Mamie Saloam y otros relatos
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Mamie Saloam y otros relatos

  1. 144 páginas
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Mamie Saloam y otros relatos

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Los cuentos de juventud de Djuna Barnes dibujan un mapa hacia la madurez de esta escritora que, con el paso del tiempo, ha sido reconocida como miembro de pleno derecho de la "generación perdida" y admirada por autores como James Joyce, Dylan Thomaso arson McCullers. Estos relatos, publicados en las principales revistas y periódicos neoyorquinos de principios del siglo xx, permiten conocer la bohemia, el origen de la obra de Barnes y entender la posición que decidió adoptar a lo largo de su vida, huyendo de las luces de neón y de las fiestas y salones literarios. Una joven que, sin apenas experiencia, "reinventó" de algún modo el género y cuestionó el periodismo de la época, masculino y sensacionalista.No puede interpretarse su gran obra, El bosque de la noche, sin entender cómo Barnes, desde un aparente costumbrismo, se adentró en lo simbólico; tampoco se puede explicar cómo, después de vivir un exilio intelectual dorado en París, regresó a Greenwich Village, el territorio literario de este libro y el barrio de sus primeras debilidades, vitales y creativas, donde pasó sus últimos cuarenta años encerrada en un diminuto apartamento.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412305937
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

