¿Nunca se acabará esto?
–Deberías cerrar siempre la puerta con llave –le murmuró al oído, y la besó. Ella se cubrió la cabeza con la ligera manta y se volvió con un gruñido. Tras un segundo beso, abrió lentamente los ojos y sonrió al reconocer a Laurenti.
Apenas había dormido. A las cuatro y media bajó para nadar un rato en el mar y borrar las huellas del alcohol de la noche anterior. Cuando los últimos invitados se despidieron alrededor de las dos, él y Laura recogieron lo más imprescindible y bromearon sobre la velada. Laura le metió vestido bajo la ducha fría cuando se lo encontró lavándose los dientes en el baño. Riendo, cayeron el uno sobre el otro. Laurenti no recordaba qué hora era cuando apagaron la luz.
El baño en el mar le refrescó y se dio cuenta de que durante los últimos días y en contra de sus costumbres se había convertido en un madrugador. Sin tomarse un café, salió finalmente de casa y se quedó perplejo al ver a su hijo a esas horas aparcando la moto y dándole los buenos días como si tal cosa.
–Pensaba que después de lo de ayer te pasarías todo el día en la cama –dijo Laurenti agarrándole del brazo–. La cena fue todo un éxito. Bien hecho. Pero no deberías beber cuando vas en moto –su mirada se fijó en el brazo del joven–. ¿Qué es lo que tienes ahí? –preguntó Laurenti.
–¿Dónde? –le preguntó Marco sorprendido.
–¿Es laca de coche?
–He estado ayudando a un amigo. Hemos lacado de nuevo su vehículo.
–¿Por la noche? –Laurenti negó con la cabeza.
–No había otra manera. Tuvo un accidente. Era el coche de su padre.
–Espero que te lo puedas limpiar. Inténtalo con alcohol.
–Así lo haré, papá. ¿Ya te vas a la oficina?
Laurenti se despidió de él dándole una palmada en el hombro. Un cuarto de hora más tarde llamaba al portero de noche del Hotel James Joyce en la Città Vecchia y le decía que le esperaban. Sólo cuando vio que le mostraba una placa dejó pasar a Laurenti y atendió de mala gana sus indicaciones al encargar el desayuno para las siete de la mañana.
–¿Cómo es que estás tan pálido? –le preguntó acariciándole cariñosamente con la mano el rostro sin afeitar.
Se despertó con el olor del café y el ruido de la cubertería.
–El pobre se ha sorprendido mucho –dijo riendo , y le alcanzó la taza.
–¿Por qué?
–Te ha visto en la cama al traer el desayuno y me ha dicho que pensaba que estabas de servicio.
–Espero que mantenga la boca cerrada. No creo que haya podido leer mi nombre, pero nunca se sabe.
–Le he dado una buena propina. ¿Te gusta el brioche?
Desayunaban sobre la cama. Laurenti le habló de la fiesta y le contó la pelea de Galvano con Stefania Stefanopoulos. Dijo que estaba preocupado por el antiguo forense y en un momento dado le habló de su encuentro con la gente del servicio secreto.
–¿Estás informada de algo que está pasando, ?
Negó con la cabeza.
–¿Trabajas últimamente con los italianos?
rió.
–¿No eres tú italiano?
–Me refiero en el ámbito oficial.
–Probablemente es asunto de los eslovenos.
–La embarcación sigue otro curso –Laurenti no cedía. No era probable que la fiscal del Estado responsable de la parte croata de la península de Istria no estuviera informada de una acción conjunta entre ambos países. Que pudiera hablar de ella ya era otro cantar–. No intentes darme esquinazo.
–No sé nada aparte de los contactos habituales – sirvió más café.
Laurenti no la creía.
–Tampoco me contaste nada de las investigaciones sobre Zakinji. Sólo cuando se le detuvo y encontraron drogas en su embarcación.
–Es imposible que te pueda contar cada paso de mi vida diaria. Pero si así lo quieres... – miró hacia el exterior por la ventana.
–¿Y a dónde habría transportado las drogas si no lo hubierais fichado? Seguro que no a Albania. Tengo que saber qué está pasando, . Más de una vez a la semana pasan enormes contenedores resistentes al agua al otro lado. Sólo los pueden transportar a Croacia. No soy el único que lo sabe. La guardia de costas, los colegas de la Guardia di Finanza y otros más han sido llamados al orden antes que yo. Y si lo saben nuestros servicios secretos, también lo sabe alguien de tu equipo. Pero no me fío de los míos. Han estado involucrados en demasiadas cosas sucias.
