EL INFIERNO
Sonidos de compuertas acompañados de pequeños golpes hacían vibrar mi cuerpo mientras un pequeño mareo, como producto del vaivén del oleaje sobre el casco de una embarcación, emborrachaba a tal punto que era casi imposible sostener el cuerpo en una posición estable, produciendo simultáneamente vacíos en el estómago que pensé andaba en una montaña rusa.
Abruptamente una pausa, dos voces se daban instrucciones sobre cómo cargar algo ...¿un saco? me pregunté dentro de aquel confuso estado, donde hasta ahora no me había sido posible abrir los ojos para examinar qué era lo que acontecía a mi alrededor, cuando levemente logro subir uno de mis párpados y me percaté que dos corpulentos individuos, ataviados con unas batas azules, rostros medio visibles, pues una especie de bozal casi del mismo material le cubría gran parte de sus rostros, solo unos ojos sobresalían acompañando los movimientos de sus manos para no perder ni una puntada.
— ¡Toma tú aquellas dos esquinas!
— okey.
— A la cuenta de tres subimos.
— Un, dos, tres.
El vacío que me venía acompañando intermitentemente en el estómago se aceleró; sentí como si parte de mi cuerpo se separaba, quedando estático. Mientras la otra parte era catapultada por el aire. Todo con una velocidad que no me dio chance de siquiera buscar sostenerme. Envuelto en una sábana, veía como si un paracaídas se enredaba en mí, y allí vendría la inexorable caída, el impacto, aunque brusco, no llegó a fracturar parte alguna de mi esqueleto, ni un rasguño, ni un dolor, nada de qué quejarme, sentí como aquella caída era amortiguada por un manto acolchado.
Mientras mi cuerpo daba movimientos a un lado y el otro, como una salchicha durante su cocción en una caliente plancha, de nuevo intercambian instrucciones.
— Gíralo a la derecha
— Tiempla más por la esquina de abajo
— Allí va
— ya casi
— ¡listo!
— llama a la enfermera y dile que ya puede venir
Logré, a duras penas, percatarme que regresaba de otro viaje a ese lugar donde acuciosas e impidas manos procuraban hacer un acto de magia pura -sin trucos- para procurar mantener éste cuerpo ligeramente animado, respirando.
Aún bajo el efecto de quién sabe qué coctel de anestésicos, me sumí en un profundo sueño, ya no sé por cuanto tiempo sería. Yo no sabía si despertaría.
A pesar de mi nada agorero último pensamiento, parece que logré despertar. Sin embargo, sentí una sensación muy extraña, algo me aprisionaba, me asfixiaba, el respirar era muy dificultoso, procuré mirar a los lados y vi que estaba de pie sin tener la menor idea de cuándo había llegado a esa posición. Mi sorpresa fue mayúscula cuando observé que tendido en una cama había un reflejo de mi cuerpo y otro, yo, el que estaba de pie, extrañamente veía varios reflejos míos en distintas direcciones, como en un salón de espejos. Una angustia comenzaba a apoderarse de uno de esos cuerpos, ése que trataba de mirarse a sí mismo, buscando esclarecer en algo aquella enredada y confusa maraña de reflejos; pero por más que traté de inclinar mi cabeza hacia mis extremidades o torso, algo me mantenía inmovilizado, y solo los pies medio podían dar unos cortos pasos de pingüino, lo que aproveché para girar suavemente y percatarme en una de esas proyecciones que lo que me mantenía aprisionado a lo largo del cuerpo eran dos gruesos cristales que en forma de sándwich me cubrían desde la cabeza hasta los tobillos, manteniéndome como un insecto momificado en un bloque de resina transparente.
Busqué inútilmente zafarme de allí, pues no había manera de articular nada de mí, todo rígido, dentro de aquel pesado cristal que me asfixiaba, con una desesperada respiración, buscaba aunque sea una bocanada de aire, intenté luchar, hasta que se me fue apagando lentamente la luz. Sentí como aquel caparazón de cristal tragaba este cuerpo momificado, llevándolo quizás a otra vida, esa donde los egipcios de alta jerarquía creían o sabían que dejando sus cuerpos, morarían sus almas. Un más allá que casi nadie se atreve a contar, pues el que ha logrado regresar difícilmente menciona un ápice de esa experiencia, tal vez por algún pacto hecho desde ése más allá o por temor a ser tomado como un demente.
