La quimera
eBook - ePub

La quimera

Triunfo

  1. 452 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

La quimera

Triunfo

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La quimera es una novela de la escritora española Emilia Pardo Bazán, publicada en 1905. Para escribirla, se inspira en la vida del pintor retratista y amigo Joaquín Vaamonde. En la obra se lo representa como Silvio Lago, protagonista, un artista inmerso en la aspiración del éxito y conducido por el ansia hacia un fatídico desenlace.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a La quimera de Emilia Pardo Bazán en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Clásicos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2021
ISBN
9788412124804
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

II

Madrid
Hojas del libro de memorias de Silvio Lago
Imagen
Después de pasarme ocho días en la destartalada fonda de la calle de Atocha, al fin encuentro un taller, a precio aceptable, en la de Jardines. Tiene el defecto de que esa calle es del número de las que Balzac llama chauldes, y aún de las que echan lumbre: en mi vida he visto junta tanta paloma torcaz, y de plumaje tan sucio. No me importa lo que me arrullan cuando me retiro de noche; pero ¿y si acuden a retratarse bellas señoras? En esta calle no entran coches: las bellas señoras tendrán que cruzar a pie, rozando con las pájaras y oyendo sus retahílas… No hay qué hacerle: no hallo cosa mejor, dentro de mis posibles. Traía unas dos mil pesetas para empezar a vivir —primer plazo del importe de mis cuatro terrones; el resto no se cobra hasta qué sé yo—; pero he encontrado aquí a Crivelo, el pobre Crivelo, con su mujer, los niños, la suegra, el ama, y sin un céntimo: como que acaba de establecer una litografía… y tuve que arriar setecientas y pico, porque a no ser de bronce… Tiene razón la baronesa de Dumbría, al llamarme «el de la mano horadada». Razón: y, sin embargo, me ataca los nervios al darme consejos de economía; es como si a una adelfa la dijesen: «Maldita, sé garbanzo, que te conviene mucho».
A propósito de garbanzos: mi comida es una desolación y apenas digiero. Ando a salto de mata, hoy en un bodegón, mañana en Fornos; me desayuno con salchichón o queso; no tengo tetera, no tengo té, no tengo una criada que me ponga a hervir agua —¡el té, una de las contadas cosas que me sientan admirablemente!—. Me acuerdo de Alborada como los hebreos de las ollas de Egipto. La portera sube a arreglarme la cama en un diván, a tropezones; estas mujeres son muy astutas: ha visto que mis muebles se reducen a dos caballetes, una caja de lápices y veinte libros; que luzco un gabán raído, que no me ha visitado sino Crivelo… y olfatea propinas de cesante. La daré por adelantado dos duros, para que comprenda que el hábito no hace al monje.
Estoy, pues, en plena bohemia. Lo más bohemio es el frío. Me trajeron ayer un braserito. ¿Qué pinta un braserito en este inmenso taller? Se filtra un aire glacial por los paneles de cristales sin maderas ni cortinas; y la tubería de la chubesqui, sin chubesqui, aumenta la sensación polar. ¡Brrr! Aunque merme el fondo (vaya un fondo), habrá que comprar chubesqui. No: y lo diabólico es que después de la chubesqui necesitaré carbón. Las chubesquis debieran criar su combustible, como el borrego su lana.
He visto el museo. Volví de él aplanado y loco (estados que parecen difíciles de asociar). Entré a las diez, con ánimo de pasar dos horas, y a las tres todavía estaba allí, desfallecido y sin enterarme del desfallecimiento. Al volver a casa me harté de mortadela y queso gruyer: primeros momentos de estupidez: la digestión penosa del boa.
Entre los afanes de la pícara función fisiológica, restos de la fiebre de la mañana, un devaneo sin tregua, que va y viene, y vuelve y se enreda en tres nombres: Goya, Velázquez, Rubens.
