LA FLAUTA Y LA ALFOMBRA
A mi padre, Guido Guerrini
Este libro reúne textos de diversos periodos y no cabe duda de que algunos de ellos son muy juveniles.
Aun así, con diversas excusas y bajo distintas apariencias, me parece que el libro repite, de principio a fin, el mismo discurso. Es, o querría ser, de principio a fin, una pequeña tentativa de disidencia del juego de fuerzas, «una profesión de incredulidad en la omnipotencia de lo visible».
Por ello no he eliminado ni siquiera las repeticiones. En la cámara pintada de nuestros viejos pintores era común que figuras disímiles, desde las diversas paredes, aludieran con el mismo gesto a un solo centro, a un solo huésped ausente o presente.
C. C.
I
Una rosa
Acusar de frivolidad a los fabulistas franceses porque adornaron a sus hadas con alguna que otra pluma de avestruz significa «poseer la vista, no la percepción». Precisamente percepción poseía, en cambio, una Madame d’Aulnoy, que supo recoger de las voces del pueblo los misterios más delicados casi sin darse cuenta, casi en un sueño, como se coge un trébol de cuatro hojas en un prado. (No sucede lo mismo con los hermanos Grimm, quienes, explorando metódicamente hoja por hoja el folclore, encontraron también ellos muchos misterios, pero entre una sofocante cantidad de hierbajos sin magia ninguna).
Madame d’Aulnoy compuso fábulas sublimes, como La rama de oro o La gata blanca, por ejemplo, cuyos fondo o cima parece imposible tocar. Aunque bastaría citar el cuento más célebre de Perrault (o de su misterioso hijo fallecido tempranamente), me refiero a su cuento más leído: Cenicienta. Dejando de lado por ahora los símbolos, ya tan tristemente desflorados, de las malvadas hermanas y del zapato de cristal (aunque el auténtico zapato, exquisitamente, era de vero), cuántas revelaciones hay en Cenicienta. Relámpagos que tan solo narradores semejantes, dulcemente distraídos, como todos los videntes, podían llegar a atrapar.
He aquí el preludio de la gran crisis, el baile en la corte: «Cuando estuvo acicalada de esta guisa, subió a la carroza; pero la madrina le recomendó que bajo ningún concepto regresara más tarde de media noche, advirtiéndola de que si permanecía más tiempo en el baile su carroza se convertiría en calabaza, sus caballos en ratones, sus lacayos en lagartos y que su bonito vestido recuperaría la antigua forma».
Al misterio del tiempo y a la ley del milagro se refiere en estas pocas palabras con extrema ligereza y, aun así, con gran determinación. ¿A qué puede conducir la infracción de un límite sino al regreso trágico en el tiempo, al despertar por la mañana sobre las cenizas frías? Cenicienta roza, en la tercera y más gloriosa noche de baile, ese precipicio: y para esquivarlo, huyendo despavorida, no le importa perder su zapato de vero, renunciar a una porción del gratuito y extático presente del cual la ha revestido una potencia. Pero he aquí que será precisamente ese hilo, el zapato de vero, el que la devolverá al príncipe. La pérdida voluntaria del mismo se convertirá en su ganancia.
«Quien tire su vida la salvará». Madame Leprince de Beaumont, en Belinda y el Monstruo, conduce el mismo tema hasta zonas aún más delicadas y ocultas. Como en toda fábula perfecta, también esta deja de lado la amorosa reeducación de un alma —de una atención— para que de la vista se eleve a la percepción. Percibir es reconocer lo único que tiene valor, lo que únicamente existe de verdad. ¿Y qué es acaso lo que existe realmente en este mundo sino lo que no es de este mundo? La amistad de Belinda con el Monstruo es una larga, una tierna, una crudelísima lucha contra el terror, la superstición, el juicio de la carne, las vanas nostalgias. No muy distinto de la demora de Cenicienta en el baile es el regreso a casa de Belinda, que por poco le costará la vida al Monstruo. Es, para una y otra muchacha, el riesgo de una recaída en el círculo mágico del pasado, lo que puede devastar, como un hielo fuera de estación, lo que ha intentado largamente brotar: el presente. Es la ordalía de Belinda, pero Belinda no lo sabe. De hecho, en esencia, es la ordalía del Monstruo.
¿Cuándo se transforma el Monstruo en Príncipe? Cuando el portento se ha vuelto superfluo, cuando la metamorfosis ya ha tenido lugar de manera insensible en Belinda: privándola de todo lamento adolescente, de toda herrumbre de fantasía, no dejando de ella más que la atenta alma desnuda («ya no me parece un Monstruo y, aunque lo fuera, me casaría igualmente con él porque es infinitamente bueno y no podría amar a nadie más que a él»).
La metamorfosis del Monstruo es en realidad la de Belinda y es, cuanto menos, razonable que, llegados a este punto, también el Monstruo se convierta en Príncipe. Razonable porque no es necesario. Ahora que ya no hay dos ojos de carne para ver, la hermosura del Príncipe es puro exceso, es la alegría sobreabundante prometida a quien aspiró en primer lugar al reino de los cielos. «A quien tenga se le dará», afirma el verso que tanto intriga a los fieles a la palabra.
Para llevar a Belinda a dicho triunfo, el Monstruo rozó la muerte y la desesperación, trabajó con la obstinación de la perfecta locura noche tras noche, apareciéndose a la muchacha recluida, resignada e impávida en la hora ceremonial: a la hora de la cena, de la música. Encerrado en la égida del horror y del ridículo («además de feo, lamentablemente, soy también estúpido»), se expuso al odio y a la execración de aquella a la que amaba: descendió a los Infiernos y la hizo descender a ella también.
