Sobre lo azul
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Sobre lo azul

  1. 150 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

El cielo, los cuadros de Yves Klein, los jeans, la lengua de la jirafa, la mirada de un escandinavo, la sangre noble, el terciopelo de la película de David Lynch o las venas bajo la piel. Los límites del azul van más allá de lo que nuestros ojos ven, de lo que nuestra imaginación pueda idear. Porque el azul no es tan solo un color, es también un estado de ánimo, una forma de ser y la excusa idónea que encontró William Gass para reflexionar acerca de los sentidos que atribuimos a las palabras.Sobre lo azul es un ensayo atípico en el que Gass analiza los matices del azul, no solo como color, sino en tanto palabra, y más allá de lo semántico. Por el camino, el lector se verá inmerso en los laberintos gassianos, entre las distintas acepciones que puede adquirir la palabra joder, la mejor forma de narrar una escena sexual o las diversas ideas que desde la filosofía se han propuesto para la percepción del color. Una lección de escritura y una reflexión sobre el lenguaje y sus posibilidades.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412305968
Edición
1
Categoría
Filosofía

II

Comencemos con un breve relato de lo que sucedió cuando unos piratas abordaron el barco de prostitutas Cyprian.
[…] la escena en cubierta resultaba muy atractiva para la atención dividida: los piratas sacaban a rastras a sus víctimas de una en una y de dos en dos, aturdidas o despiertas, a punta de pistola o por la fuerza. Vio cómo violaban a las mujeres en la cubierta, en las escalerillas, en las barandillas, en todas partes, de todas las maneras concebibles. Para ninguna hubo clemencia, y las presas más bonitas cayeron en las garras de dos y hasta tres hombres a la vez. Boabdil apareció con una encima de cada hombro, que lo pateaban y arañaban en vano: cuando en el alcázar le ofreció una al capitán Pound, la otra logró zafarse y trató de escapar de su monstruoso destino trepando por los flechastes de mesana. El moro le concedió una ventaja justa y se puso luego a escalar lentamente en su busca, llamándola a cada paso en un voluptuoso árabe. A cincuenta pies de altura, donde se amplifica considerablemente cualquier bandazo del casco, a la muchacha le fallaron los nervios: desnuda de brazos y piernas se arrojó por entre las cuadrículas de las jarcias y se quedó colgando a la desesperada mientras Boabdil, tras aparecer por detrás, la violaba sin piedad. Abajo en la chalupa el velero daba palmas y se reía con ganas; Ebenezer, desconsolado, se alejó.
Barth se contenta con decir que a la muchacha la violaron sin piedad, pero tan poco se tiñe de azul toda esta escena que el relato bien podría ir en un periódico sensacionalista. Hay un repunte de las violaciones, leemos, casi a diario. El sirviente de Ebenezer Cook, Bertrand, un truhan de poco fiar, se encuentra ahora a poca distancia por detrás de él «mirando con notoria avidez». Si este pasaje lo hubiese escrito él habríamos tenido una extensa descripción del gran miembro del moro. Nuestra cámara enfocaría en dirección a la fulana apresada hasta, junto con aquel, colarse en su vientre. No tendría que parecernos extraño el interés del pobre Bertrand, pues la mayoría de nosotros lo compartimos, y, al igual que Gulliver en Brobdingnag, exageramos los objetos de nuestra avaricia, deificamos los orígenes de cada picor, acrecentamos nuestras lascivias, del mismo modo que se vuelve una moneda en la mano del avaro el orbe entero de la tierra. La cubierta del Cyprian, sin embargo, no está en el mundo. No necesita un casco bajo él, luego tampoco un océano. Con sabiduría se ha hecho notar que, a este respecto, bien que estamos obligados a comer, pero existen bastantes libros realmente espléndidos en los que el asunto nunca se menciona.
Un tropel de consideraciones se acumula. Aquí puedo atender solo a unas pocas. Se observará que Barth, un maestro del arte narrativo, modula la magnitud de sus eventos y supervisa su ritmo. Cierto es que singulariza a la muchacha en las jarcias en aras de un tratamiento ligeramente más extenso, pero dicha extensión es modesta, y aun entonces existe una razón para ello: puede que se trate de la heroína, Joan Toast.