Orden, orden, señora cabeza mía. ¿Qué piensa usted de esos tres tiazos?
En primer lugar, no experimento gran entusiasmo por la pintura antigua. Nos han fastidiado bastante con la admiración de lo antiguo, negro y embetunado, y con luz falsa. Los antiguos eran otros embusteros, igual que yo. Hasta nuestro siglo, y bien adelantado, no se supo lo que era verdad. Y no la tragan, no la tragan los condenados burgueses. ¡La luz cruda, dicen! ¿La quieren cocida, guisada? Mejor se pinta hoy que se ha pintado nunca. Y si es así, ¿por qué me he vuelto del museo destrozado de asombro?
Con Velázquez me pasa que reniego del cerebro. Ese tío no pensaba; lo que hacía era copiar, pintando de una manera bestial: la pincelada, la santa pincelada, el santo natural, el santo dibujo, y fuera ideas, que son una peste.
Velázquez no debió de sentir calenturas. Velázquez se reiría de nosotros. Sano, equilibrado, cortesano, creyéndose un funcionario y no un genio, no buscaba originalidad: ¿para qué? La originalidad es una tontería. Pintar más que Dios y dejarse de originalidades. Si pintásemos, ¿eh?, ¡digo pintar!, ya me entiendes, Silvio, ¡qué falta nos hacía discurrir! La naturaleza no presume de original, ni discurre; el sol, la luna, son lo más trivial. Velázquez es naturaleza pura.
Da gusto cómo trata a los dioses. Su Marte, un soldadote velludo; su Vulcano, algún herrero de la Ribera. ¿Y el chucho de las Meninas? Silvio, ¿te contentarías con haber manchado ese chucho?
¡Qué bárbaro soy! ¿Pues no estoy diciendo para mí: no, no me contentaba? Prefería ser Goya. El equilibrio y la indiferencia de Velázquez, bien; el desate de Goya, mejor. ¿Por qué mejor? No lo sé explicar; pero me gustaría tener un modo mío de sentir el natural, y me gustarían esas rarezas de sátiras y de delirios, el infierno y el cielo, el amor, la muerte, la horca, el fanatismo, los asnos dómines, las duquesas histéricas y tísicas, con colorete, las familias reales retratadas hasta el alma, hasta la misma médula de sus huesos, enseñando la sensualidad de la reina y la inepcia bonachona del rey. Me gustaría haber sido el primero a sorprender la luz rubia y acaramelada de las primaveras madrileñas, y los grises tonos, vaporosos, de las épocas de pelo empolvado y sedas tornasol. Me gustaría ser el primero que interpretase el colorido de España. ¡Goya! Sus cuadros patrióticos, sus fusilamientos, telones —telones divinos. ¡Qué arranque! ¡Qué ímpetu! ¡Ese colmillo de jabalí, ese navajazo feroz de baturro airado!—, ¡ah, qué envidia!
¿Y Rubens? Cuando me acuerdo de mis pastelitos, de mis cochinas cromotipias, y pienso en la carne flamenca de Rubens, me daría de cabezadas contra la pared. Materia, materia; esplendor de la carne: y arrodillarse y adorarlo.
El realismo de Rubens es más natural que si nos presentase gente pobre y famélica. Sus hombres sanguíneos, de barba terciopelosa, y sus mujeres de senos de manteca y nalgas rosa té, eran gente rica y bien alimentada; y así quisiera yo desnudar y pintar a la high-life. Afuera tules. La carne, compacta, fresca; albérchigos y pavías. Verano de la vida; y por debajo de esa piel tan bruñida y elástica, y por esas venas (¿no es triste que no tenga venas la gente que yo retrato?), por esas venas, circulando, el hierro y el calor de los siete pecados capitales.
De todo esto saco en limpio… poca cosa: que quisiera ver Velázquez, Goya o Rubens, ¡un nene! ¿Qué soy? Nada. Un farsantuelo; y ni aun mis farsas puedo hacer. Porque ¿quién va a venir a retratarse en esta calle sospechosa, en este taller desmantelado, sin un trapo antiguo, sin un sitial coquetón, sin alfombra… sin estufa?
No: estufa la habrá mañana, ¡viven los cielos!
