Nada es crucial
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Nada es crucial

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Nada es crucial

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"Ciudad Mediana, años ochenta. Los yonquis habitan los descampados y olvidan a sus crías dentro de cobertizos de uralita. En uno de ellos sobrevive milagrosamente un cachorro silencioso que se deja aplastar por el sol. Dos señoras muy cándidas y amables lo rescatan, le limpian la cara con agua de colonia y comienzan a hablarle de Dios y de espaguetis. Mientras, en otro lugar que huele a vaca y a pienso, una niña feliz observa cómo su madre naufraga en la cama, los ojos perdidos en algún lugar, el pelo sucio, el pijama pegado a la piel desde que papá se marchó".Así resumió Pablo Gutiérrez esta novela única, ganadora de la XXI Edición del Premio Ojo Crítico de Narrativa de RNE, en 2010, y que es considerada como una de las obras clave de la literatura en español de este siglo.Isaac Rosa enfatiza en su prólogo que Nada es crucial "es noveladescampado sobre todo por su escritura, su despliegue lírico y la violencia de su voz. Prosa descampada, tan desapacible como magnética, novela sin ley que contiene belleza y mugre por igual. Una novela alambrada, afilada, llena de fragmentos rotos y cristales".

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Información

Año
2021
ISBN
9788412305999
Edición
1
Categoría
Literatura
Cada cosa en su sitio: la mesa bien ordenada, el cuaderno y el bolígrafo, el bramido del mundo en los márgenes de este rectángulo con su aburrida repetición de atracción de feria. Es verano, la vieja abre las ventanas y la siemprencendida atruena en el patio de luces. Toda esa angustia de su pequeña casa –las horas largas, el teléfono mudo, el pelo sucio– se filtra y rezuma, calcifica dentro de mí, se agrega a la lista de filfas y obligaciones que a diario me persiguen y no me dejarán en paz hasta que decida mandarlas al cuerno y convertirme en eremita y cultivar tomates y criar gallinas y prescindir de casi todo como por ejemplo el papel higiénico la espuma de afeitar la sintaxis
Al rescate acude una imagen capturada en la avenida. Niños, dibujad esto: dos hermosas figurillas acurrucadas en una parada de autobús, los dedos enroscados en los dedos, los ojos enroscados en los ojos. Los suyos (los de él) son botones oscuros; los de ella son fugaces como insectos. Sobre su frente (la de él) flota un mechón suspendido como un paracaidista. Los rizos (los de ella) se dejan despeinar por el viento sur. Es guapo el chaval, parece un soldadito de Hazañas bélicas: la llama roja del flequillo, la mandíbula prensada, los ojos sugeridos. La chica es antifaz de rizo y ojeras excavadas, barriga esférica como un planeta, tensa como un tambor. Calza botas de piel de lobo hasta la rodilla, tiene trazo de dama de cuento, se llama Margarita o Marga o Magui. Él se llama Lecumberri o Antonio o Lecu.
Sentados en un banco de plástico, esperan el autobús radial, se protegen, se aman, habría que estar ciego para no darse cuenta de eso, se aman de un modo extravagante y amplificado: Lecu sostiene la mano de Magui como si fuera un animalito herido, Magui percute suavemente su tam-tam provocando pequeños terremotos sobre la superficie. No pestañean, no dicen una palabra, no dejan que nadie se siente en el banco, ni el anciano que respira exhausto ni la señora que arrastra sus bolsas.
Sopla constante.
Del sur y de las huertas y la depuradora.
Los rizos y la llama roja, la nariz redonda y las mejillas blancas olerán a mierda si el autobús se retrasa, y su amor, tan propicio y dibujado en cuartilla, no servirá de mucho cuando todo lo ensucie ese viento tóxico, la hélice agria que hará que se enrosquen las espirales de ADN dentro de la caja de música de Magui; un viento que sólo se percibe en la parada de autobús y que dice a los pájaros de los humedales: debéis emigrar; y a las arañas: debéis ser voraces; y a las abejas: debéis fabricar vuestras colmenas a refugio de mí; y a los humanos: debéis construir silos y graneros; quedan largos meses, meses largos de invierno. No hay metáfora en esto: los pájaros son pájaros, las abejas, abejas, Magui siente que está preñada de pájaros y que un día pondrá un huevo grande y de marfil sobre una almohada, y pasarán las tardes mirándolo muy fijo, y justo cuando se cansen de vigilarlo se abrirá una ranura con forma de zeta. De la ranura saldrá una uña a la que seguirá un dedo; al dedo, una garra cubierta de plumas y escamas, escamas y plumas como en Mundoantiguo, quiero decir muy-muy antiguo.
