasta hacer temblar la casa. Ese orinal ponía a Pa de muy buen humor cada vez que pensaba en él. Siempre sentí que el recuerdo del orinal estaba presente en ambos, revolviéndose en sus entrañas como una risa o un gruñido, como un animal desesperado por escapar. Escuchaba a Pa maldecir mientras bajaba las escaleras.
Hans había puesto toallas calientes sobre el pecho y el estómago del chico. Le estaba dando friegas de nieve en las piernas y los pies. El agua de la nieve y de las toallas se deslizaba desde el chico sobre la mesa, donde estaba la masa, que se estaba poniendo pastosa y se pegaba a su espalda y su culo.
¿No se va a despertar?
¿Y tu pa?
Estaba despierto cuando me fui.
¿Qué dijo? ¿Cogiste el whisky?
Dijo que a la mierda Big Hans.
No seas listillo. ¿Le pediste el whisky?
Sí.
¿Y bien?
Dijo que a la mierda Big Hans.
No seas listillo. ¿Qué va a hacer?
Lo más seguro es que se vuelva a dormir.
Será mejor que traigas el whisky.
Ve tú. Lleva el hacha. A Pa le acojonan las hachas.
Escúchame, Jorge, me estoy hartando de tus tonterías. La congelación de este chico es un asunto serio. Si no le hago tragar un poco de whisky podría morir. ¿Quieres que el chico muera?, ¿quieres? Bueno, pues trae a tu pa y el whisky.
A Pa no le importa el chico.
Jorge.
Te digo que no. No le importa una mierda, y a mí tampoco me importa que me reviente la cabeza. Le da igual y a mí también me da igual que me eche su mierda encima. A él no le importa nadie. Lo único que le importa es su puto whisky y esa raja seca de su cara. Emborracharse como un cerdo, eso es lo que quiere. No le importa nada más. Nada. Menos aún el chico de Pedersen. Ese soplapollas. Menos aún el chico.
Traeré la botella, dijo ma.
Ya se las haría pagar a Big Hans. Estaba preparado para abalanzarme sobre él pero cuando ma dijo que traería el whisky, le sorprendió tanto como a mí, y se tranquilizó. Ma nunca se acercaba al viejo cuando dormía la mona. Ya no. No desde hace años. Lo primero que veía cada mañana al lavarse la cara era la cicatriz en la barbilla que él le había hecho con los tacos de una bota, y tal vez ella aún veía cómo se la lanzaba de nuevo, y cómo el calcetín sucio volaba por los aires. Seguro que ella lo recordaba con la misma facilidad con que Big Hans se acordaba de haber ido en busca del hacha mientras estaba salpicado de la mierda amarillenta de Pa.
No vayas, dijo Big Hans.
Sí, Hans, si es necesario, dijo ma.
Hans sacudió la cabeza, pero ninguno de los dos intentó detenerla. Si lo hubiéramos hecho, uno de nosotros habría tenido que ir en su lugar. Hans se puso a frotar al chico con más nieve… frotaba… frotaba.
Traeré más nieve, dije.
Cogí el balde y la pala, y salí al porche. No sé adónde había ido ma. Pensé que habría subido por las escaleras y esperaba oírla arriba. Había sorprendido a Hans tanto como me había sorprendido a mí cuando dijo que ella iría, y lo volvió a sorprender al volver tan rápido, porque cuando entré con la nieve ya estaba allí con una botella con tres plumas blancas pegadas a la etiqueta que Hans agarraba con enfado por el cuello. Oh, se comportaba de forma rara aunque cuidadosa, hurgaba con sus garras en el cajón...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. La presente edición
  6. Prefacio
  7. En el corazón del corazón del país
  8. El chico de Pedersen
  9. La señora Ruin
  10. Carámbanos
  11. El orden de los insectos
  12. En el corazón del corazón del país
  13. Epílogo de Rebeca García Nieto