Aprovecha el momento
No me pasa inadvertido que Gary dice «van a acusarlo», no «vamos». Es decisión de Pez Escritorio, porque, mientras el señor Wolphram ha estado sentado en esa celda, removiéndose inquieto en esa sala de interrogatorios, le han hecho sudar con una segunda sesión, conducida por Pez Escritorio en su acuario ejecutivo, con los trofeos y los certificados que dejaron sus predecesores, quienes murieron empuñando el bastón de mando y cuyas familias nunca los reclamaron. Ahora los luce Pez Escritorio, y da por sentado, con razón, que nadie se fija en el nombre que figura en los certificados y trofeos, solo en los logros que acreditan. El de «Comunicador policial del año: ganador regional, Derbyshire» es el favorito de Gary.
En ese certificado se inspiró para inventar el juego Galardones Especializados, en el cual los participantes tienen que inventar grandes reconocimientos para actividades de ámbito reducido y con requisitos de elegibilidad muy estrictos. «Mejor banco moldavo», «Miss Frodsham», «Filántropo del año en Yorkshire»...
—No tienen suficiente para acusarlo —le digo a Gary, ciñéndome a la tercera persona del plural que ha utilizado él.
—Tienen suficientes cosas circunstanciales, profe: ella en el coche de él, ella en el apartamento de él, él en el apartamento de ella... él confundiendo horas y fechas, mintiendo o dando la impresión de que miente. El coche se utilizó al día siguiente de su muerte, tal vez con ella dentro. Está preocupada por los acosadores, busca ayuda en páginas web. Él es incapaz de dar respuestas claras, no tiene coartada...
—La gente que vive sola no suele tener coartada, Gary; tú y yo deberíamos saber eso mejor que nadie.
—Touché, profe, pero venga, afrontémoslo... —Gary baja la voz porque quiere que sea yo quien lo diga.
Y lo hago.
—No es lo que se dice «normal», Gary, ¿es a eso a lo que te refieres?
—Me lo has quitado de la lengua.
Guardamos silencio. Remuevo mi café, golpeo la cucharilla contra el borde desportillado de la taza. Pone «El mejor papá de Norfolk» y pertenecía también al predecesor de Pez Escritorio. Es lo específico del título lo que le da lustre: menos es más.
—Mira —prosigue Gary—, necesitan resultados, Pez Escritorio necesita algo que decirle a la gente. Vale, es un follaescritorios sin carácter rodeado de certificados de un muerto (Gary lo pronuncia cetificados), pero también es el primero al que buscan: el público, los periódicos, los reporteros de televisión, los jefazos preocupados por las relaciones públicas, los comerciantes preocupados por las marabuntas de clientes en Navidad... Los tiene a todos encima, profe, telefoneándole, tuiteándole, mandándole correos electrónicos, mensajes de texto... Le compadezco, profe. Un poquito.
—Y se ha dado por vencido sin más. De lo que se trata es de conseguir el resultado correcto, no un tentempié para tener contento al mundo exterior...
—Nos estamos quedando sin tiempo. Mira, sobre nuestra cabeza tenemos un gran zurullo pendiendo de un hilo minúsculo como un pelo de bebé, profe, y está esperando para caer sobre todos nosotros: tú, yo, Pez Escritorio, todos...
—Es una espada, Gary, la espada de Damocles...
—Ahora es un zurullo, profe. ¿Dónde te crees que estás, en El señor de los anillos? El caso es que hay que apartarse antes de que el hilo se rompa.
—Pero ahora tenemos que dedicar nuestro tiempo a demostrar que lo hizo en vez de a investigar quién pudo haberlo hecho realmente. Son dos cosas bien distintas.
—Confiemos entonces en que sean la misma, ¿de acuerdo? —Se encoge de hombros—. Mira, todo apunta a que lo hizo él. Ya sabes cómo funciona esto: marido, novio, familiar o vecino. El novio está al otro lado del Canal, los familiares estaban en Newcastle, el vecino... bueno, el vecino es raro, cuenta mentiras, va obsesivamente limpio y arreglado, y hay huellas de ella en su apartamento y en su coche. Afrontemos los hechos, profe, ¿qué quieres que pensemos?
—El problema es que no son hechos. Hechos son lo que no tenemos. Tú no estás más de acuerdo que yo con la decisión de acusarlo. Aun en el caso de que fuera culpable, no hay nada en lo que fundamentarlo. Ni siquiera hemos acabado de ir de puerta en puerta, no tenemos todos los resultados de la inspección de los ordenadores, todavía no hemos hablado como es debido con los testigos y ni tan siquiera hemos recreado los últimos movimientos de la víctima. Debe de haber una docena de personas ahí fuera cuyos recuerdos están a punto de ser eliminados.
