El enigma de la luz
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El enigma de la luz

Un viaje en el arte

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El enigma de la luz

Un viaje en el arte

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Cees Nooteboom recorre algunos museos buscando capturar en las obras de los grandes pintores aquello que alimenta nuestra alma con formas y colores: la belleza. En este libro el lector tiene el privilegio de intuir, gracias al diálogo permanente que nuestro especial guía mantiene consigo mismo, el enigma que subyace en toda obra artística. Nooteboom no es un historiador del arte ni pretende serlo. Él se deja llevar por la imaginación, no ofrece respuestas sino que plantea interrogantes. A través de los ojos del artista-escritor contemplamos, entre otras, las imágenes alegóricas medievales, los estudios de la naturaleza de Leonardo da Vinci, los autorretratos de Aert de Gelder o de Rembrandt, los interiores de Vermeer, los paisajes de Bruegel, los rostros sin ojos de De Chirico, la pasión por la masa geométrica de Piero della Francesca o las soledades de Hopper. Y finalmente, sin apenas darnos cuenta, empezamos a ver los cuadros como si fueran personas.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2014
ISBN
9788416120277
Edición
1
Categoría
Art
Categoría
Art Techniques
EL ENIGMA DE LA LUZ
1
Max Neumann (1949), Sín título, marzo 2004
Conversación en un futuro cualquiera
Texto para el catálogo
de la obra de Max Neumann
¿Tenía usted más preguntas? No, gracias. Salvo...
¿Salvo...?
No, nada. Ninguna pregunta.
¿Tampoco acerca de las mariposas?
No, lo siento.
Y sin embargo, la oscuridad es notable. ¿No le parece?
Eso sí. Debo habituarme a ella.
¿No le inquieta?
No. Las formas tal vez sí.
¿A qué se refiere?
Todo es distinto. No fue difícil entrar, pero ahora que estoy aquí...
...Todo le resulta extraño.
Sí.
¿Por qué?
Es el espacio lo que me produce vértigo. Una puerta que da paso a una noche donde siempre es de noche.
Nadie sabe decirme lo que sucede allí.
¿Y eso le incomoda?
Sí. Y la ausencia de ojos.
¿Ojos? No los necesitamos. Nuestra geometría obedece otras leyes. Nuestra mirada se pierde.
Vemos de otra manera. Tal vez no debiéramos buscar más explicaciones.
Tal vez. ¿Sabe usted a qué me recuerda todo esto? No.
No quisiera ofenderle.
Explíquese.
Me recuerda al cordero de Zurbarán. Con sus patas atadas. Lo conozco, pero no veo el parecido. ¿Cree usted que está vivo o muerto?
Eso no está claro. Tal vez estén a punto de sacrificarlo.
¿Y no se queja?
No, eso no. ¿Tiene usted muchos amigos por aquí?
Estamos más bien solos. Pero, ahora que usted lo dice...
¿Qué?
Lo del cordero.
¿A qué se refiere?
Podríamos reflexionar sobre ello. Tal vez lleve usted razón.
Se parece a nosotros. Aquí rigen las mismas leyes.
Sólo que nuestro espacio es distinto. Nunca podrá ser el suyo.
Tiene que ver con nuestro tiempo.
¿Es también distinto?
Sí. Si pudiera quedarse usted un rato más, se daría cuenta.
¿Qué sucedería?
A lo mejor. se convertía usted en uno de nosotros. ¿Le angustia la idea?
Sí. Hace frío aquí.
(Pausa. Y luego, vacilante:)
Lo que me llama la atención es el silencio.
Es el espacio el que lo produce. Éste no soporta ningún sonido.
¿Y las acciones?
No debemos hablar de ellas. Cada cual se ocupa de lo suyo.
Suceden muchas cosas. Pero envueltas en un silencio absoluto.<7p>
Cada cual cumple con su deber. Es muy duro.
¿Durará mucho?
No está claro. Eso no se pregunta. El tiempo carece de importancia para nosotros. Aquí el tiempo sigue otro rumbo.
¿Hablan?
Apenas. A veces hablan de colores. Alguna vez hablan de una sombra, o de un círculo. Aunque la mayoría de las veces hablan del minio o del negro.
Y de vez en cuando hablan del movimiento.
¿Movimiento? ¿Por qué?
Por nostalgia. Nosotros no nos hemos movido más que una sola vez. Al menos, eso creemos.
¿Cuándo?
Cuando fuimos creados.
¿Por quién?
Por alguien que no conocemos. Le estamos agradecidos, porque, de lo contrario, no existiríamos. Pero no podemos cambiar nunca más.
Está usted preso.
Nosotros no lo vemos así. Consideramos esto nuestra casa.
Debo irme. Lo siento.
Nosotros también. Pero siempre sabrá dónde encontrarnos.
Estamos aquí para quedarnos.
¿Siempre igual?
Eso depende de quién nos mire.
Hasta luego, pues.
Hasta luego.
2
Johannes Vermeer (1632-1675)
La lección de música interrumpida, 1660-1661
Hopper, Vermeer y los enigmas de la luz