Lecu dirá tiene fauces de niña linda.
Magui dirá tiene espolones de niño bueno.
De la mano esperarán los tres, sentados, sentaditos en la parada del radial –se hace tarde y no viene, no viene y se hace tarde–, mientras sus narices siguen llenándose de abono y toxina, sus narices y sus ojos, sus ojos y los alvéolos vacíos de sus dentaduras, sobre todo si atardece y sopla del sur y de la depuradora donde la ciudad desagua el almuerzo. Nadie sabrá que cada infortunio de Mundofeo lo produce ese viento vivo (las grandes desventuras y las tragedias pequeñitas, a diario), viento caliente como sopa hervida que transporta ondas hertzianas y plomo y mercurio y voces humanoides y una porción de materias raras del sur constante.
Del sur y de las huertas donde madura la fruta injertada y la avaricia del agricultor que bombea sulfato sobre el primer brote. Sentados, sentaditos en la parada del radial, hermosos y mutantes como personajes de cómic, Magui y Lecu aguardan a que el tiempo termine sin hacerse preguntas ridículas como de qué vivir, qué hacer cuando lleguen adónde.
Magui y Lecu: mis dos heliotropos sulfatados, florecillas resecas entre las páginas de un libro de poemas vaporosos, Soy un caso perdido, Contra los puentes levadizos, tan vivos sobre el vértice, Los formales y el frío. Observo su silueta y me relamo: el ángulo de la barbilla de Lecu, la curva de la barriga de Magui, el delicado contacto de los dedos en los dedos, de los ojos insectívoros (los de él) en los ojos capturados (los de ella). Imagino el agujero en el que habitan, las sábanas ligeras, la luz del amanecer cuando Lecu posa su voz decolorada, buenos días, sobre el hombro de Magui. Vivo a través de ellos con rencor de roca, construyendo los días plácidos y las horas felices que a mí me fueron negadas, aunque exista un pasado con sus súbitas rosas, un bloc de dibujo, lápices, simulacros que me sirven de alivio.
Sueño todas estas cosas sumergido como náufrago entre las ondulaciones de la siemprencendida. El lomo del sofá es mi incubadora, la siemprencendida es la lámpara que me abriga, la ventana es un punto de fuga hacia el que los ojos se proyectan aunque apriete las sienes para mantenerlos dentro de las veinte pulgadas, se pierden. A través de ella percibo el latido viscoso del mundo, mundo feo y hostil como erizo, mundo atestado de horribles historias cotidianas, simas submarinas ocasionalmente atravesadas por seres luminosos.
Seres como Magui y Lecu, mis heliotropos cautivos entre Contraofensiva y A la izquierda del roble. Magui y Lecu: dos bichos muy raros que guardo en un estuche transparente (no les deis de comer después de la medianoche). A veces soplo flojito sobre ellos y dibujo nubes grises y abejas amarillas a su alrededor, y otras veces sólo los miro desde la ventana cuando fingen que no son dos heliotropos míos ni dos figurillas de plastilina sino seres completos y reales que esperan el autobús en este andurrial de Mundofeo donde me estabulo.
En su sitio cada cosa, como en una postal de vacaciones: el mar quietecito en el lugar del mar, contenido en su cuenca como ojo de gigante; la roca fija en el lugar de la roca. Cuando yo era chico, la playa estaba enmoquetada de almejas, trillones de almejas toscas y secas que te pinchaban los pies como púas o arrecife. Mamá las sacaba con unas pinzas, te curaba la herida con agua oxigenada, no andes descalzo, ¿cómo fueron a parar allí, qué civilización de moluscos las habitaba, de qué edad geológica, de qué Atlántida escaparon? Caminabas sobre ellas y crujían como nueces, los dioses debieron de sentir algo parecido. Si tomabas un puñado de arena y lo observabas de cerca veías que todo eran fragmentos, astillas diminutas de almejas amalgamadas como el granito, qué titánica industria que yo-niño no comprendía, que no comprendo. En las mareas de Santiago, a finales de julio, el mar se ponía bravísimo en la playa-cementerio, las olas son enormes y nosotros muy pequeños, pero nos lanzamos contra ellas para que nos trituren sobre la alfombra de faquir. Al anochecer volvemos a casa como indios a los que un caballo arrastró por el desierto, cenamos rápido, caemos rendidos en la cama con arañazos, picaduras de mosquito, felices.