Gary baja la vista al escritorio, coge un bolígrafo y remueve su café con él.
—Es todo una cuestión de tiempo, ¿verdad? Se nos acaba el tiempo y por eso lo acusan. Hazte a la idea y trabaja con ella.
—Se nos acaba el tiempo ¿con relación a qué? ¿A los artículos de Lynne Forester o a resolver el crimen? En fin, ni siquiera nos ha consultado, ¿no?
—No tenía por qué hacerlo, profe. Está en su derecho. Sobre él recaen las tareas de atención al cliente, las relaciones públicas y las explicaciones, así que es él quien carga con toda la presión. En fin, míralo de otra forma: tenemos que acusarlo para retenerlo aquí, y necesitamos retenerlo para poder acusarlo. Y cuando lea los periódicos lo agradecerá porque, si sale, lo van a linchar. ¡Lo importante es participar!
Gary coge el mando a distancia y pone el canal de noticias veinticuatro horas: aparece el apartamento del señor Wolphram abarrotado de periodistas y fotógrafos. Una multitud permanente de vecinos, ricachones con abrigos caros, y unos cuantos hombres y mujeres en chándal o con camiseta de fútbol que han ido en autobús para echarle un vistazo a la «escena». Pronto habrá una pintada en la fachada, «MONSTRUO PEDÓFILO DE MIERDA COLGADLO», pero mientras la policía está allí, solo hay gritos. Tres agentes con aire incómodo hacen guardia en las puertas de la verja. La imagen es en directo, y el cielo crepuscular que veo por la ventana del despacho es el mismo que cae, a kilómetro y medio de aquí en dirección oeste, sobre la casa del señor Wolphram, se acomoda en torno a las puertas de hierro y se asienta en la grava. Todos los pisos tienen las ventanas a oscuras; hasta la pareja parlanchina del último piso ha debido de marcharse para huir del foco de atención.
Al principio estaban encantados de encontrarse tan cerca de todo. (¿Cómo se llamaban? ¿Ben y Claire? ¿Chloe?... Sí, eso es: Chloe y Ben). Podías notarlo en sus ojos. Habían visto cosas así en la tele, pero ahora... «bueno, ahora es aquí mismo, ¿verdad?». Hablaban por los codos y, que yo sepa, colgaban en Twitter o en Instagram fotos nuestras entrando y saliendo del edificio con monos blancos de forense. Ella llegó a decir, como hacen todos antes o después (tal vez como hacemos todos cuando una atrocidad pasa rozándonos): «Es alucinante pensar que podría haber sido yo la que hubiera acabado en bolsas de basura tiradas por ahí». El novio le rodea los hombros con el brazo reconfortante de rigor, acariciándole con la mano la parte superior del pecho, un poco por debajo de la clavícula. Ella le coge la mano, nos mira y se estremece en una muestra de lo que ella considera angustia evidente (es probable que tenga la expresión «angustia evidente» en la cabeza cuando lo hace), pero que nosotros reconocemos como la agradable sensación de sentirse a salvo. Hicieron unas cuantas preguntas, fingiendo preocupación. Probaron a fruncir el ceño varias veces para aparentar sinceridad, pero en realidad solo querían conocer detalles para tener algo de lo que hablar durante la cena o para hacerse una idea más realista de cómo «podría haberles pasado a ellos». Él quería saber cosas relacionadas con el trabajo forense, y ella preguntó si a Zalie la habían matado allí, en esa casa, o en otro sitio. El peculiar interés que mostraba él por los detalles —preguntas de detective aficionado, pero concretas y extrañamente interesadas en el aspecto científico— contrastaba con el entusiasmo lascivo de ella.
—Ahora todos son detectives —dijo Gary cuando se fueron.
En cualquier caso, parece que se han marchado. Seguramente toda esa atención ha acabado resultando excesiva para ellos.
Así pues, veo la imagen en directo de la casa cada vez más envuelta en sombras. Presenta una apariencia inesperadamente tranquilizadora. Las nubes que veo desde el despacho pasarán por encima de ellos en dos minutos, quizá tres. Todo esto está sucediendo en tiempo real: el señor Wolphram en el piso de abajo, el abogado entrando en su sedán ejecutivo, con la chaqueta colgada en el gancho del cristal trasero, la policía en la puerta principal de la casa del señor Wolphram, yo dando sorbos a mi café, Gary clavando chinchetas en el mapa de la pared, Pez Escritorio al teléfono. Lo estamos observando todo y, al mismo tiempo, somos parte de todo. Incluso los vecino...