Gramáticas de la creación
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Gramáticas de la creación

George Steiner, Andoni Alonso, Carmen Galán

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Gramáticas de la creación

George Steiner, Andoni Alonso, Carmen Galán

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«Ésta es la summa del pensamiento de Steiner, una clase inigualable.»The Observer«No nos quedan más comienzos» es la primera frase de este nuevo libro de George Steiner, que explora la idea de la creación en el pensamiento, la literatura, la religión y la historia occidentales. Con altura intelectual y gran elegancia de estilo, Steiner nos sumerge en las fuerzas directrices del espíritu humano para reflexionar sobre los diferentes modos que hemos tenido de nombrar el principio, de designar el acto creador, en contrapunto con el cansancio que pesa sobre el espíritu de final del milenio, con su cambiante gramática de discusiones acerca del fin del arte y del pensamiento de la civilización occidental. A través de diversos temas –la Biblia, la historia de la ciencia y de las matemáticas, la ontología de Heidegger, la poesía de Paul Celan–, Steiner examina la desesperanza que ha sembrado la duda racional a lo largo del siglo XX. Reconoce que, tal vez, la ciencia y la tecnología hayan reemplazado al arte y la literatura como fuerzas conductoras de nuestra cultura, lo que trasluce una pérdida significativa. Y, sin embargo, Steiner concluye esta obra mayor con una elocuente evocación de cómo los comienzos, pese a todo, son interminables.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2011
ISBN
9788498417890
Edición
1
Categoría
Filosofía

