La suerte de Omensetter
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La suerte de Omensetter

  1. 418 páginas
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La suerte de Omensetter

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A finales del siglo XIX, el pueblo de Gilean, en el estado de Ohio, recibe a una familia de forasteros, los Omensetter. Desde el primer momento, sus habitantes admiran la magnética personalidad del cabeza de familia, Brackett, y la suerte que siempre parece acompanarlo. Sin embargo, su llegada no es bien acogida por todos. El reverendo Jethro Furber, en pleno proceso de degradación mental y espiritual, centra su odio en Brackett Omensetter. Una muerte acelera el enfrentamiento entre los dos hombres, narrado por medio de distintas voces que son testigos fieles de una brillante disquisición sobre la muerte y el sentido de la vida, sobre el bien y el mal.La suerte de Omensetter fue catalogada desde su publicación en 1966 como una novela cumbre de la narrativa estadounidense. David Foster Wallace la consideraba una de sus obras favoritas de todos los tiempos, y Susan Sontag siempre recordaba su admiración por William Gass y por este libro, que describía como perfecto y extraordinario.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412305975
Categoría
Literatura

EL REVERENDO JETHRO FURBER
CAMBIA DE PARECER

1

Perros afónicos, ladrando, salpicaban en el río persiguiendo palos. Habían colgado abrigos y corbatas de los árboles y los hombres arrojaban piedras a botellas de soda o hacían rebotar en el agua trozos de pizarra y contaban los brincos a voces. Él distinguía a los niños chillones y las risas de las mujeres. De no haber habido un muro habría visto sus refriegas al borde del agua. Descendía la tierra y se abrían los árboles de tal forma que sentado donde estaba el Ohio podría haber hecho que sus ojos parpadearan, pero el muro tenía casi dos metros y medio de altura y estaba envuelto en parras como una botella de Burdeos. El banco estaba húmedo y frío, toda la mañana a la sombra de los olmos, y se deslizó su Biblia por debajo. Era un jardín pobre, entregado a la hiedra y a las plantas que preferían la sombra densa, pues el sol alcanzaba tan solo en el cénit del día cuando encontraba una abertura entre las copas de los árboles y la torre y la nave de la iglesia. Distraído, palpó los poros del cemento. Las sombras de las hojas de los olmos pasaban con delicadeza por encima de las parras y las gramíneas. En invierno uno podía ver con bastante claridad a través de la verja al fondo del jardín hasta el río que se extendía sereno en su hielo –plomizo, grave, inmortal–. Nunca llegó a saber cuándo se había perdido la llave pero ahora la cerradura estaba oxidada y la verja doble estaba encadenada. En la primavera, cuando echaba hojas la hiedra y como un telón cubría las estacas, la venda en sus ojos quedaba completa. Aun así alcanzaba a ver la arena elevándose en pequeñas rachas y el agua reluciente batiendo la orilla. No era cierto, pero Jethro Furber sentía que se había pasado la vida aquí. En efecto, él había traído al jardín el ligero orden que tenía, disponiendo la senda con sus propias manos y clareando de maleza y enredaderas los sepulcros, frotando con cuidado las lápidas. El banco frío y áspero le resultaba tan familiar como su propia piel, y el jardín, con su diseño secreto y su significación sagrada, era como él mismo. Sonrió al considerarlo (lo había considerado a menudo), pues el cuerpo de cualquier símbolo era absurdo, ridículo como lo era el cuerpo de Cristo, tan lacio y de costillas tan marcadas. Y aquellos maderos de fabricación tan grosera clavados torpemente en la tierra eran una tontería. La crucifixión estaba tan lejos del amor. ¿Cuán lejos él de lo que significaba?