El hijo rechazado
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El hijo rechazado

  1. 208 páginas
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El hijo rechazado

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Información del libro

Novela final de Peyrou, aparecida en 1969, El hijo rechazado retrata el negocio de la publicidad en la segunda mitad de la década de 1960, con la explosión de los mecanismos de promoción comercial y los inicios de la constitución de empresas que manejan bancos y multimedios como una red de apoyo recíproco. Por el lado personal, sigue la evolución de los amores del protagonista, Horacio Vergara, así como las relaciones meramente convencionales en los matrimonios de los demás personajes.A estos temas centrales, se unen los avatares de una Argentina en constante vaivén entre las tendencias democráticas, el autoritarismo, el populismo y la corrupción enquistada, al parecer, en todos los sectores. El círculo en el que se mueven jueces, militares y ciertos intelectuales parece caer en la definitiva desconfianza respecto de la democracia como solución.La novela describe, con rasgos de humor y escepticismo, el mundo del arte, la aplicación de la inteligencia artificial a la creación literaria y las relaciones entre los nuevos ricos, la vieja oligarquía y la intelectualidad. El centro es "Tebé", el emprendedor nuevo rico que salió de su infancia con las carencias fundamentales de sentirse un hijo rechazado.

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Información

Año
2021
ISBN
9789875996564
Categoría
Literatur
Libro primero
Capítulo primero
i
Se detuvo en el ángulo noroeste de la esquina de Perú y avenida de Mayo y observó las paredes de un edificio desocupado desde meses atrás. Estaban cubiertas de carteles de propaganda política, gremial, artística. Se interesó por una briosa declaración estudiantil, que reclamaba más fondos para educación y menos para las fuerzas armadas; curiosamente omitía referirse al déficit de los ferrocarriles, que muchos economistas consideraban más gravoso para el país que cualquier otro gasto. “Los comunistas se infiltran en todas partes”, pensó Horacio Vergara, mientras leía. Notó que un caballero de edad hacía lo mismo, y hablaba solo. Exhibía un aire intelectual, una frente despejada, una poderosa nariz y un bigote entrecano, bien poblado. Había una evidente incongruencia entre su traje raído y arrugado, de saco demasiado largo, y la pretensión de añeja elegancia que emanaba de su bastón, de su aludo sombrero y de sus guantes, que llevaba con temblorosa soltura. De pronto se sintió observado, abandonó el soliloquio y se dirigió a Horacio:
–¿Lo ha notado usted? –dijo–. Ahora la gente no solicita ni pide. Exige o emplaza. Se ha magnificado el énfasis, aunque el resultado sea el mismo de antes. Se exige mucho para después aceptar algo menos de lo solicitado; se rechaza formalmente, para después conceder algo. El estilo del regateo ha contagiado a intelectuales, políticos y obreros. De todos modos, es una lástima que este tramo de la calle Perú, tan próximo a Florida, esté afeado por todos estos carteles. Yo espero que se construya algún edificio o se instalen aquí casas comerciales, para que mejore el aspecto de estas paredes.
Horacio miró al caballero y notó que su traje tenía un ligero tinte percudido.
–¿Le interesa el aspecto estético de esta ciudad? –preguntó.
–Sí. Pero especialmente esta esquina.
–¿Qué tiene de particular esta esquina? –preguntó Horacio.
–Yo creo que es la más interesante de la avenida de Mayo –repuso el anciano–. Tiene tradición.
–Me parece que esa es una característica de toda la avenida de Mayo.
–Sí. Pero esta esquina es especialmente tradicional. Aquí –agregó, señalando con la punta del bastón las paredes llenas de carteles–, en una casa de música, grabó Gardel sus primeros discos, que no fueron de tangos sino de estilos criollos.
A Horacio le interesaba vivamente la conversación del anciano, pero observó:
–La grabación de un estilo criollo no es suficiente para dar carácter a un lugar.
El caballero giró el rostro, apoyó el bastón en el suelo y dijo:
–Por supuesto –admitió con mucha cortesía–. Esta esquina es para mí especialmente evocadora, pero existen muchos otros motivos para que la avenida sea lo que es. Su apertura fue uno de los hechos que contribuyeron a trasformar la gran aldea en gran ciudad. La casa de gobierno estaba frente a una plaza cerrada. Con la avenida se le dio perspectiva y la iniciativa del gran intendente Torcuato de Alvear se completó años después con la construcción del palacio del Congreso en el otro tramo. –El anciano se retorció una de las guías del amplio bigote, sonrió levemente a Horacio y continuó–: Por otra parte, el proyecto y su ejecución corresponden a una época de realizaciones efectivas y no de promesas fastuosas y fallidas y discursos engañadores. La avenida que ahora vemos… yo vengo todas las mañanas, ¿sabe?, para darme una suerte de baño de juventud… bien: la avenida que ahora vemos, digo, es testimonio de un espíritu idealista y a la vez dinámico. La prueba de ello es la importancia que se le dio a la inauguración y el deseo de hacerlo un nueve de julio.
–¿Un nueve de julio?
–Sí. El nueve de julio de 1894.
–¿Usted ha leído algo sobre eso? –preguntó Vergara.
–Sí –respondió el anciano. Luego, como si adivinara el pensamiento de su interlocutor, agregó–: Sí. Soy viejo, muy viejo, y me gusta leer las colecciones de los diarios de otras épocas. Sobre todo, del tiempo en que yo era niño. Recuerdo haber leído que el día dos de julio de aquel año se derrumbó el último edificio. Ocho cuadras ya tenían su pavimento de madera, pero las otras cinco estaban aún con el suelo removido y llenas de escombros. Pero se trabajó febrilmente y el día 9 esas cuadras estaban transitables y con el alumbrado a gas. Claro que no hubo tiempo de plantar los árboles y las aceras eran provisorias. Pero la multitud recorrió alborozada la nueva obra y elogió a los empleados y obreros que hicieron posible la inauguración en el día fijado.
La presencia y las palabras del extraño caballero causaban una ligera inquietud a Horacio, como la que habría sentido si de pronto se hubiera encontrado frente a un personaje de otro mundo.
Como arrepentido de haber hablado, el anciano se alisó rápidamente el ala del sombrero, levantándola del lado derecho, se despidió y se perdió entre la multitud que llenaba la calle. “Quién puede ser”, pensó Vergara, “parece el símbolo de algo que se ha perdido”. Miró el reloj pulsera; faltaba aún un rato largo para la hora de su cita de los sábados con Bonfanti Lastra en el Richmond. Un sol blanco llenaba la calle; aunque había empezado marzo, el calor continuaba.
Cuando llegó a la Diagonal seguía pensando en el anciano de los bigotes. “Este viejo, con su chambergo a la D’Artagnan, vive en el pasado. Pero no hay que burlarse de eso. Tampoco hay que exagerar. Yo, por ejemplo, cuando me traslado al pasado es para quejarme del presente. ¿Pero qué espíritu dinámico o creador hay en esta actitud? Tendríamos que sentir el pasado como algo vivo, pero también el futuro como algo que ya existe, porque lo estamos creando. Creo que ésta es la fórmula verdadera. Alguien dijo algo sobre los horarios, no me acuerdo quién. Yo creo que los horarios de ferrocarriles son poéticos, porque prueban que el futuro está vivito y coleando, agazapado en alguna parte, listo para deslumbrarnos, aunque ahora los trenes lleguen con atraso”.
Subió a la vereda, para mirar la vidriera de una zapatería, y luego volvió a la calle; su marcha era entorpecida por el mar de gente. Llegó al Richmond y buscó a Bonfanti Lastra en una de las mesas del fondo.
–Tengo una cantidad de cosas que contarte –dijo, mientras se sentaba.
–¿Y el libro? –preguntó el juez.
–Muy bien. El Fondo me concedió ochenta mil. Y el miércoles entregué los originales a la imprenta.
–¿Te dan un crédito?
Se pasó ambas palmas sobre las mejillas antes de responder.
–Sí. Me dan un crédito y tengo que devolverlo. Y para devolverlo tengo que tener dinero. Aquí viene la segunda parte de lo que te quería contar. Ayer me llamó Pérez…
–¿Pérez?
–Sí –dijo Vergara–. Te hablé mucho de él. El secretario de Tul...

Índice

  1. 01-Tapa
  2. 02-Portada
  3. 03-Legales
  4. 04-Indice
  5. Interior