Un autor es responsable de todo lo que aparece en sus libros. Si sostiene que la realidad precisa de su descripción de lo sexual, además de poseer una estética equivocada, es un embustero, pues de seguro veremos qué pocos de sus valiosos pasajes se dedican a masticar repollos, a lavarse las manos, a estornudar, a sentarse en el retrete, o, si uno lo prefiere, a rellenar formularios, fregar suelos, animar a equipos.
Más aún, lo sexual, en la mayoría de las obras, desbarata la forma; se da un enredo casi inmediato, se pierde la proporción de los hechos; aparecen enunciados como «Tras la batalla de Waterloo, me até un cordón»; con la descomposición de totalidades previas en innumerables partes e interminables pasos, acontece una repentina, absurda y por lo demás inexplicable magnificación; prendas de ropa interior que reptan como gusanos heridos y cosas que previamente se percibían y se nombraban con sustantivos se reducen en el fogón hasta sus adjetivos. Lo que en la página anterior era una mujer es de repente un pecho, y después un pezón, después un pequeño anillo de piel encrespada, un chupete, un biberón de agua, una almohadilla. Sin plan o propósito alguno nos deslizamos de la sustancia a la sensación, del hecho al sentimiento, todo afuera se vuelve adentro, y solo oímos exclamaciones de sospechosa satisfacción: los mmm, los ooh, los aah.
A menos que sigamos drenando a través del coño hasta alcanzar la metáfora, como a menudo hace Henry Miller:
Un laberinto oscuro y subterráneo provisto de divanes y acogedores rincones y dientes gomosos y lilas y suaves achuchones y edredones de plumón y hojas de morera. Solía meterme en él despacio como un gusano solitario y enterrarme en una pequeña ranura donde el silencio era absoluto, y tan suave y sosegada era que yacía igual que el delfín en un banco de ostras. Una ligera sacudida y me vería en el Pullman leyendo el periódico, o si no en un compás de espera en el cual había redondos adoquines con musgo y puertecitas de mimbre que se abrían y se cerraban automáticamente. A veces era como montarse en un tobogán de agua, un empinado descenso y después un salpicar de cosquilleantes cangrejos marinos, los juncos meciéndose febrilmente y las agallas de unos pececillos que me lamían como a los agujeros de una harmónica.
Es cierto que en ocasiones Miller se olvida de sí mismo. Con todo, se le ha de perdonar eso que todos deseamos: olvidar en el follar. El amor es un hábito nervioso. ¿No lo han dicho muchos? Picar entre horas. Fumar. Charlar. Bromear. Se parecen como bombillas. Beber. Drogarse. Follar. Escribir. Olvidar. Nervios. Nervios, nervios, nervios. Nuestro autor no se mete en su renglón, de hecho, lo bastante, no olvida lo bastante como para ser olvidado. Habla demasiado, compulsivamente, su recuerdo lo conforman mentiras sospechosamente precisas, el detalle desmedido y anecdótico –el alarido, la postura y el tamaño del chumino, ajo y cebolla, vestíbulo o escalinata– como uno de esos guías del Vaticano.
* * *
Del ciervo común en su pelaje de invierno dicen los cazadores que está en lo azul. Estar en lo azul es estar aislado y solo. Que te manden al cuarto azul es que te manden a reclusión, una sala de confinamiento destinada al tercer grado. Que te apalee la policía, o, si uno es un metal, que te calienten hasta que los rayos más refrangibles predominen y se tiña la mena igual que esas cuchillas de afeitar de las que se dice a veces que son tan azules como el cielo, por ejemplo, cuando te encuentras de pronto a merced de una porción de tarta o en una conversación sientes que un viento del espacio exterior te congela los dientes igual que un cubito de hielo. ¿Pero qué es la forma sino papel del culo? Movamos nuestras mentes como es debido, pues antes la forma no era más que el patio de recreo de una vida, el simple lindero de un ser que, palpitando como una arteria, trazaba como siempre trazaba Matisse una línea oscura en torno a su propio hálito pálido. El roble azul. La mimosa azul. La palmera azul. No hay ningún bicho azul digno de mención, aunque está el abejorro carpintero azul, el escarabajo azul de la madera, el saltamontes de alas azules, un tipo de mariposa, la mosca azul de la carne, pero ni una sola avispa o araña. La mata, el pelaje, el bosque y la gruta.