… hombrecito pálido, de rostro plisado y ropas del color de los negros, el reverendo de ojos como clavos, Jethro Furber, el cuarto en esta iglesia y un embustero; ¿cuán lejos estaba de la consciencia de su gente? La niña de los Scanlon daba vueltas, haciendo florecer su falda rosa, y el Ruidoso llamaba a su perro. Vio el pelo de el Ruidoso sacudirse como el de una niña; sus piedras hacían añicos el agua. Furber les había contado qué deberes requería el Sabbath; había postrado su voz ante ellos de una manera bochornosa; los había amonestado y amenazado; había forrado de metal sus palabras y soplado a través de ellas con fuerza como un coro de trompetas. ¿Pero qué sentido tenía predicar? Fútil. Fútil. No era capaz de volver a amedrentarlos. Eso también era fútil. En tres rincones del jardín había sepulcros, torcidos, donde habían sido enterrados los cuerpos sin vida de sus predecesores, y aún quedaba un rincón vacío para que él yaciera fútil y olvidado. Todo era oportuno y apropiado. Incluso los clichés del predicador eran apropiados: los oídos que habían dejado de escuchar, pulmones que habían dejado de hincharse, los dientes que habían dejado de reír, o de bailar el pelo, la polla que había dejado de estar amargamente emponzoñada. Se golpeó el muslo, a medias levantado, luego volvió a sentarse despacio. Las piedras de Omensetter se mojaban y volaban y se iluminaban como gaviotas por sobre el agua. Furber restregó los dientes unos con otros de tal forma que le rechinaron, el sonido lo hizo estremecer. Pronto el sol caerá sobre el banco, pensó, y blanquearán las hojas. Esperaría donde estaba. Tenía que hacerlo. Sin duda no volvería a salir.
Era aquí donde ensayaba. Despacio, la cabeza gacha, la Biblia sujeta con firmeza contra el pecho, rodeaba el jardín. Sus ojos barrían el suelo cerca de sus pies, las hojas aplastadas y las raíces desnudas, la hierba en rastrojos y el barro que rezumaba entre las piedras. Lirios del valle crecían frondosos cerca del muro en el que rastros de argamasa desmoronada, manchas de humedad del río y musgo eran visibles bajo las parras. Florecían la violeta, el álsine y el llantén menor. Había una alheña todavía viva de un endeble intento anterior a su tiempo de dividir con setos el jardín, y un rosal que cada invierno el viento abrasaba hasta la raíz que se extendía sobre el tocón podrido de un sauce, con los tallos casi deshojados por las enfermedades, y que pugnaba por florecer. Los pulgones se alimentaban de los brotes, pero él refrenaba su mano, verificando, una vez más, el curso destructivo de la naturaleza. Amarilla anaranjada cuando florecía, era una enredadera, y creyó reconocer su fragancia. Una vecina de su madre la cultivaba, o lo hacía ella… como un sueño de oro a lo largo de la valla –Rêve d’or–… y la dorada madreselva que trepaba las celosías de su porche, también con estridentes campanillas y clemátides tan purpúreas como la túnica de un rey; y había azucenas de un blanco perlado, y forsitias y muchas lilas como fuentes, dondiegos y lamprocapnos, begonias derramándose de canastas que se balanceaban como cadenas, siemprevivas, margaritas, hortensias rosas que ella fertilizaba a veces con clavos para volverlas azules, polemonios rastreros magenta y aguileñas, verbenas, cimbreantes petunias rojas, acianos, zinnias, menta poleo para poner a secar y prensar entre los salmos, geranios rosas en macetas a lo largo de las barandas, gencianas, claveles, alverjillas, capuchinas del naranja más claro… él miraba toda esa belleza frondosa y dulce a través de las estacas, atemorizado en cierto modo, pues tenían un perro, y en el césped áspero y dulce, tan fresco y húmedo, la senda en torno a él bordeada de agératos níveos y de lobularias violetas, pensamientos rosas como labios, uvas de gato que se apretujaban entre los ladrillos, mientras en los parterres tras ellas había ásteres azul cielo sobre tallos anillados, pálidos y metódicos, tan perfectos que parecían cultivados por arañas; y oculto por la hierba alta y las varas de oro y el alhelí observaba él a la mujer, a la señora Kermit Hazen –¿Maisie era?, ¿sobrevivió a la operación? Fidel era el perro–, su estridente estampado amarillo dando de sí en las nalgas y enseñando la liga de sus medias al agacharse a cortar los tallos y apilar las flores en su polvoriento delantal. Se le formaban lágrimas en los ojos, emborronando las siluetas de las flores con la de la mujer, y cruelmente apretaba él las mejillas contra las estacas de la valla. Ella había plantado caléndulas cerca y a través de la valla alcanzaba él una, de un tirón la arrancaba de raíz y se frotaba contra la cara sus rasposas hojas antes de entrar a la casa y ofrecerle a su tía la mejilla para que se la besara y hacerla estornudar.