Hoy tirito. La noche cae, y como no he de comer —no era la digestión del boa, era la indigestión—, no salgo; me quedo en mi rincón, me refugio en la alcoba, envuelto en mi poncho gaucho, que me sirve de manta de viaje y de cama. Me siento mal, muy mal; parece que dentro del estómago tengo una barra de plomo; la cabeza me duele… Trataré de dormir. A cerrar los ojos, a no acordarse de nada. ¡Qué nuca y qué hombros los de La hilandera! Lo asombroso de Goya, el misterio de las pupilas de sus retratos: tienen húmedo radical… Bueno, ahora lo de ene: bascas, escalofríos… ¿Si enfermaré de veras? ¡No me faltaba más que eso!
Quebrantado aún (¡qué indigestión, señores! ¡Yo creo que fue de admiración más que de otra cosa! Es bobo y ocioso admirar a los que ya pasaron: ¡arte nuevo, nuevo!) voy a la Sociedad de Acuarelistas a dibujar. Empiezo a conocer algunos del oficio; muchachos como yo, tal vez con las mismas esperanzas que yo. ¡Puede que no tan quiméricas! Los veo que fuman, ríen, hablan de mujeres, piensan con ahínco en algo más que el arte. Hay uno, sin embargo, rabioso, emberrenchinado como yo: se profesa impresionista (¡qué diablura!) y se llama Solano. Tiene unos ojos que giran, que miran azorados, insensatamente: ojos de raposo cogido en la trampa.
Me han preguntado mis proyectos. No les he contado palabra de verdad. Me daba vergüenza confesarles que espero a que las bellas señoras me hagan con sus deditos una seña: «Retrátanos… y que salgamos arrebatadoras, celestiales». ¿Y si, además, por encima de todo, ¡humillación doble!, ni aun eso encontrase; ni aun le comprasen al charlatán sus mentiras, su agua de rosa y su blanquete?
A bien que saldré de dudas pronto. Las de Dumbría me escriben que antes de principios de diciembre llegan.
Entretanto, como no debo perder tiempo, y como la labor de noche en la Sociedad no me basta y quisiera aprovechar algo las mañanas, que me paso tumbado en el diván leyendo o haciendo castillos en el aire —me determino a llamar una modelo y un modelo. Cuestan, pero no hay cosa mejor para formarse la mano y adelantar en estudios útiles— una mano, una pierna, la cabeza, el torso.
Por suerte, en la tienda de marcos, donde me surto de lienzos, pinturas, pinceles, un caballete mecánico, comprendo que no se darán prisa a pasar la cuenta. Les he insinuado que los meses de navidad y primeros de año no son a propósito para pagos, y enseguida comprendieron: debe de estar acostumbrados, por su clientela de artistas, a morosidades. Y si no, ¿cómo me las arreglo? Porque parece que no son nada estas fornituras —tubitos, frasquitos, pinceles, palitroques—, y solo el caballete representa un desembolso de treinta y cinco duros. El amigo que me he echado en la Sociedad, un chico paisajista, Marín Cenizate, que me ha tomado un apego decidido y se dedica a aconsejarme y protegerme, al saber mis adquisiciones me dice que anduve precipitado; que como la miseria siempre, y ahora más, es tan acuciosa entre nuestros compañeros, en el rastro y en las casas de préstamos encontraría por cuatro cuartos el caballete y las cajas. No le quise responder: «es que la tienda no me cobra ahora, y lo de lance se pagará al contado». La penuria de dinero a veces obliga a gastar doble.
La modelo… ¡pch!, un desnudo regular: de la cintura abajo, algo de morbidez; los brazos magros, los hombros puntiagudos, las manos encanalladas. Para estudiarla sinceramente y a trozos no me importa; pero si alguno quiere meterla en cuadros de ninfas o de damas, ¡con esas manos, a morir!
No sería yo quien me consagrase a damas o a ninfas, y eso que desde mi llegada a Madrid me parece que siento menos la naturaleza, y la verdad áspera y plebeya no me seduce tanto. Aquí no hay campo, y la ciudad, ni moderna ni majestuosamente antigua, no me atrae. Recorro sus calles, sus paseos; nunca salta la nota que me agradaría tomar. Vamos, ya estoy maduro para mi campaña de retratos.