Ahora en cambio: la fragilidad, el trueno de la siemprencendida, todas las cosas que se ponen en fila empeñadas (reclutadas por quién) en hacerme olvidar cualquier criatura fabulosa. Mundofeo es desigual y estúpido, será el castigo más fiero para quien rivalice con Alá en la creación, pues sólo Alá-Único-Dios puede crear vida, y por tanto, quien dibuje o esculpa una imagen recibirá el día del juicio el alma de ella, y en el fuego infinito del infierno arderá por cada alma que arrastre, y si creó diez o cien imágenes sufrirá diez o cien veces más que el resto en la llama que arde sin consumirse pero hace tanto frío que dejo que mis dos fantoches se desperecen como gatitos, que se estiren, que se esparzan sobre la mesa, que se den esa clase de besos mientras con cinta aislante me ajusto a la cintura el explosivo plástico de mis lápices de colores. No habrá ningún paraíso para mí, ninguna docena de hímenes esperándome en las estancias celestiales, sólo queda entretener el pánico antes del estallido de fin de fiesta, por eso cada cosa en su sitio:
Una mesa de roble.
Rotuladores, tarjetas blancas ordenadas como billetes de Monopoly.
Un número, a lápiz, en cada esquina.
En azul escribo los malos recuerdos.
En verde, los deseos de la tarta de cumpleaños.
Rojo para mamá y papá.
Negro para las chicas que pasan a mi lado y no me pertenecen.
Debería ser así. Todo se mezcla en cambio, todo lo invento con un solo bolígrafo y ninguno de mis fotosueños perdura; ninguno salvo mi juguete Magui, salvo mi juguete Lecu.
Lecu. Antonio Lecumberri era un niño mugroso y despistado que nunca traía el babi ni las ceras de colores ni las galletas envueltas en papel de aluminio que los demás parvulitos nunca olvidaban; ni siquiera solía llevar dos zapatos iguales. A veces venía en pijama y zapatillas, y otras veces no aparecía en un mes porque sus padres, el Sr. y la Sra. Yonqui, no recordaban que esa cosa amarillenta respiraba y comía y hacía caca y pis, y había un colegio donde una maestra bondadosa lo esperaba para limpiarle la cara con una toalla y darle, sin que los demás niños lo supieran, un desayuno muy rico.
Antonio Lecumberri vivía junto al Sr. y la Sra. Yonqui en un descampado donde se levantaba la ruina de una cueva que había sido propiedad de la mamá de la Sra. Yonqui, quien para su bien murió antes de conocer a la porquería de su nieto. Cuando la Sra. Yonqui era pequeña y saludable y hacía un dibujo de su casa, nunca olvidaba los maceteros y los arriates donde se apretaban las gitanillas, los jazmines muy blancos trepando por la cancela, los arbolitos enanos, el pozo que daba agua de verdad, la higuera que daba higos de verdad y las ventanas y las puertas y los muros que no formaban una cueva derruida sino un cobijo calentito. Rodeaba la finca una valla de madera que todas las primaveras pintaba de verde el papá de la Sra. Yonqui, que también murió muchos siglos atrás y a quien el Estado entregó esa casita porque al lado iba a pasar una nueva vía del Talgo y él sería el encargado de que los cafres de las huertas no robaran los pilotes de acero ni se jugaran los huevos debajo de la catenaria, sólo que, al final, la línea nunca se construyó y la casita se la dieron de igual modo, total, el gasto ya se había hecho y eran unos muertos de hambre y al menos su suegro había luchado en el bando adecuado cuando el Gran Etcétera, por eso la escritura siempre estuvo a nombre de ella aunque fuera él quien firmara los recibos por ser el cabeza de familia, entonces se llamaba así al que pegaba más fuerte.
La casita estaba alejada de los barrios. Más bien estaba a tomar por culo de los barrios, como solía decir el abuelo de Lecu, pero los barrios se fueron acercando a las huertas con el tiempo y, cuando el nene nació, la casita ya estaba en el centro de Ciudad Mediana y valía una fortuna, aunque de eso no tuvieran noticia ni el Sr. ni la Sra. Yonqui, que eran pésimos financistas y siempre andaban pensando en sus cosas.