Es así como nos aproximamos siempre a la fuente de nuestros deseos. Como observó Rilke, el amor requiere una merma progresiva de los sentidos: puedo verte a kilómetros, oírte desde varias calles; puedo olerte, quizás, desde varios metros, pero únicamente puedo tocar por contacto, saborear mientras devoro. Y al combinarlos, la vista, el sentido soberano y jefe del contenido del concepto, se nubla. «El amante –escribió Rilke– se halla en tan espléndido peligro porque ha de depender de la coordinación de sus sentidos, pues sabe que estos han de reunirse en ese centro único y arriesgado en el cual, renunciando a toda extensión, se agrupan y no obtienen permanencia alguna».
Una linterna sostenida contra la piel, mejor que esté apagada. El arte, al igual que la luz, necesita distancia, y cualquiera que intente representar la experiencia sexual de manera directa ha de encarar el hecho de que las torsiones que la componen resultan irrisorias sin su contenido subjetivo, que la intensidad de dicho contenido enseguida rebasa su causa aparente, de que la experiencia al completo se vuelve finalmente inarticulada, de que no existe ningún gran arte que trabaje desde tan cerca. No es empresa para aficionados. Incluso los mejores son traicionados.
Caspar Goodwood toma de repente entre sus brazos a Isabel Archer: «Su beso fue como un relámpago blanco, un destello que se extendía y se extendía de nuevo, y perduraba […]» y Henry James, de manera bastante inconsciente, prosigue diciendo que «fue extraordinario, como si, mientras ella lo recibía, sintiera cada una de las partes de su firme masculinidad que menos la había complacido, cada agresiva facción de su rostro, de su figura, de su presencia, justificadas por la intensa identidad de aquella y unificadas con aquel acto de posesión». Pero jamás volvió a cometer este error.
La blue lucy es una planta curativa (la brunela). Blue John llaman a la leche desnatada. Un blue back (dorso azul) es un billete confederado. Los blue bellies (panzas azules) son los unionistas. Al ungüento de mercurio, usado para la destrucción de parásitos, lo llaman mantequilla azul, y pese a que ese hongo que todos hemos visto cubrir el pan sea verdiazul, aun así se le llama moho azul.
Así que Barth sabiamente destaca que la dama es violada sin piedad y hace que su héroe se aleje con tristeza. Pero la cubierta del Cyprian no está en este mundo. ¿Nos contentaríamos aquí, donde estamos, servilleta al cuello, con observar distantemente nuestro chuletón, y recibir informes de que ya nos lo hemos comido pero sin los placeres de la masticación? No –aquí solo nos contentarán los primeros planos–. Nos aproximamos, en efecto, hasta que haya entrado en nosotros. La diferencia entre «el chuletón» y «el azul» podría parecer al mismo tiempo demasiado estrecha y demasiado amplia para ser significativa. Aunque, de muchas maneras, estos apetitos resulten bastante similares, no existe ninguna modalidad literaria comparable a la ijada tostada y humeante; las marcas de cada diente no se quedan grabadas con regocijo en ninguna parte; los flujos de saliva, los gruñidos que desembocan desde la garganta, el deleite de cada bocado que se traga, el tajo del cuchillo, su rechinar contra el plato de debajo, el calor… me rugen las glándulas mientras lo describo… la especiada salsa picante en la que nada la salchicha… no hay un Homero para ellos; ni tampoco un Henry Miller, o un Akbar...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Prólogo de Belén Piqueras
  5. La presente edición
  6. Sobre lo azul
  7. I
  8. II
  9. III
  10. IV
  11. Notas y referencias
  12. Epílogo de Ce Santiago
  13. Índice