MAMIE SALOAM

y otros relatos

El terrible Pavo Real

Fue en los meses de parón veraniego, cuando un accidente de metro se avecina tanto como la fuga de Thaw1, que un inusual artículo de prensa hizo su aparición a la hora del café.
Nadie sabía al parecer de dónde había salido. Trataba de una mujer, una más grandiosa, más peligrosa que Cleopatra, treinta y nueve veces más fascinante que el brillo del sol en una gold eagle2, y casi tan esquiva.
Era un Pavo Real, decía el artículo, que no estaba mal escrito: una sinuosa mujer de electrizantes ojos verdes y pelo rojo, vestida de ceñida seda verdiazul, muy observada en su lánguido transitar por las calles de Brooklyn. Alguien… pero ¿quién?
El redactor jefe se rascó la cabeza y le encargó el artículo a Karl.
–Averigua algo sobre ella –sugirió.
–Encasquétaselo mejor a algún novato –dijo Karl–. Que le dé un enfoque nuevo. Hoy me tengo que hacer cargo del caso Kinney. Qué tal Garvey.
–De acuerdo –dijo el redactor jefe, y cogió un chicle nuevo.
Garvey quedó debidamente impresionado cuando Karl viró hacia un costado de su escritorio y plantó encima del artículo una pierna, pues Karl era la Estrella.
Una persona bastante misteriosa en cierto modo, este Karl. Su lugar de residencia era un secreto inviolable. Se sabía que tenía dinero acumulado, pese al hecho de ser reportero. Se sabía también que estaba casado.
Por otro lado, era un apagafuegos: un reportero de primera. Si alguien creía que lo mejor era suicidarse y dejar una notita malintencionada a una esposa que desvariando se adentraba tres pasos en el baño y tres en la cocina, hipando «Ay, Dios mío» a cada paso, iba a parar a la máquina de escribir de Karl… y así nacía una historia digna de primera plana.
–De modo que vas a buscarla –dijo Karl–. Es condenadamente hermosa, tiene ojos de gata y el pelo de Leslie Carter3, una Clitia cimbreña y cargada de bucles, provista de un cutis color del café con leche que se ha dejado reposar toda la noche. Dicen que atrapa más hombres en su pelo que cualquier sirena viva o muerta.
–¿Tú la has visto? –exhaló Garvey, atónito.
Karl asintió brevemente.
–¿Por qué no la localizas , entonces?
–Hay dos cosas –dijo Karl con tono judicial– que no se me dan bien. Una es la sustracción, y la otra, la atracción. A por ello, hijo. El encargo es tuyo.
Se alejó con paso tranquilo, pero no tanto como para no ver a Garvey henchirse visiblemente por el cumplido implícito y acariciar su bella pajarita.
No obstante, a Garvey el encargo no le hacía gracia del todo. Estaba Lilac Jane, ¿cierto? Tenía una cita con ella esa misma noche, y Lilac Jane era sumamente deseable.
Él estaba en esa edad en que la devoción por una mujer del género que flirtea con cualquier otro es poco menos que traición.
Pero… ¡le habían asignado esta tarea por su fascinación por las sirenas verdes cimbreñas! Garvey se toqueteó de nuevo la corbata, y alegre sacó su pañuelo con esencia de lavanda, igual que un monaguillo balancea un incensario.
En la puerta se giró bajo la lámpara y se remangó un puño, y sus compañeros de trabajo gruñeron. Según su reloj de pulsera eran las siete.
Fuera se detuvo en la esquina cercana al asador. Miró a un lado y a otro de la plomiza calle debido a los apagados escaparates de sus floristerías y a las casas de fachada gris, deseoso de que hubiese alguien con quien poder hablar sobre su sentimiento de competencia en un mundo de hombres competentes.
La vista en el asfalto, perdida en fervientes sueños sobre Lilac Jane, deambuló. El rugido del tráfico en el puente no lo perturbó, ni los gritos de los barqueros en el atardecer en el muelle.
Entre las visiones rosáceas se cernió por fin algo verde.
¡Zapatos! Zapatos pequeñitos, estilizados e inmaculados; sobre un destello de finas medias verdes, en unos tobillos aún más estilizados.
Se oyó el tintineo de una risa, y Garvey volvió en sí, rojo y sudoroso, y al pasar el delgado cuerpo vestido de verde alzó sus ojos hasta los ojos del Pavo Real.
Era ella, sin lugar a dudas. Su pelo era de un rojo terrible, incluso en la oscuridad, y resplandecía unos veinte centímetros por encima de su frente, en el recogido más alto que Garvey había visto jamás. El brillo de la luna lo atravesaba como la mantequilla una tela mosquitera.
Su cuello era largo y blanco, sus labios más rojos que su pelo, y sus ojos verdes, con el ajustado vestido de seda que al moverse ondeaba como aguas revueltas sembradas de algas, completaban aquella osada creación. Los poderes fácticos habían buscado el efecto póster cuando hicieron al Pavo Real.
Era de una belleza inverosímil, y a ella Garvey le resultó gracioso. Su risa plateada tintineó de nuevo cuando él la miró fijamente, el pulso a cien a la sombra.
Trató de convencerse de que aquel efecto fisiológico se debía a su instinto periodístico, pero es de suponer que Lilac Jane habría formado su propia opinión sobre el Pavo Real de haber estado presente.
–¿Y bien, jovencito? –exigió ella, sus asombrosos ojos metidos en mortífera faena.
–Lo… Lo siento… No pretendía… –balbució desvalido Garvey, aunque no intentó escapar.
–¿Me estabas echando un piropo mirándome de ese modo? ¿Es lo que tratas de decirme?
Ella volvió a reír, se deslizó hasta él y lo cogió del brazo.
–Me gustas, jovencito –dijo.
–Me llo-llamo Garvey, soy del… del Argus.
Eso la sobresaltó, y lo miró con aspereza.
–¡Un reportero!
Pero su risa tintineante resonó otra vez, y ambos echaron a andar.
–Bueno, por qué no –dijo ella, jovial.
