Contra apocalípticos
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Contra apocalípticos

Ecologismo, Animalismo, Posthumanismo

  1. 320 páginas
  2. Spanish
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Contra apocalípticos

Ecologismo, Animalismo, Posthumanismo

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En el imaginario colectivo prevalece la idea de que nuestra civilización está condenada a desaparecer muy pronto. Las razones últimas de este inevitable colapso, según numerosos intelectuales, serían de carácter moral: los valores del humanismo, nos dicen, han convertido en verdad suprema los deseos y caprichos del ser humano, sacrificando el equilibrio del planeta en el altar del beneficio económico, y pisoteando los derechos del resto de los seres vivos. Sobre la base de este diagnóstico se nos exhorta a cambiar urgentemente nuestra forma de vida y a abandonar de una vez los engañosos ideales de la Ilustración, si no queremos perecer en un inminente apocalipsis climático, o terminar esclavizados por los sistemas de inteligencia artificial, o continuar legitimando la explotación de los animales. Lo único que podrá salvarnos, de acuerdo con esta corriente de pensamiento, será sustituir el caduco humanismo por un refrescante posthumanismo.Contra apocalípticos ofrece un ramillete de argumentos destinados a desmontar las principales tesis de los más radicales agoreros, desde el ecologismo extremo hasta el "dataísmo" de Yuval Harari, pasando por las "posthumanidades críticas" o los más variados anuncios del inminente colapso del capitalismo. Sin ánimo de negar la indudable existencia de algunos de esos problemas, en el libro se cuestionan las interpretaciones apocalípticas con las que nos amenazan estas nuevas concepciones del mundo, y se confrontan con los hechos objetivos y con sus propias contradicciones internas, a la vez que se discute el fundamento moral sobre el que se construyen. La obra se cierra con una invitación a reflexionar sobre el futuro de la humanidad a muy largo plazo.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418139574

XXIV. Sobre nuestro futuro a larguísimo plazo

1.

Después de examinar en este libro algunas creencias que invitan a pensar en un final muy próximo de nuestra civilización, me gustaría invitaros a reflexionar sobre un horizonte mucho más lejano, uno en el que muy posiblemente casi no quede ni siquiera memoria de los acontecimientos que ahora suceden a nuestro alrededor. ¿Cómo de largo es ese «larguísimo plazo», ese «futuro profundo» que sugiero considerar? Muy, muy largo; realmente largo. ¿Los próximos mil años? ¡Qué va!, eso es la vuelta de la esquina. ¡Qué digo la vuelta de la esquina!, eso es tan solo la prolongación del diminuto período histórico en el que andamos metidos (lo que llamaré, por razones que explicaré más adelante, la Edad del Progreso). ¿Diez mil años, entonces? Aún se me hace muy corto. ¿Cien mil? Nos vamos acercando, pero aún es un plazo de tiempo demasiado breve. Hablo, más bien, de millones de años, y lo dejaré aquí, sin especificar si son unos pocos millones o más bien de cientos de millones, pues esa es ya una diferencia que a nuestra imaginación le cuesta demasiado trabajo visualizar.
Si eres como la mayor parte de la gente que conozco, una perspectiva tan a largo plazo tenderá a parecerte intuitivamente inverosímil. No se trata solo de que las tribulaciones de seres tan lejanos te importen más bien un ardite, lo que no deja de tener su lógica, habiendo cosas mucho más cercanas e importantes de las que preocuparnos. Se trata también de que tendemos a pensar que es muy improbable que la humanidad llegue a sobrevivir durante tanto tiempo, tal como indiqué en el quinto capítulo. ¿No es casi seguro, por mera estadística, que nuestra especie habrá desaparecido para entonces, ya aniquilada por alguna catástrofe natural, ya devorada por las consecuencias de nuestra propia insensatez y de nuestra codicia, o ya transformada en otro tipo de seres difícilmente identificables con el homo sapiens? Naturalmente, no podemos descartar que algún cataclismo acabe con la especie humana en un plazo, digamos, «geológicamente breve», y lo cierto es que son pocas las especies biológicas cuya persistencia se haya contado por eones. Pero, en realidad, los seres humanos somos hoy en día tan numerosos y, por qué no decirlo, también tan hábiles y avispados que, quizá con la excepción del choque con un gran meteorito o de una guerra nuclear absolutamente desenfrenada, cualquier otra catástrofe imaginable es seguro que dejaría una cantidad todavía inmensa de personas vivitas y coleando sobre la superficie de la Tierra, y con suficientes recursos a su disposición como para seguir adelante con la especie por milenios y milenios.
Creo que podemos tomar como casi seguro, por tanto, que los seres humanos seguiremos existiendo durante un tiempo tan, tan extenso, que el período que llamamos «historia» (o sea, desde el inicio de las civilizaciones hasta hoy en día, unos cinco mil años) será en comparación nada más que un suspiro. La inmensa mayoría de las reflexiones sobre el futuro humano, y en especial las de los últimos decenios (cuando hemos tomado conciencia de los riesgos que suponen nuestras actividades industriales y militares para el equilibrio de los ecosistemas), se han centrado en lo que podríamos denominar las condiciones de supervivencia de la especie humana en el muy corto plazo, es decir, unas cuantas décadas o unos pocos siglos. En cambio, conozco pocas reflexiones que no sean meramente especulativas, casi en la frontera de la ciencia ficción, si es que no sobrepasándola con mucho, sobre el futuro humano en un plazo tan largo como el que estoy considerando en este escrito, pero me da la impresión de que casi todas ellas pueden englobarse en dos grupos: o bien dan por supuesto un progreso científico y tecnológico constante y prácticamente ilimitado (este grupo sería el mayoritario), o bien asumen que la civilización humana es autodestructiva y, por lo tanto, aunque la especie no llegue a desaparecer del todo, volverá irremediablemente a un estado, digamos «prehistórico», en el que quizá se quede para siempre, o en el que vuelvan a surgir civilizaciones que en un momento dado volverán de nuevo a colapsar. En cualquiera de estos dos escenarios, que podemos llamar transhumanista y primitivista, respectivamente, la humanidad acabaría siendo biológicamente muy distinta a como la conocemos: en el primer caso, porque la ciencia nos permitirá un «biomejoramiento» y una «simbiosis con las máquinas» tan acusados que los humanos de dentro de unas decenas de generaciones ya serán completamente distintos a los actuales, y hasta puede que estén «liberados» de las más desagradables servidumbres corporales; en el segundo caso, porque la selección natural actuará sin piedad sobre los grupos supervivientes, modelándolos de maneras impredecibles (aunque, sin duda, mucho más «salvajes» que en el primer caso).
La postura que voy a intentar defender en este capítulo final afirma que, por el contrario, lo más probable es que la humanidad no solo persista de modo indefinido hasta un futuro muy, muy lejano, sino que lo haga durante todo ese tiempo siendo una especie, y una civilización, bastante «parecida» a la actual (aunque la cuestión del «parecido» la matizaré más adelante). Y asumir esta casi interminable perennidad, este carácter estacionario por cientos de miles o millones de años es, quiero también argumentar, el principal reto filosófico al que se enfrenta nuestra especie: el reto de encontrarle sentido a la existencia de los seres humanos cuando se llegue a la certeza de que todo lo innovador habrá ocurrido ya y, aun así, tengamos que seguir poblando la Tierra, y quizá otros lugares del universo más o menos cercanos, durante miles y miles de generaciones.