Cuando todo lo daba por perdido, una vez entregado inexorablemente al sueño eterno, súbitamente un intenso calor, sofocante, quemante, bañaba de sudor un pensamiento, algo de mente etérea, toda fuera de mí. Desorientado, como lanzado desde un infinito vacío, a un lugar donde una rosácea claridad predominaba en mí rededor; debatiéndose entre la degradación de un claro oscuro: un claro, rojo fuego; un oscuro, negro absoluto.
Un fuerte resplandor de llamaradas incandescentes inundaba la baja atmósfera; iluminación que se perdía sobre la negrura que cubría todo. En la indefinida altura, como en una inmensa bóveda, la luz era devorada por una oscuridad que iba más allá de lo negro, nada de materia donde algo pudiese flotar, donde nada podría estar, la propia inexistencia; pero con un enorme peso que se apoyaba sobre mí, todo un agujero negro rodeado de las candentes estrellas prestas a formar parte del zaceo de su voraz apetito.
Atmósfera ausente de aire respirable, solo un ardiente dolor se desplazaba por mis fosas nasales e inundaba los pulmones que sentía quemarse cada vez que procuraba inhalar algo de aquel tóxico ambiente.
Desde muy corta distancia surgía una estruendosa bulla de un desafinado coro de cantos agonizantes, gritos de lamentos, dolor penetrante, alaridos de sufrimiento, un inmensurable coctel de llantos estremecía mi cuerpo -cuerpo de no sé qué, igualmente vacío, solo ocupado por escasos pensamientos- que infringían punzadas como aguijones inyectando la rabia de un inmenso enjambre de voraces avispas.
Aterrado, solo acompañado de mí más férrea voluntad de despertar de lo que a todas se vislumbraba como un mal sueño, me sentía aparentemente bajo tierra, inframundo que no se sabe dónde está. Al pie de un rocoso y grisáceo cerro, en una pequeña playa de arena casi negra, miraba atónito un mar de lava incandescente que bordea la costa, y de donde surgía el escalofriante ruido del dolor de una tumultuosa multitud casi infinita, la que conformaba gran parte de esas llamaradas en brazos alzados pidiendo clemencia en cada grito desesperado, agotados, mostrándose sin mayor esperanza que estar confinados, quién sabe desde cuando, a ese sufrimiento por los tiempos de los tiempos.
No existe ni en la más torcida imaginación, un lugar donde el nivel de sadismo fuese tan grande. ¿Quién era capaz de infringir semejante castigo, de desbordada indolencia, con la mayor e inescrupulosa frialdad? ¿Quién lo permitía? Nada terrenal se asemejaba. No había lugar dentro de lo conocido para tanta macabra maldad. ¿Dónde estaba? ¿Qué lugar tan terrorífico podía ser? Infinitas preguntas corrían por mi absorta mente, ¡nada!, solo una respuesta cabía para describir tan horrendo lugar: ¡El Infierno!
No terminaba de dilucidar en dónde podría encontrarme cuando, sin poder agregar alguna conjetura más, estoy en otro lugar, un cruce de uno a otro sin intermedios, sin transiciones, disparado a un nuevo ambiente no sé cómo ni por qué.
Ahora me veo desplazándome como fugitivo a la boca de una cañería de aguas negras que se encontraba en el suelo; levantando una pesada tapa redonda que franqueaba entre el piso y lo que más abajo me esperaba. Procedo a internarme en aquel oscuro túnel, sin espaviento, me lanzo a un nuevo vacío, donde sentí que me esperaba un largo recorrido en distancia; pero aparentemente no así en tiempo, o viceversa; luego de rodar sin control cuesta abajo, en franca caída libre, increíblemente surgió de la nada como una gigante mano, que haciéndome como si yo fuese un pequeño muñeco, evitó el esperado impacto con alguna superficie donde suponía, o más bien esperaba poder llegar, así fui colocado con una suavidad nada compatible con mi abrupta y violenta procedencia, sobre un sólido terreno. Nunca supe quién o qué me sujetó.
Mi ahora humilde y básica imaginación no daba para la existencia de un lugar más profundo que ese que acaba de abandonar; pero mis atónitos ojos veían con incredulidad que en ese inimaginable, ahora estaba; rocas candentes y cerros escarpados, sin vegetación ni un ápice de algo que semejase vida alguna, en todo alrededor franqueaban un sendero de una negra tierra apisonada por el peso de lo que mostraba el paso de infinitas huellas, propias del inmenso transitar desde tiempos perdid...