–¿Tú crees que en Croacia es diferente al resto del mundo?
–¿Qué es lo que está pasando?
negó con la cabeza insistentemente.
–Déjalo ya de una vez. No lo sé –se puso en pie de un salto–. He llegado al caso demasiado tarde – corrió al baño y Laurenti oyó cómo corría el agua de la ducha–. Tengo que estar a las nueve en el Tribunal –gritó –. De ninguna de las maneras me puedo retrasar. Se trata del asunto del rey de la Fórmula 1.
Laurenti recordaba el caso. Incluso Il Piccolo había informado en Trieste sobre él.
–No pensarás que se va a presentar, ¿verdad?
–Está claro que lo representará su abogado. Pero el asunto tiene el carácter de una comedia de Goldoni –dijo mientras se secaba–. Aunque sea una mera pérdida de tiempo, por lo menos nos reiremos un poco.
El asunto se había ventilado en los periódicos. Bernie Ecclestone y su mujer, nacida en Rijeka, se enfrentaban a una demanda por daños y perjuicios de una amiga del matrimonio, que hacía tres años se había lesionado en el yate del potentado. Para conseguir el millón que exigían en la demanda contaba con el apoyo de un famoso periodista croata, que fue acusado por Ecclestone de extorsión.
Cuando Laurenti salió de la ducha, estaba frente a él con una mochila al hombro.
–Ha sido muy bonito que me hayas despertado, pero ahora me tengo que ir.
–¿Seguro que no me ocultas nada? –preguntó Laurenti.
–Por favor, no te enfades conmigo. De verdad que no te puedo decir nada.
Cuando salía del estrecho callejón donde se encontraba el hotel a la Via Cavana, se encontró justamente con Marietta. Vivía cerca de allí y estaba claro que volvía a casa.
–¿Qué haces por aquí? –le preguntó–. ¿Hace poco que pasas las noches en el hotel?
–Asuntos de trabajo, querida, una entrevista. Nada más –Laurenti le quitó las gafas de sol de encima de la nariz–. El camino a la oficina es en la otra dirección.
–Antes toda esta zona estaba llena de burdeles.
–Hueles a hoguera, Marietta. ¿Has pasado de nuevo una noche salvaje con el hombre Marlboro y su caballo?
–Lo ahumado aguanta más.
–Sólo tu aspecto serviría para escribir toda una novela. Hace cuatro días que llevas la misma blusa. Estás morena como un cochinillo y tienes unas ojeras que valen más que mil palabras. Además dispones de una bandera para batirte en retirada. Tu bien alimentado admirador tiene realmente aguante.
Marietta le quitó las gafas de sol y le miró toda fresca.
–No es el perfume de tu after shave habitual lo que estoy oliendo.
–Habla con el diablo, Marietta. Tengo una coartada.
–Es muy raro que justo ahora me haya cruzado con la fiscal del Estado de Pola. Tenía tanta prisa que ni me ha visto. Llevaba una mochila a las espaldas y a pesar de las prisas su rostro mostraba satisfacción.
–Naturalmente que hemos pasado la noche juntos, si es eso a lo que te refieres. Y al mismo tiempo también estaba en casa con la mujer y los niños. Pregúntale a Laura, si así lo quieres. Es muy fácil: estoy clonado. Ni siquiera tú, la mujer con la que he pasado más tiempo que con ninguna otra en mi vida, lo has notado.
–¡Por Dios! Tú y además clonado. Eso no lo conseguiría ni Frankenstein –Marietta se dio la vuelta y bajó la Cavana con sus tacones altos.
Laurenti compró la prensa y se sentó en la terraza del bar Unità. Poder tomar café y leer la prensa en público era un lujo que pocas veces se permitía. En breve se propagaría el rumor de que el vicequestore se pasaba todo el día en el café en lugar de ocuparse de la seguridad de la ciudad.
Il Piccolo informaba de que cerca de la ciudad natal de Laurenti, Salerno, se había descubierto una banda de extorsionadores que se había especializado en mujeres del este de Europa y el cuidado de personas mayores. El titular de la sección local informaba de la detención de todo un circuito de tráfico de cocaína entre Milán y Trieste gracias a las investigaciones de los carabinieri. También estaba involucrado un bar de la esquina, cuyo dueño era un antiguo colega. Laurenti le conocía bien. Y una nota adornaba el titular de la sección local: pintadas en contra del Papa, el obispo y la Iglesia católica en los muros de la catedral de San Giusto, que ese año celebraba los setecientos años de su construcción. Un anticlerical radical estaba bajo sospecha, conocido por haber atacado con huevos la procesión del Viernes Santo. El pronóstico del tiempo anunciaba un período prolongado de calor intenso.