2.

La principal idea que quiero defender es que el progreso científico, tecnológico y social terminará muchísimo antes de que lo haga la propia humanidad. A la luz de lo que llevamos de historia, tendemos a ver el progreso como una curva exponencial: nos parece que cada una de las tres o cuatro «revoluciones industriales» impulsaron el desarrollo tecnológico, y con él la productividad de la economía, a una tasa mayor que las anteriores, y de este modo, el mundo de 1900 era, en todos los aspectos que dependían de la ciencia y la técnica, mucho más parecido al de 1800 que al 2000, igual que el de 1800 era más parecido al de 1700 que al de 1900, y la mayoría de la gente espera que el mundo del 2000 resulte ser más parecido al de 1900 que al de 2100, y así sucesivamente. Pero esta expectativa se debe simplemente a nuestro sesgo de generalizar las experiencias más cercanas, extrapolando de modo ingenuo las tendencias con las que estamos más familiarizados e ignorando los factores que caen más lejos de nuestro campo visual.
En realidad, por todas partes observamos más bien pruebas del ralentizamiento del progreso científico-técnico. La más importante de ellas es el hecho de que la última «revolución» (la digital) se ha traducido en incrementos de la productividad económica y de la renta per cápita muchísimo menores, en términos porcentuales, de lo que lo hicieron las revoluciones anteriores: los smartphones y el 5G no van a conseguir que el aumento en el nivel de vida entre la actual generación y las siguientes vaya a ser ni mucho menos tan grande como la mejora económica que la luz eléctrica y el automóvil implicaron en el paso de la generación de nuestros bisabuelos a la de nuestros padres. En otros muchos ámbitos estamos también percibiendo con claridad los límites del progreso. Por ejemplo, no parece viable que el tiempo que se tarda en llegar de un lugar a otro vaya a disminuir en los dos próximos siglos de manera tan extraordinaria como lo hizo en los dos siglos anteriores, y eso sin tener en cuenta que gran parte de aquel progreso se llevó a cabo con un coste medioambiental que las generaciones futuras es casi seguro que no estarán dispuestas a repetir. La sacrosanta «ley de Moore» (que afirma que la capacidad de cálculo de los microprocesadores se dobla cada dos años aproximadamente) ya está empezando a mostrar signos de obsolescencia, y hasta el propio ingeniero que la formuló predijo hace poco que ya no sería válida en muy pocas décadas. El sueño de superar los límites de las actuales tecnologías energéticas y de la computación mediante los fetiches del «reactor de fusión» y del «ordenador cuántico» es muy probable que solo sea eso, un sueño, y no porque esas técnicas sean imposibles, sino porque seguramente cuando se alcancen estarán muy lejos de proporcionar, de manera asumible y viable, la cuasi infinita capacidad que algunos les atribuyen.
Más grave aún que esta deceleración del progreso tecnológico es el hecho de que la ciencia hace mucho que ha dejado de hacer «grandes descubrimientos», quiero decir descubrimientos tan innovadores y disruptivos como lo fueron los de un Newton, un Lavoiser, un Darwin, un Maxwell, un Einstein o un Schrödinger. En el reino de lo muy grande y de lo muy pequeño, esto se debe muy probablemente a que estamos cerca de los límites de nuestra capacidad de obtener datos empíricos relevantes con los que someter a prueba a las teorías que deberían superar a las mejores que tenemos ahora. En un ámbito más intermedio, como puede ser el de la biología, el problema es que ya conocemos casi todos los principios básicos del funcionamiento de los seres vivos, pero esos principios hacen que dichos seres sean tan complejos que, a partir de tales principios resulta imposible predecir el comportamiento y las características específicas de cada organismo, ecosistema, e