En primera línea de fuego
Segundo misterio en el condado de Cook
Chicago, 1968
Dicen que el infierno son los demás.
¿Qué sabrán ellos?
Soy una solitaria reformada, por así decir. Tras toda una vida sin pareja, ahora vivo con un grupo de personas y estaría dispuesta a cortarme un brazo casi por cualquiera de ellas.
Compartimos un destartalado piso, trepidante con las idas y venidas de ocho jóvenes más o menos saludables que viven de acuerdo con los tiempos. Estudiamos para los exámenes, trabajamos esporádicamente vendiendo vaqueros o reparando bicicletas por sueldos de miseria, hablamos de cine, hacemos pan, escuchamos discos y nos entregamos en cuerpo y alma al esfuerzo antibélico.
La manifestación de hoy ante la oficina de reclutamiento de Van Buren Street se puso fea y, gracias a las resplandecientes porras de lo mejorcito de Chicago, Cliff Tobin, uno de los residentes más encantadores de nuestra comuna urbana, tiene el labio hinchado. Los demás llevamos con orgullo nuestras variopintas magulladuras. Pero estamos bien. Hemos podido volver a casa.
Ahora mismo suena una música atronadora y desafiante. Uno de los nuestros está liando un porro de primera que bastaría para relajar a todo el estado de Oklahoma. En la mesa de cocina de segunda mano tomaremos una magnífica sopa de hortalizas recién cogidas de la tierra, fumaremos de gorra y beberemos los unos de los vasos de los otros. Más tarde, cada cual pasará la noche con su amante en alguna parte de la ciudad. Incluso yo.
Incluso yo, la chiquita negra pecosa y no muy agraciada del South Side, entusiasta recluta del ejército rockanrolero de mi generación: tomar ácidos, sí al amor, no a la autoridad, beber la vida a grandes tragos; fuera como fuese el año pasado, ya no soy la misma.
Sí, lo sé: el mundo lleva mucho tiempo funcionando y se las ha arreglado estupendamente sin nosotros. Es probable que nos estemos sobrevalorando. Me importa un pimiento.
Y, además, ya casi es Navidad.
Lunes
1
–Eh, Cassandra –dijo Wilton con esa voz somnolienta tan propia de él.
–¿Sí? –repuse.
–¿Cuánto te apuestas?
–¿A qué?
–Apuesto a que tú y yo somos los únicos negros de Chicago que se saben de memoria todos los temas del álbum de Creedence Clearwater.
–No me apuesto nada. Lo somos.
Nos retorcimos de risa.
A decir verdad, no tenía nada contra los Creedence y Wilton tampoco. Sólo que nuestro amigo y compañero de piso Dan Zuni, un chaval indio pueblo de melena negra como el carbón y caderas escurridas como una modelo, estaba obsesionado con ellos. Los Creedence sonaban noche y día en el tocadiscos de su dormitorio. De vez en cuando me veía obligada a implorar misericordia. Y Dan se marcaba el detalle de darme un descanso cada vez que me quejaba; pero, al cabo de un par de horas, volvía a oírse a todo volumen «Suzie Q».
Tanto me hizo reír Wilton que acabaron por dolerme las costillas. Claro que no era tarea difícil. Llevaba encima un buen colocón, igual que él, y prácticamente cualquier cosa nos hacía gracia.
Estábamos tumbados lado a lado en el suelo de mi habitación, a poco más de medio metro de la flamante estufa comprada con el dinero de Woody. Con el invierno de Chicago no se juega. Habrá quien crea saber cómo son nuestros inviernos por ese disco de Lou Rawls en el que llama Hawk, el Halcón, al viento que azota el lago Michigan. Pues de eso nada, no lo sabe. De noche, mi habitación parecía la vertiente norte del Everest. Como andaba corta de dinero, Woody puso la pasta para la estufa pese a que en esos tiempos no estaba muy contento conmigo.
Tío Woody me quería, no cabe duda. Pero me había marchado de casa hacía poco, del espacioso piso de un edificio de Hyde Park donde vivía con él y con mi tía Ivy desde los once años. Y eso los tenía muy cabreados.
Quizá no se lo habrían tomado tan mal si hubiese alquilado un bonito estudio en alguna zona residencial respetable del South Side como Lake Meadows. Quizá lo habrían aceptado como un paso comprensible hacia la independencia. Sin embargo, lo que hice al marcharme de casa no tuvo nada que ver con eso.
Me mudé al lejano North Side, a un piso mal distribuido de suelos inclinados y precaria calefacción de vapor, compartido con entre tres y siete personas, dependiendo de quién estuviera pasando la noche en casa de un ligue, haciendo dedo hacia California o de vacaciones en Indiana en casa de sus padres. De momento, no teníamos ningún bicho de mascota, pero debía de faltar poco para que alguno de nosotros encontrase un gatito perdido o adoptara algún periquito huérfano.
Woody e Ivy son mis padres de facto. Mi madre, Haddy Perry, me dejó al cuidado de mi abuela cuando tenía ocho años y se esfumó para siempre. La época que pasé con la abuela Perry fue espantosa pese a su brevedad. Por decirlo de una forma suave, nunca nos llevamos bien. Y, en un alarde de comedimiento, podría afirmar que no viví una infancia feliz.
Al irme haciendo mayor, procuro no cargarla con toda la culpa de mis desdichas. Por lo que puedo imaginar, mi madre y ella nunca fueron grandes amigas y, tan pronto como se lo permitió la mayoría de edad, mamá se liberó del hogar familiar. Entonces, justo en la etapa de la vida en que los deberes de la crianza tendrían que haber sido para ella cosa del pasado remoto, la anciana se encontró encadenada a una chiquilla desamparada –yo misma– y sujeta a arrebatos de depresión, pánico y cólera.
A mi abuela la llamaron a casa, como se dice en el argot de los negros, cuando era relativamente joven, igual que a su marido antes que ella. Supongo que estaba harta de todo y más que dispuesta a marcharse. En todo caso, fue en ese momento cuando me recogió Ivy, su hermana menor.
¿Y qué hay de mi padre biológico? Cualquiera sabe. La historia de mi familia está podrida de secretos, vagas explicaciones sin el menor fundamento y embustes descarados. El relato de mi llegada a este mundo es una combinación de todas esas cosas.
Los tres años vividos con mi hastiada abuela en su casa de Forest Street, en el corazón del corazón del gueto del South Side, no son ya más que un borroso recuerdo de soledad y desdicha. Ivy y Woody me rescataron.
Me libré del internado para jóvenes díscolas y de las listas de asistencia social, aunque no de un reparto siempre cambiante de matones de colegio que me machacaban por ser la enchufada de los profesores.
Bajo la cariñosa y atenta mirada de Ivy y Woody, mi amor a la lectura y mi buen rendimiento escolar eran premiados con estilográficas envueltas para regalo, abonos de temporada para la Young People's Orchestra y asistencia a campamentos de verano con actividades teatrales, donde pinté bastidores para La muerte de vacaciones y luego los hice temblar con mi papel de Berenice en Frankie y la boda.
En casa hacía lo que me daba la real gana: un televisor propio, horario libre para irme a la cama, permiso para tomar café en el desayuno y para pasearme entre los invitados a las fiestas, bebiendo 7Up en un vaso de martini y poniéndome ciega de aperitivos de gambas.
Así que la pequeña y virtuosa Cassandra, que solía ganar premios con sus redacciones en la Semana de la Historia Negra, se metió en una comuna hippy. Pues sí, a mis veinte años ya soy adulta y he ocupado el puesto que me correspondía en cuanto a negra friki. Imaginando orgías sexuales, un consumo desenf...