Gramáticas de la creación

I

1

No nos quedan más comienzos. Incipit: esa orgullosa palabra latina que indica el inicio sobrevive en nuestra polvorienta palabra «incipiente». El escriba medieval marca la línea inicial, el capítulo nuevo con una mayúscula iluminada. En su torbellino dorado o carmesí el iluminador de los manuscritos coloca las bestias heráldicas, los dragones matutinos, los cantores y los profetas. La inicial, en la cual el término significa comienzo y primacía, actúa como fanfarria; enuncia la máxima de Platón –de ninguna manera evidente– de que en todas las cosas, naturales y humanas, el origen es lo más excelso. Hoy en día, en las actitudes occidentales –nótese la muda presencia de la luz matutina en la palabra «occidental»–, los reflejos, los cambios de percepción pertenecen al mediodía y al atardecer. (Generalizo; mi argumento, todo él, es vulnerable y se abre a lo que Kierkegaard llamó «las heridas de la negatividad».)
En la cultura occidental ya han existido sensaciones anteriores del final y fascinaciones por el ocaso. Testigos de la filosofía, de las artes, historiadores de los sentimientos señalan «los tiempos de clausura en los jardines del Oeste» durante las crisis del orden imperial romano, durante los temores al Apocalipsis cuando se aproximaba el Año Mil, en el comienzo de la Peste Negra y en la Guerra de los Treinta Años. Estos movimientos de decadencia, de luz otoñal y desfalleciente siempre se han unido a la conciencia de hombres y mujeres de la decrepitud, de nuestra común mortalidad. Los moralistas, incluso antes que Montaigne, señalaron que el recién nacido es suficientemente viejo como para poder morir. En el constructo metafísico más seguro, en la obra de arte más afirmativa, hay un memento mori, y existe siempre un esfuerzo, implícita o explícitamente, para mantener a raya la fuga del tiempo fatal, para resguardarse de la entropía de toda forma viviente. A esta lucha es a la que el discurso filosófico y la generación del arte deben la tensión que los inspira, su tirantez irresoluta por la cual la lógica y la belleza son sus modos formales. El lamento «el gran dios Pan ha muerto» alcanza incluso a esas sociedades a las que, tal vez demasiado convencionalmente, asociamos con una actitud optimista.
Sea como fuere, existe, así lo creo, un cansancio esencial en el clima espiritual del fin del siglo XX. La cronometría interior, los pactos con el tiempo que determinan tanto nuestra consciencia, apuntan hacia un mediodía tardío de maneras que son ontológicas, esto es, que conciernen a la esencia, al tejido del ser. Somos, o así nos sentimos a nosotros mismos, los que han llegado tarde; los platos ya se están retirando. «Señoras y caballeros, cerramos»; suena la despedida. Tal aprehensión es de lo más convincente, ya que se enfrenta al hecho evidente de que en las economías desarrolladas, el tiempo y la esperanza de vida aumentan. Pero aun así, las sombras se alargan: parece que nos doblamos hacia la tierra durante la noche, tal como los heliotropos.
Nuestra naturaleza tiene sed de explicación, de causalidad; queremos saber realmente por qué. ¿Qué hipótesis concebible puede elucidar una fenomenología, una estructura de la experiencia sentida tan difusa y múltiple en sus expresiones como la de «terminalidad»? ¿Son tales cuestiones dignas de preguntarse seriamente o sólo invitan a una cháchara elevada y vacua? No estoy seguro.
La inhumanidad, en tanto que tenemos datos históricos, es perenne. No han existido utopías, ni comunidades de justicia o de perdón. Nuestras inquietudes usuales –la violencia de nuestras calles, las hambrunas en el así llamado tercer mundo, la regresión a bárbaros conflictos étnicos, el riesgo de enfermedades pandémicas– han de contemplarse en contraste con un momento bastante excepcional. Desde aproximadamente el tiempo de Waterloo y el de las masacres del frente occidental entre 1915 y 1916, la burguesía occidental experimentó una época privilegiada, un armisticio con la historia. Respaldados por el trabajo industrial en la metrópoli y el régimen colonial, los europeos conocieron un siglo de progreso, de administración liberal, de esperanza razonable. Justamente por estos esplendores pasados, sin duda idealizados, de este calendario excepcional –nótese la comparación constante de estos años anteriores a agosto de 1914 con un «largo verano»– sufrimos nuestros malestares presentes.
Sin embargo, aunque se permita la nostalgia selectiva y la ilusión, la verdad persiste: para la totalidad de Europa y Rusia, este siglo se ha convertido en un período infernal. Entre agosto de 1914 y la «limpieza étnica de los Balcanes», los historiadores calculan en más de setenta millones el número de hombres, mujeres y niños víctimas de la guerra, del hambre, de la deportación, del asesinato político y de la enfermedad. Anteriormente ha habido atroces episodios de peste, de hambre o matanzas; sin embargo, el fracaso de lo humano en el siglo XX tiene sus enigmas específicos. No surge de los jinetes de la lejana estepa o de los bárbaros en las fronteras lejanas. El nacionalsocialismo, el fascismo, el estalinismo (aunque éste, en última instancia, más opacamente) brotan del contexto, del ámbito y los instrumentos administrativos y sociales de las altas esferas de la civilización, de la educación, del progreso científico y del humanismo, tanto cristiano como ilustrado. No quiero entrar en los enojosos debates, y de alguna manera degradantes, sobre la Shoah («holocausto» es el noble término técnico griego para designar el sacrificio religioso y no es un nombre adecuado para la locura controlada y para el «viento de las tinieblas»). Sin embargo parece como si el exterminio nazi de los judíos europeos fuera una «singularidad», no tanto por su amplitud –el estalinismo mató bastante más– como por su motivación. En éste una categoría de seres humanos, incluidos los niños, fueron declarados culpables de existir. Su crimen fue la existencia, fue la simple pretensión de vivir.