Otro tanto —y no menos locamente— hace Dios por nosotros: noche tras noche, día tras día. No conviene, sin embargo, olvidar que fue Belinda quien despertó a su Príncipe, de lejos y sin saberlo. Fue cuando le pidió a su padre, mientras este ponía el pie en el estribo, en lugar de una joya o de un traje magnífico, aquel loco regalo: «una rosa, solo una rosa», en pleno invierno.
In medio coeli
Al principio las puertas fueron el fin del mundo [...] y tras cualquier cosa aparecía algo infinito.
THOMAS TRAHERNE
Se sabe que la vejez, que a menudo olvida una parte sustancial de la vida transcurrida, recuerda la infancia con una claridad cada vez mayor. Y, dado que se ha dicho que solo a través de la infancia se accede al reino de los cielos, parece justo desprenderse de cualquier otro bien a cambio de esa sola posesión. Una posesión que tal vez se alcanzará con la muerte.
El viejo más disperso se reviste del secreto de un augur cuando comienza a narrar su niñez. La vida ralentizará su ritmo a su alrededor, extraños silencios lo envolverán y ni el niño más inquieto podrá resistírsele. Parecerá dotado, en esos instantes, de poder augural. De hecho, le está señalando al niño una meta: no ya su propio pasado, sino su futuro, el futuro de su memoria de adulto. Ni el uno ni el otro lo saben, si no es por la cualidad numinosa de las palabras, que envuelve tanto al uno como al otro en la misma fascinación. Qué sencillas son esas palabras. Y, sin embargo, a menudo se oye al niño interrumpir, querer saber más, insistir en la forma de esa hogaza, el tamaño de ese jardín, el color del traje de la bisabuela durante aquel paseo o aquella fiesta. Y, si al niño no se le ocurren preguntas semejantes, si no está dotado de atención poética, siempre le preguntará al viejo, frunciendo el ceño: «¿Tú cuántos años tenías entonces?». Es su esfuerzo por vencer el espacio, el horror del viaje inimaginable que media entre él y ese niño pasado a la espera, en el fondo, de su futuro. Niño sin edad, anciano enmascarado, como los niños negros de los iconos. «Seis, siete años», dirá el viejo, y casi en un responsorio secreto añadirá «como tú, alguno o algunos más que tú». Cábala ciega y perfecta que tiene suspendido en torno a ambos, como alrededor del durmiente de Proust, el filo de las horas, el orden de los días y de los años.
Habrá quien haya notado con qué hipnótica lentitud se mueven las pestañas de un niño que escucha a un viejo que recuerda; cómo se abren febriles los labios, qué lenta se desliza la saliva por la garganta. No es de hilaridad su expresión, mientras todo el cuerpo se aprieta contra las antiguas rodillas. Habita en él la tensión inmóvil de los animales que mudan de piel, de los insectos en metamorfosis; quizá sea semejante a los ruiseñores a los que en pleno canto, se dice, les aumenta la temperatura y se les eriza el frágil plumaje. Este crecimiento en estos instantes está bebiendo con voluptuosidad y temblor de la fuente de la memoria: el agua fúlgida y oscura que da vida a la percepción sutil.
Los objetos que el niño pide ver con tal ansia lo rodean finalmente también a él, los tiene al alcance de la mano; y, sin embargo, parece incapaz de establecer relación con ellos; nada encuentra común entre las cosas que le cuenta, por ejemplo, su abuela —simples hasta asustarlo y tan tentadoras como para que se le escapen continuamente— y las cosas que él toca y ve cada día, que volverá a tocar y ver dentro de poco, terminada o interrumpida la narración.
Hay algo brutal, o quizá tan solo animal, en la repentinidad con la que un niño regresa a sus juegos después de uno de estos instantes en que se ha suspendido sobre su cabeza el movimiento de las esferas. Parecía imposible verlo librarse del rapto sin lágrimas ni rebeldía. Pero casi como si despertase de un sueño, al modo de los animales o de los bendecidos con un milagro, que en cuanto abren los ojos buscan el alimento, también dirá enseguida «tengo hambre» y, tras coger ávidamente su merienda, correrá velozmente a comérsela a otra parte, casi insolente, casi ostentando desapego con pequeños gritos o cantos estrepitosos. Se volverá preferentemente, entonces, al mundo de los animales; cogerá el perro o atrapará el gato, lanzándose con ellos a correr por el jardín.
No es que el muchacho no viva en una relación perfecta con los objetos que lo rodean. Al contrario: inmerso en la gracia de una sensualidad sin tacha, sus manos agarran la naranja, se zambullen en la riqueza del pelaje o del agua con la velocidad y con el aplomo de un ángel. Pero él no lo sabe. Solo cuando su memoria se cierre como un círculo sobre sus propios inicios, podrá saberlo. Lo sabe, en cambio, el viejo. El diálogo se desarrolla entre un jardín donde se está desnudo sin saberlo y un vestíbulo donde se es desnudado.
Por eso la narración más sencilla de un viejo adopta apariencia de parábola, pues con parábolas se expresaban de buena gana los ancianos de antaño, y la narradora de fábulas —esos evangelios que con ligereza se llaman moralidades— era siempre la abuela, la decana de la casa, la mujer que da buenos consejos, ya sea dama o campesina. Alusivo...