Luego, de forma totalmente inesperada.
–¿Bailas tango?
Él asintió enmudecido, batallando por encontrarse la lengua.
–¡Me encanta! –declaró el Pavo Real, e hizo a su lado uno o dos pasos de baile–. ¿Quieres llevarme a algún sitio donde podamos hacer un giro o dos?
Garvey tragó a duras penas y mencionó un afamado local.
–¡Por favor! –exclamó la sirena de ojos verdes, y volvió sus asombrados orbes hacia él–. ¡Yo no bebo! Vayamos a un salón de té… al Poiret’s –lo pronunció «Poyrett’s».
Garvey soportó así que lo llevaran al matadero, y de camino ella charlaba con ligereza. Él sacó su pañuelo y se enjugó suavemente las sienes.
–¡Santo cielo! –dijo ella, arrastrando cada sílaba–. Hueles igual que una epidemia de mujeres desmayadas.
A Garvey aquello le dolió, pero muy dentro de sí decidió de repente que, en un calmante varonil aplicado en frío, aquel aroma estaba de más.
Entraron a un local vivamente iluminado en el que había ya pocas chicas y menos hombres.
Buscaron mesa y ella pidió té y pasteles, y urgió a su acompañante a que no se cortara. Garvey pidió con obediencia y profusión.
Al poco, empezó la música, y él la llevó en volandas hacia la pista y hasta aquel fascinante baile.
Sí, Garvey era muy buen bailarín. ¡Pero el Pavo Real!
Era ligera y sinuosa como una voluta de neblina verde, pero de sólido hueso y músculo en los brazos de él.
Era la pura poesía del movimiento, el espíritu del baile, la esencia de la gracia y la belleza.
Y cuando paró la música, Garvey podría haber gritado de irritación, pese a estar sin aliento.
Pero el Pavo Real no estaba en absoluto afectada. De hecho, no había dejado de hablar durante todo el baile.
Garvey había capitulado hacía mucho. ¿Lilac Jane? ¡Bah! ¿Qué suponían mil Lilac Janes al lado de esta gloriosa criatura, de esta Venus Anadiomena, esta… Afrodita de la Espuma Marina?
A la brillante luz del salón de té, sus ojos verdes eran aún más verdes, su pelo rojo más rojo, su garganta blanca más blanca. Él habría cedido todo un rancho en Texas por ella, con ganado y todo.
Intentó decirle algo de aquello, y ella rio deliciosamente.
–¿Qué tengo que hace que los hombres se vuelvan locos por mí? –preguntó, mientras sorbía su té ensimismada.
–¿Eso hacen? –e hizo un mohín.
–Oh, y sin vergüenza ninguna. Se quedan boquiabiertos, con decoro, y dejan caer lo que sea que lleven en brazos. ¿Por qué?
–Es lo más natural del mundo. Tienes un pelo y unos ojos que pocas mujeres tienen, y todo hombre desea lo raro. –Se estaba poniendo elocuente.
–Pero… yo no soy para nada guapa… la delgadez no es atractiva, ¿no?
–Lo es, en ti –dijo él sin más. El hecho de que pudiese decirlo sin más eran en efecto malas noticias para Lilac Jane.
Ella hizo gala de sus hoyuelos y se levantó de golpe.
–Me tengo que esfumar ya. ¡Ah, Lily!
Una chica de belleza innegable, pero una chica corriente, atravesó el salón.
–Este es el señor, eh, Garvey, la señorita Jones. Entretenlo, ¿quieres? Baila de maravilla. –Y mientras él batallaba por ponerse de pie en un amago de protesta–. Oh, vuelvo enseguida. –Y se marchó.
Garvey trató de pensar alguna excusa para escapar de la pareja que, de manera tan poco ceremoniosa, le habían endilgado, pero la chica frustró sus endebles esfuerzos levantándose expectante mientras los primeros compases de Too Much Mustard4 flotaban en el ambiente.
No quedaba otra que cumplir. Y, después de todo, era buena bailarina. Se vio preguntándole qué iba a tomar cuando acabara el baile.
En cualquier caso, reflexionó, aún tenía un encargo que cubrir. El Pavo Real seguía siendo el gran misterio que era; más que un misterio. Pero había dicho que volvería. Así que esperó y bailó y comió y alternó.
Media hora más tarde el Pavo Real que volvió… con otro hombre.
Para Garvey todo se tornó de pronto púrpura claro. Era el resultado de estar verde de celos y, al mismo tiempo, verlo todo rojo.
La nueva víctima de sus encantos (pues como tal lo reconoció incluso Garvey) era un ejecutivo entrado en años, propenso a la corpulencia, al que el ojo se le iba tras cualquier falda. Garvey lo odió con desprecio amargo.
El Pavo Real bailó con él una vez y luego lo dejó, boqueando como un pez, a la dulce merced de otra chica.
Hizo una breve parada en la mesa de Garvey, le dedicó una sonrisa y susurró:
–Aquí, mañana por la noche.
Y se desvaneció en un remolino de seda verde; probablemente en busca de más presas.
Garvey pasó una mala noche y un día siguiente aún peor. ¿Quién era ella? ¿Qué jueguecito se traía entre manos? ¿Qué iba a pasar mañana por la noche?
Le daba igual. Lilac Jane había sido definitivamente depuesta en favor de una diosa verde cuyo encanto muy probablemente implicaba destrucción.
Pero le daba igual.
Le dijo al redactor jefe que la historia del Pavo Real estaría lista al día siguiente, y añadió una reserva mental: «Si no he dimitido». Y alelado hizo su trabajo, en un trance que dio lugar a graves errores en su «copia».
Aun así, no se había hecho ilusiones, salvo por el indefinido y noble impulso de «rescatar al Pavo Real de su degradante entorno».
De algún modo, sin embargo, la frase no procedía.
Una sola vez pensó en Lilac Jane, con sus cálidos, corrientes, femeninos brazos extendidos hacia él. Sacó su foto del bolsillo y la comparó con la foto mental que tenía del Pavo Real, luego guardó la fotografía, del revés.
Y así se arriaron las banderas de Lilac Jane.
Acto seguido...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. La soledad elegida
  6. Mamie Saloam y otros relatos