La catástrofe que asoló a las civilizaciones europeas y eslavas fue particular en otro sentido; destruyó avances anteriores. Incluso los ironistas de la Ilustración (Voltaire) habían predicho con total seguridad la abolición final de la tortura judicial en Europa. Sostuvieron que era inconcebible un retorno generalizado a la censura, a la quema de libros y mucho menos de herejes o disidentes. El liberalismo y el positivismo científico del XIX veían natural la esperanza de que la extensión de la escolaridad, del conocimiento científico y tecnológico y la producción, del desplazamiento libre y el contacto entre comunidades, llevaría a una mejora sostenida en la civilidad, en la tolerancia política, en las costumbres tanto públicas como privadas. Cada uno de estos axiomas propios de una esperanza razonable han sido probados como falsos. No se trata sólo de que la educación se ha revelado incapaz de hacer que la sensibilidad y el conocimiento sean resistentes a la sinrazón asesina. Aún más turbadoramente, la evidencia es que esa refinada intelectualidad, esa virtuosidad artística y su apreciación y la eminencia científica colaborarían activamente con las exigencias totalitarias o, como mucho, se mantendrían indiferentes al sadismo que las rodeó. Los conciertos brillantes, las exposiciones en grandes museos, la publicación de libros eruditos, la búsqueda de una carrera académica, tanto científica como humanística, florecen en las proximidades de los campos de la muerte. La ingenuidad tecnocrática sirve o permanece neutra ante el requerimiento de lo inhumano. El símbolo de nuestra era es la conservación de un bosquecillo querido por Goethe dentro de un campo de concentración.
No hemos comenzado a calibrar aún el daño hecho al hombre –como especie, como la que se llama a sí misma sapiens– infligido por estos sucesos desde 1914. No comenzamos siquiera a comprender la coexistencia en el espacio y en el tiempo, acentuada por la inmediatez de la presentación gráfica o verbal en los medios de masas globales, de la superabundancia occidentales con el hambre, la miseria, con la mortalidad infantil que ahora se abate sobre tres quintas partes de la humanidad. Hay una dinámica obviamente lunática en nuestro derroche de lo que queda de recursos naturales, de la fauna y de la flora; la cara sur del Everest es un vertedero. Cuarenta años después de Auschwitz, los jemeres rojos entierran vivos a unos cien mil inocentes. El resto del mundo, perfectamente enterado de tal suceso, no hace nada. Inmediatamente comienzan a salir de nuestras factorías nuevas armas hacia los campos de la muerte. Repito: la violencia, la opresión, la esclavitud económica y la irracionalidad social han sido endémicas en la historia, sea ésta tribal o metropolitana. Pero, debido a la magnitud de la masacre, este siglo posee el contraste absurdo entre la riqueza disponible y la misère efectiva, junto a la probabilidad de que las armas termonucleares y bacteriológicas puedan acabar totalmente con el hombre y con su entorno, dotando así a la desesperanza de una nueva dimensión. Se ha alcanzado la clara posibilidad de un retroceso en la evolución, de una vuelta sistemática hacia la bestialización. Precisamente esta posibilidad hace que La metamorfosis de Kafka sea la fábula clave de la modernidad, o que, a pesar del pragmatismo anglosajón, ésta haga plausible el famoso dicho de Camus: «La única cuestión filosófica seria es el suicidio».
Quiero tratar brevemente parte del impacto de esta oscura condición en la gramática. Entiendo por gramática la organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia; la estructura nerviosa de la consciencia cuando se comunica consigo misma y con otros. Intuyo (sin duda éstos son ámbitos casi de completa conjetura) que el tiempo futuro llegó relativamente tarde al habla humana. Pudo haberse desarrollado hacia la última glaciación y junto a los «futuribles» implicados en el almacenamiento de alimento, en la fabricación y en la conservación de las herramientas más allá de una necesidad inmediata, y gracias al muy gradual descubrimiento de la alimentación del ganado y de la agricultura. En algún registro «meta-» o pre-lingüístico, los animales parecen conocer lo presente y se supone que poseen ciertos recuerdos. El tiempo futuro, la capacidad de evocar lo que puede pasar el día después del funeral de alguien o en el espacio estelar dentro de un millón de años, parecen ser específicos del Homo sapiens. De la misma manera, por decirlo así, el subjuntivo o los modos contrafácticos están emparentados con el futuro. Por lo que sabemos, sólo el hombre posee el modo de alterar su mundo por medio de cláusulas condicionales, el único capaz de generar frases tales como: «si César no hubiera ido al Capitolio ese día». Me parece que esta fantástica, inconmensurable «gramatología» de los verbos futuros, de subjuntivos y potenciales fueron indispensables para la supervivencia, para la evolución del «animal lingüístico» enfrentado, tal como lo fuimos y lo somos, al escándalo de la incomprensibilidad de la muerte individual. Existe un sentido real en el que todos los usos del tiempo futuro en el verbo «ser» son una negación, aunque limitada, de la mortalidad. Igual que todo uso de una frase condicional expresa el rechazo a la inevitabilidad bruta, al despotismo del hecho. Las partículas «-erá», «-ería» y «si», orbitando alrededor de intrincados campos de fuerza semántica con un centro o núcleo de potencialidades ocultas, son las claves de la esperanza.