Todo esto sucedió en los ochenta, cuando los yonquis dominaban el planeta y vagaban y se apoderaban de los descampados sin que hubiera agencias inmobiliarias ni asistentes sociales que se les opusieran, o al menos no había los suficientes como para ocuparse de que la catarata de críos sucios diseminados por las mamás yonquis fueran a sus clases progresivamente menos roñosos, se sentaran adecuadamente en sus sillitas, obedecieran mansamente a sus maestras y se dejaran expulsar dócilmente cuando montaran algún cisco en el patio como, por ejemplo, mearle en la cara a un niño más pequeño sacudirle fuerte al bedel hurgarle el totito a una niña en el lavabo, algo muy frecuente en los fieros años ochenta, no dejéis que la siemprencendida os convenza de que sólo a vosotros os tocó vivir en una época de agresividad desmedida porque lo cierto es que antes se mordía igual, se pegaba igual, se metían las manos (las dos juntas) donde no se debía y se inventaban castigos cruentos contra traidores y maricas. No son las pelis ni los juegos ultraviolentos lo que os conduce como a zombis a mataros a hostias: si nosotros hubiéramos tenido vuestras formidables videocámaras habríamos grabado las mismas sobas, las mismas leñas mitológicas infligidas a los suavones que tanto asco nos daban. Pero CINEXIN, qué lástima, no servía para eso.
Igual que del musgo o de las lilas del descampado, de Lecumberri no se ocupaba nadie. Ni la Sra. Yonqui ni el Sr. Yonqui ni los asistentes sociales, nadie; y si sobrevivió hasta que pudo valerse fue gracias a aquella maestra bondadosa que algunas veces se lo llevaba a casa, lo bañaba, le compraba ropa y le daba de comer como a una mascota.
Magui, en cambio, tuvo mucha más suerte.
Magui. Magui tuvo mucha más suerte porque no nació en Ciudad Nueva y Hostil, sino en un pueblito de la campiña que se llama Belalcázar. Básicamente, en Belalcázar hay prados con vacas marrones una bolera que sirve de pensión un castillo pelado por el viento que peina a las vacas.
Belalcázar es una asadura de pueblo, pero Belalcázar es una palabra que hace que te olvides de su tonto baluarte de piedra repelada y sus prados llenos de vacas bobas que, a vista de pájaro, parecerían excrementos enormes, las vacas.
Las calles suben dobladas en codos hasta la plaza que el baluarte oprime con su sombra, y luego bajan tiesas por la colina de las hortechuelas para terminar en los caminos de tierra que llevan al monte. En la plaza hay una mercería antigua que vende leotardos de punto y medias glaseadas como dónuts, dos bares con sillas de cine de verano, una fuente con palomos, un videoclub que alquila porno detrás de una cortinita, una farmacia junto a la parroquia y unos pobres que se turnan las misas.
Flanquean la fuente dos bancos sobre los que de día se mueren de aburrimiento tres viejos y de noche se comen la boca dos niñatos, él canijo y nervioso como un galgo, ella gordezuela como su mami, la del videoclub, siempre son los mismos.
Como la plaza da al norte, allí no se paran ni los gatos, especialmente los gatos no lo hacen, apenas algunos viejos y niñatos la habitan como templarios que custodiaran qué. De manera que los viejos bien podían jugar a escupirse y los niñatos a romperse la crisma haciendo las cosas que salen en las pelis de la cortinita, y nadie en el pueblo se enteraría de nada, ni siquiera la tontaina de la mercería.
Magui vivía cerca de la plaza, por eso no se besaba en los bancos con nadie, su madre la vería enseguida desde la ventana y la arrastraría de los pelos, al menos escóndete un poco si eres tan cochina, Margarita. Pero no, Magui no era una cochina, Magui era una niña mona y feliz. Sus padres tenían una tienda de conveniencia donde vendían refrescos, embutidos al corte, golosinas y trompos, y no cerraban ni los días de fiesta para poder comprarle a su hijita del alma las mochilas más chulas y las reeboks más lindas, y por eso Magui era mona y feliz y siempre parecía que acababa de salir de la ducha con una goma en el pelo que hacía juego con la etiqueta de sus zapatillas.
Pero pasó el tiempo, niños, y el Tiempo es el corruptor de la felicidad, ya sabéis, de la felicidad de Magui y de la vuestra, nada quedará de estos días amarillos en los que los demás se parten el alma mientras vosotros los contempláis desde una azotea de cal. Sopla viento del sur, cálido y constante, la ropa tendida se agita como banderas en estampida.
Señoras Amables. Tímido y canijo, Lecu creció en el descampado como crecían las lilas en el alambre y el musgo en la piedra. Y cuando llevaba diez años creciendo a fuerza de comerse el musgo, las lilas y los sándwiches de la profesora buena, sucedió un verdadero milagro. Escuchad:
El nene Lecu, muy sucio y muy enclenque, se deja quemar las retinas por el sol hasta que puede ver figuras en el cine de su cabezota, el nene Lecu tiene una sala de cine en el lóbulo parietal, proyecta lindos ectoplasmas mirando muy fijo al sol, es su entretenimiento favori...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. La novela descampado para entrar en Mundopablo
  5. Nada es crucial