El desnudo del viejo, infinitamente mejor que el de la mujer. Es un setentón que sería muy terne en sus mocedades, y que en vez de criar grasa se ha desecado lo mismo que un gajo de uvas colgado al sol. Se ha convertido en un Ribera. Creía yo que aquellos claroscuros y aquellos tonos de Ribera eran falsos. No: en la piel del viejo encuentro el mismo ocre amarillo, la misma tierra de Siena, la misma sombra calcinada de los ascetas riberescos; y su vello y su barba y su pelambrera —a las cuales los artistas la hemos prohibido tocar: es nazareno— son del mismo gris plomo, con toques blanco plata y los tonos y reflejos de una armadura. Al estudiar al viejo, cargo la paleta de colores a la española; mi pincelada se hace amplia, fuerte, y me voy al estilo franco y a las grandes masas. Hasta me sugiere asuntos castizos y anticuados; ayer le boceté de san Jerónimo, con su pedrusco en la derecha.
Imagen
Final de noviembre
¡Llegan, llegan las de Dumbría! Preciso era; porque se me iban acabando el resuello y la esperanza y, además, en todo este mes no he comido cosa que digiriese; noto el estómago tan frío que —se lo conté ayer al hermano de mi amigo Cenizate, que es médico— padezco una aprensión rarísima (él la calificó de alucinación, engendrada por la dispepsia): la idea de que me lo cruza, sin interrupción, una glacial corriente de agua.
Como he adquirido una tetera, me inundo de té para digerir las porquerías; estoy muy nervioso, sueño dislates, y de día miro mi taller desmantelado, mi casa sin muebles, mis perchas sin ropa, y los planes de atraer aquí al gran mundo, y al gran mundo femenino, se me representan como delirios de la calentura.
Por cierto, a propósito de este delirio, que la carta de ayer de mi romántico amigo de Marineda, Florencio Goizán, es para desmigajarse de risa. Me ha cogido en un día de los de humor más negro, y me lo mitigó. Hay párrafos deliciosos.
«¡Mortal tres veces feliz!» —me escribe—. «De este aburridero, este rincón donde no se puede ni soñar en ilícitas aventuras —porque detrás de cada vidriera hay una vieja atisbando—, te envidio el jardín que ya empieza a brotar en tu taller. ¡Qué jardín! Desde la altanera flor de lis purpúrea, hasta la original orquídea modernista, no habrá flor de estufa que ahí no pueda lucir en el caprichoso búcaro oriental. ¡Qué mujeres, Cristo! Ya las miro subir tus escaleras con el corazón palpitante; llamar a tu campanilla con trémula mano enguantada de Suecia; entrar con ese delicioso ruge-ruge de sedas que él solo estremece; inundarte el taller de oleadas de ideal y de brisas rusas; reclinarse negligentes en el sofá Luis XV, mientras tú te hincas de rodillas a sus pies sobre un almohadón de terciopelo y empiezas a contar tus ansias. Habrás dispuesto (naturalmente, es de cajón) el refresco en el velador árabe; allí sus emparedados, sus bombones, y allí su vino de Málaga. Y si llegase impensadamente el celoso marido, la dama adoptará pose en el estrado, tú agarrarás tus lápices, el retrato seguirá viento en popa, y aquí no ha pasado nada, caballeros.
«Lo más sabroso ha de ser eso: engañar a un necio orgulloso de los retratos. ¡Porque cuidado que es socorrido! No es pretexto solo; es ardid de guerra. Si yo fuese padre, amante, marido, cualquier día consiento que tú la retrates y estéis solitos bebiéndoos a tragos largos la mirada horas enteras. Vamos, se necesita ser memo. ¡Ya que la memez es epidémica, incurable; triunfa, mortal tres veces feliz! No te pares en barras, no te achiques al tropezarte con las rimbombantes genealogías: la mujer es mujer, ya nazca en áurea cuna, ya en el arroyo; el flecherillo todo lo iguala; los an...

Índice

  1. Prólogo
  2. Sentires y llamamientos
  3. Acto Primero
  4. Acto segundo
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. VI