La esperanza y el temor son supremas ficciones potenciadas por la sintaxis. Son tan inseparables la una de la otra como lo son de la gramática. La esperanza encierra el temor al no cumplimiento; el miedo tiene en sí un granito de esperanza, el presentimiento de su superación. Es precisamente el estatus de la esperanza lo que hoy resulta problemático. En todo nivel, excepto en lo trivial o en lo momentáneo, la esperanza es una inferencia transcendental. El sentido estricto de esta palabra se apoya en presuposiciones teológicometafísicas, que connotan una inversión posiblemente injustificada, una compra de «futuros», como diría un agente de bolsa. «Tener esperanza» es un acto de habla, una forma de comunicación, interior o exterior, que «presupone» un oyente, ya sea éste el propio yo. Rezar es el ejemplo por excelencia de este acto. Su fundamento teológico es el que permite, el que exige que el deseo, el proyecto y la intención se dirijan a oyentes divinos con la «esperanza», precisamente, de recibir ayuda o comprensión. El «reaseguro» metafísico es propio de una organización racional del mundo –Descartes debe apostar por la suposición de que nuestros sentidos e intelecto no son juguetes de un engañador maligno– e incluso más importante aún, el propio de una moralidad de justicia distributiva. La esperanza no tendría sentido alguno en un orden completamente irracional o con una ética arbitraria y absurda. La esperanza, tal como se ha estructurado en la psique y en la conducta humanas, tendría un papel insignificante si la recompensa y el castigo fueran determinados por sorteo (justamente las esperanzas de los jugadores de ruleta pertenecen a este orden vacuo).
Casi constantemente, la adhesión formalmente religiosa del acto de esperanza, el recurso directo a la intervención sobrenatural, se ha debilitado en la historia occidental y en la consciencia individual. Se ha atrofiado en un ritual más o menos superficial y en figuras retóricas inertes: si no se piensa, uno puede «tener esperanza en Dios». El edificio filosófico de la esperanza es el de la racionalidad cartesiana (donde más sutilmente, lo teológico se escurre, como la arena de un reloj de arena, hacia lo metafísico y lo científico); es el mismo del optimismo de Leibniz y sobre todo de la moralidad kantiana. Un pulso compartido de progreso, de mejora, confiere energía a la empresa filosófico-ética desde el comienzo del siglo XVII hasta el positivismo de Comte. Existen disidentes de la esperanza, visionarios que se vuelven desesperanzados como Pascal o Kierkegaard; pero éstos hablan desde los márgenes. El movimiento principal del espíritu hace que la esperanza no sólo sea un motor de la acción política, social y científica, sino también una actitud razonable. Las revoluciones europeas, la mejora de la justicia social y el bienestar material son cristalizaciones de esa esperanza por el futuro, son la anticipación racional del mañana.
Dos grandes ramas «heréticas» nacieron del judaísmo mosaico y profético. La primera es el cristianismo con su promesa de la venida del Reino de Dios, de la compensación por el sufrimiento injusto, del Juicio Final y de una eternidad de amor por medio del Hijo. El tiempo futuro del verbo aparece en casi todas las palabras de Jesús; para sus discípulos, él es la esperanza encarnada. La segunda rama, de nuevo esencialmente judía por sus teóricos y primeros defensores, es la del socialismo utópico y especialmente la del marxismo. En éste, la pretensión de transcendencia se hace inmanente; se afirma que el reino de justicia e igualdad, de paz y prosperidad, pertenece a este mundo. Con la voz de Amós, el socialismo utópico y el comunismo marxista leninista lanzan un anatema contra la riqueza egoísta, contra la opresión social, contra la mutilación de innumerables vidas a causa de una insensata avaricia. El desierto marcha sobre la ciudad; tras una amarga lucha (tras el Gólgota), viene «el intercambio de amor por amor, de justicia por justicia».
El siglo XX ha cuestionado la seguridad teológica, filosófica y político-materialista de la esperanza. Inquiere sobre su razón de ser y sobre su credibilidad para los tiempos futuros, nos hace entender que «existe abundancia de esperanza, pero no para ninguno de nosotros» (Franz Kafka).
No se trata de que el tópico «la muerte de Dios», de hecho anterior a Nietzsche, y sobre la cual me siento incapaz de dar una interpretación consistente, sea oportuno. Lo que determina nuestra situación actual va más lejos; yo lo llamaría «el eclipse de lo mesiánico». En los sistemas religiosos occidentales, lo mesiánico, bien personalizado o bien metafórico, ha significado la renovación, el fin de la temporalidad histórica y la venida de la gloria del más allá. Una y otra vez, el tiempo futuro de la esperanza ha intentado datar tal suceso (en el Año Mil o en 1666 o, para las sectas milenaristas actuales, en el final de nuestro milenio). En su sentido literal, la esperanza ha nacido de lo eterno; los credos occidentales son narraciones de redención. Pero lo mesiánico no es menos instrumental en sus programas seculares; para los anarquistas y los marxistas, imaginar el futuro representa «la desaparición del estado». Tras esta imagen se encuentra el argumento kantiano de la paz universal y la tesis hegeliana del fin de la historia. Desde un punto de vista paradójico, lo mesiánico puede ser independiente de cualquier postulado sobre Dios: expresa el acceso del hombre a la perfectibilidad, a un estado superior, y, supuestamente, duradero de razón y justicia. De nuevo, tanto en un nivel de referencia inmanente c...

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