Laurenti cogió el teléfono móvil y llamó a Galvano. El forense jubilado contestó al primer timbrazo y tartamudeó confundido que estaba esperando otra llamada. Debía mantener la línea libre, ahora mismo no podía hablar. A la pregunta de Laurenti de si todo estaba en orden, contestó irritado que no necesitaba una niñera y menos a las ocho de la mañana.
Laurenti dejó las monedas para pagar el espresso sobre la mesa y dobló los diarios. Rió para sí mismo cuando pasaba por la Piazza Unità en dirección a la oficina. Primero Marietta y ahora Galvano. El calor parecía alterarlos a todos. Pero por lo menos había podido ver a . Tanto tiempo había hecho que la extrañara.
Frente al Ayuntamiento se encontraban los fotógrafos de los diferentes diarios, dos equipos de cámaras de las televisiones, gran cantidad de Vigili Urbani y el alcalde calvo, cuya chaqueta estaba como de costumbre tensa sobre la barriga. No se había informado de una visita oficial. Debía de pasar algo diferente. Laurenti dio un gran rodeo siguiendo el puente de los Cuatro Continentes y se escabulló por la Piazza della Borsa adyacente.
Hacía dos horas que sonaba su teléfono, pero estaba demasiado cansada para ponerse en pie y desenchufarlo. Hacía ya un buen rato que había oscurecido desde que había vuelto de la excursión al mar. El motor de la embarcación que les habían prestado se había parado a la altura de Pirano, y Calisto tuvo que ponerse de acuerdo con el propietario a través del teléfono móvil. Él les prometió que les iría a buscar con otro barco. Habían pasado horas hasta que llegó. En una ocasión un pescador se detuvo junto a ellos y les echó la bronca porque no tenían puestas las luces de posición. Calisto rechazó su ofrecimiento de remolcarlos hasta tierra.
Mia se despertó con dolor de cabeza. Finalmente descolgó el auricular y oyó la voz del policía, que le preguntaba amablemente por qué no había ido a cenar con ellos. Para terminar, cambió el tono de la voz y la conminó a pasar por su oficina a las tres. Mia aceptó a regañadientes. No sabía lo que Laurenti quería de ella. No la entretendría mucho, la tranquilizó Laurenti.
Debía ser su último día en Trieste. Había quedado con la notaria a las once. Después se debía firmar el contrato de venta de la casa y había que entregarle a Mia un cheque bancario confirmado. Después quería ingresarlo en su cuenta y a continuación cerrarla. Más tarde tendría suficiente tiempo para preparar su partida. A la mañana siguiente abandonaría Italia. La tarde anterior, en la playa de Brioni, le había contado a Calisto que debía irse a Milán tres días para arreglar unas formalidades en el consulado general y visitar a unos conocidos. Rechazó riendo su oferta de acompañarla.
Irina se levantó pronto. Galvano hizo todo lo posible para que no abandonara la casa. El nuevo día le trajo los miedos de siempre, que habría dejado atrás de no haber estado el viejo con ella. Cuando la intérprete apareció en la puerta, Galvano quiso prevenirla en el pasillo, le mintió diciendo que se trataba de una investigación secreta y le recordó que se encontraba bajo juramento. Irina se asustó cuando vio entrar a la mujer en la cocina, aunque volvió a tranquilizarse, quedando, sin embargo, en postura tensa. Su mirada siempre se dirigía nerviosa hacia la puerta. La conversación no fue sencilla. La intérprete le explicó a Galvano que la lengua de signos no era como el esperanto y que le costaba interpretar correctamente todo lo que contestaba Irina, ya que ella provenía de una zona idiomática extranjera. Galvano esperó un par de minutos y después le pidió llevar él mismo la conversación.
–¿De dónde vienes?
–Rusia, Voronesch.
–¿De qué tienes miedo?
–No tengo miedo.
–Sí tienes miedo.
–Necesito trabajar. Si trabajo mucho, entonces son amables conmigo.
–¿Quién es amable?
–Los hombres.
–¿Cómo te has hecho esas quemaduras?
–No había trabajado lo suficiente.
–No debes tener miedo. Aquí estás segura.
Como respuesta, obtuvo una sonrisa de incredulidad.
–Te protegeré y tengo los medios para hacerlo.
–¿Ere...