incluso órganos y células. Lo mismo ocurre cuando hablamos de la realidad social: su minuciosa complejidad es sencillamente imposible de reducir a una explicación teórica, y en este caso, incluso si pudiéramos hacerlo (es decir, si pudiéramos construir un programa informático que nos permitiese predecir con bastante precisión lo que iba a ocurrir en nuestra sociedad dentro de un año), el propio hecho de obtener ese conocimiento crearía las condiciones para que, al aplicarlo a la realidad a la que tal conocimiento se refiere, esa realidad cambiase radicalmente y aquel conocimiento dejara, por tanto, de ser válido. Tenemos que hacernos a la idea de que la Era de los Grandes Descubrimientos Científicos ha pasado a la historia, o pasará dentro de relativamente poco, como ocurrió con la «Era de los Grandes Descubrimientos Geográficos». Por supuesto, siglos después de Cristóbal Colón aún se podía ir descubriendo alguna pequeña islita, una montaña aislada en la selva, una gran fosa submarina…, pero nada que alterase sustancialmente el mapa del mundo. De la misma manera, en los próximos siglos seguirá habiendo ciencia y científicos, y seguirán haciéndose descubrimientos que llenarán de vez en cuando las portadas de los periódicos (o de lo que por entonces cumpla su función), pero muy pocos de esos descubrimientos nuevos serán lo suficientemente importantes como para incluirlos en un libro de introducción a «La imagen científica del mundo», en sustitución de las teorías y leyes que conocemos ya y que sí forman parte de ese «mapa». Dicho de otra manera, casi todo lo que es importante y factible descubrir sobre «la naturaleza del cosmos» lo hemos descubierto ya. En este sentido, quizá va a terminar teniendo razón Marina Garcés cuando afirma que «lo sabemos todo».
El progreso científico y tecnológico, desde una perspectiva histórica, será por tanto mucho más adecuado representarlo con una «curva logística» (una que, tras un largo período de pequeñísimos aumentos, empieza a crecer muy deprisa en un determinado momento, para luego frenar su ritmo de crecimiento y terminar en una especie de meseta), mejor que mediante una curva exponencial (una que aumenta sin cesar a ritmo creciente). Probablemente, ahora estamos cerca del punto en el que el ritmo de crecimiento del progreso es mayor, y casi con seguridad hemos superado ese punto en va...

Índice

  1. Índice
  2. Primera parte. RELATIVIZANDO
  3. I. Apocalípticos y humanistas
  4. II. ¡Viva el relativismo!
  5. III. Sobre los fundamentos de la moral
  6. Segunda parte. SI LA TIERRA SE CALIENTA, MANTÉN LA CABEZA FRÍA
  7. IV. «¿Qué hay de lo mío?» Sobre algunas variedades del ecologismo
  8. V. ¿Por qué nos fascina el apocalipsis?
  9. VI. El final de la civilización tal y como la conocemos
  10. VII. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
  11. VIII. ¿Apocalipsis o Antropoceno?
  12. Tercera parte. HUMANISMO VERSUS ANIMALISMO
  13. IX. El loco y la linde
  14. X. La superior dignidad moral del ser humano
  15. XI. El bíos y la zoé
  16. XII. El reverendo Malthus y el veganismo
  17. XIII. Los límites de los derechos animales
  18. XIV. Un poco de psicología vegetal
  19. XV. Animalismo frente a ecologismo
  20. Cuarta parte. POSTHUMANO, DEMASIADO POSTHUMANO
  21. XVI. El posthumanismo es un humanismo
  22. XVII. Posthumanismo y ciencia
  23. XVIII. El dataísmo: un posthumanismo racionalista
  24. XIX. La singularidad tecnológica: un singular disparate
  25. XX. No vivimos en una realidad virtual
  26. XXI. Relativizando la posverdad y las fake news
  27. XXII. Derechos L’Oréal: «porque yo lo valgo». Crítica de los derechos posthumanos
  28. XXIII. El futuro de las posthumanidades
  29. A manera de conclusión. POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS
  30. XXIV. Sobre nuestro futuro a larguísimo plazo