Mientras caminaba meditaba sobre algún pasaje de las escrituras o algún pensamiento que hubiese hallado en san Jerónimo o en Agustín, tratando de penetrar en él para reformularlo. Finalmente las palabras comenzaban a brotar, movía la garganta, comenzaba a balbucear y tamborileaba con los dedos en el libro. Aunque había dado los mismos pasos muchas veces, en efecto, los había organizado minuciosamente y le había dado a cada uno un carácter simbólico, y aunque su mirada gacha pareciera vacía y su postura afectada, no pasaba por alto los movimientos de la vida a sus pies. En efecto alimentaba su alma con estas sensaciones y en ella se mezclaban con sus pensamientos de manera equitativa, pues Jethro Furber sentía que la naturaleza era la palabra de Dios con la idéntica certeza con que lo eran las escrituras, era tarea suya, por lo tanto, observar y escuchar, interpretar y dar testimonio. Todos tendríamos que ser centinelas, y tendríamos que rezar para que Dios nos abra los ojos al mal y nos incendie los corazones para reprender a los impíos. Pensad, decía con frecuencia, cómo aúllan los demonios. Sus voces son roncas y burdas; viven en el fuego; gritan; sajan sus palabras como sajadas están sus cabezas; ¿pero no es dulce la justicia que hay en ello? De igual modo que lo peor de este mundo representa lo mejor del otro. Mientras decía esto se elevaba su voz, ondeaban sus manos, se apretaban arrobados sus párpados.
Rencorosa hiedra. Al otro lado del muro, en la ribera del río, la arena ardía. El río yacía en llamas. Unos martines pescadores caían como puntitos atravesando su mirada y la risa era dorada. Cada domingo Omensetter paseaba junto al río con su esposa, sus hijas y su perro. Venían en carreta, hablaban con la gente que iba de camino a la iglesia, y mientras Furber predicaba, ellos se espatarraban en la grava y arrastraban los pies en el agua. Lucy Omensetter tendía su cuerpo hinchado sobre una roca plana. Furber sentía el sol lamer las orejas de Lucy. Era como un rubor creciente, y las manos le temblaban al extenderlas para formar los maderos de la cruz. Que Dios te bendiga y te guarde… Cerraba los ojos, apartándose despacio. Verían lo conmovido que estaba, lo intenso y sincero que era. Que haga que Su luz brille sobre ti… Encontraba las huellas del perro y las marcas de sus cuerpos. Todos los días de tu vida… El desvergonzado desfile del infecto cuerpo de ella. Vigilante. Arcoíris como anillos de aceite en torno a ella. Vigilante. ¿No tendríamos que ser nosotros? Te espío, Gordita, detrás del árbol. Quería frotarse el recuerdo de los ojos. Centelleando. Abalorios de agua permanecían en su piel y gotas que huyendo se internaban en otras gotas hasta que se rompían y corrían, borrándose al final sus vetas. Ella tenía el ombligo hacia fuera, dulce lugar donde Zeus la había atado. Era tan blanca y reluciente, tan… pálida, aunque más oscura en el contorno de los ojos, oscuros los pezones. Ábrenos al mal. Separó los párpados una rendija. Incendia nuestros corazones. Mantones de luz de sol se derramaban por los respaldos de los reclinatorios. Des… nu… dezzzz. Las gotitas se reunían en la punta de su codo y de ahí colgaban, un saco hinchándose hasta que caía y le salpicaba el pie. Des… nu. Envolverla igual que la había envuelto el agua del arroyo. Des… Un cuerpo digno de un amante. Quién fuese piedra. Por favor, fin de las miradas furtivas. Por favor, deprisa. Deprisa. Fuera de mi iglesia.
Aunque desde luego no ahora. Con el niño recién nacido tendría que estar en casa junto a él; era más probable sin embargo que lo tuviera acunado en un brazo donde él hocicaría buscando sus tetas en los holgados pliegues abiertos de su vestido. Siempre azul o amarillo por algún motivo, llevaba encajes alrededor de la garganta y le caía desde la barbilla como una fuente dorada. Quién fuese hilo. Señor. Y todas las demás madres, todos los hombres incluso, sonreían, deseando tener aquellos pechos para sí. Dee dum dee dum. ¿Cómo había desaparecido? Mientras su madre dormía, el Hombre del Saco entró reptando… Culpable de su dezzzz. Mm… algo, algo de su pezón escarpado con lo que acabar achispado. Cubrir su des… No, aquello no estaba bien. Vergüenzzz. Había mezclado los días. Tan distanciados. Años de distancia. Aun así parecidos. Aun así iguales. El cielo era de idéntico azul claro. Corría la misma brisa dulce, todo fresco como una lechuga. Años no, por supuesto. Estacione...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. La presente edición
  6. El triunfo de Israbestis Tott
  7. El amor y la pena de Henry Pimber
  8. El reverendo Jethro Furber cambia de parecer
  9. Apostilla
  10. Qué Voy a Decir yo, por Ce Santiago