Hay cosas que no pueden decirse sin más. Doble prohibición: la del pudor y la del tabú. Me encuentro en el Frick Museum de Nueva York frente a La lección de música interrumpida de Vermeer. Dos pensamientos cruzan por mi cabeza. El primero: el cuadro me obliga a adoptar el papel de voyeur, como sucede con las obras de Hopper. El segundo: debido al carácter intensamente holandés del cuadro (tan holandés como americano es Hopper), me embarga algo parecido a un sentimiento «nacional». En realidad eso sólo quiere decir que tengo más que ver con esta obra que con los gainsboroughs y los veroneses también expuestos en este museo. Además de todo aquello que desata en mí este cuadro de Vermeer –emoción, nostalgia, admiración, placer–, siento un cierto pudor al sorprender a dos personas (pintadas) en un instante de intimidad. No importa que no sean individuos reales ni que, de haberlo sido, ya estén muertos. En este cuadro el ahora se ha tornado eterno, y en este ahora sorprendo a la muchacha con su amigo, amante, admirador. Con todo, el cuadro no deja de recordarme mi condición de holandés. Pero ¿qué hacer con eso del sentimiento nacionalista? Como unidad menor, está bien considerado –el pueblo es lindo, las cosas antiguas y los dialectos deben conservarse–. Pero, como unidad mayor –referido a un país con su lengua y características nacionales procedentes de una historia común no poco movida– el sentimiento nacionalista ha quedado desacreditado. Si uno conoce a los pintores amsterdameses, verá que el autorretrato de Rembrandt, también expuesto en este museo, muestra a un pintor típicamente amsterdamés. Pero eso no importa, pues la ciudad de Ámsterdam sí está bien considerada. De cualquier manera, sería un sinsentido hacer prevalecer en este cuadro lo nacional sobre lo puramente estético o sostener la pintoresca idea de Rembrandt como pintor amsterdamés. El sentimiento nacionalista se ha tornado ridículo. Conviene reprimirlo, o, si eso no se consigue, al menos no mencionarlo. Yo no lo consigo, es obvio. Hasta aquí lo referido al tabú. Ahora, el pudor.
Mientras me hallo (todavía) frente a la muchacha cuya lección de música ha sido interrumpida, una voz de muchacha holandesa perturba mi contemplación del cuadro. Yo vuelvo la cabeza, claro está. La muchacha, una belleza, está hablando con alguien que al parecer es su madre. En realidad, la joven guarda un cierto parecido con la muchacha de Vermeer, lo cual complica todavía más las cosas. Entonces sucede algo curioso. Las voces neerlandesas que rodean el cuadro hacen que éste se sienta un poco más en casa. ¿Es posible que un cuadro alimente sentimientos de nostalgia? La muchacha y el hombre del cuadro hablaban en su día –si es que hablaron alguna vez– en neerlandés. Ese neerlandés no se escribía como ahora, pero sí se hablaba más o menos igual.
La muchacha que está frente al cuadro le dice algo a su madre acerca de la muchacha del cuadro. Si Vermeer no la hubiera pintado tan bien, jamás se me habría ocurrido esa idea tan absurda que me ha asaltado ahora: que la muchacha del cuadro es al fin capaz de entender lo que se dice en la sala. Lo que no sabe la muchacha de enfrente del cuadro es que yo también lo entiendo. Tiene una voz bella y oscura y habla sobre Vermeer con bastante conocimiento de causa. Y además mantiene una buena postura erguida, algo bastante inusual en las mujeres nórdicas. Será que ha practicado ballet o hípica, quién sabe. Quisiera decir algo pero me vence la timidez. Las dos mujeres se alejan, la joven precediendo a la madre. Lleva la joven una blusa azul celeste y un pantalón beige, unas prendas que a la muchacha del cuadro deben de resultarle bastante incomprensibles. Ésta lleva una casaquilla de color rojo encendido sobre una amplia falda en la que domina el azul grisáceo, y en la cabeza, un ancho pañuelo o capucha de color más claro que le oculta el cabello dejando su hermoso rostro ovalado de mujer joven expuesto a la luz. Pero ¿qué luz? El resto de la luz que ilumina este cuarto interior holandés tiene una fuente visible: una vidriera situada en el ángulo superior izquierdo del cuadro. El rostro de la joven, vuelto hacia el pintor, queda por esta razón apartado de la fuente de luz. La capucha, que claramente le sobresale a ambos lados de la cara, le haría sombra en el rostro si esa ventana fuese la fuente de luz. Pero no hay ninguna sombra. La luz que le ilumina el rostro procede del lugar donde está el pintor (y el espectador). Ahora sí que se complican las cosas, lo mismo que sucede con Hopper. También el pintor americano pinta desde una óptica en la que de hecho no puede situarse. En el cuadro Morning Sun se ve muy bien por qué: en el sitio que ocupa el pintor estaría una de las paredes de la habitación. Es pues físicamente imposible que el artista esté pintando en ese lugar, y eso es lo que confiere al cuadro ese toque de misterio. Hopper ha sorprendido (y por consiguiente nosotros también) a una persona con su sola presencia en una habitación de hotel; el pintor es un voyeur (y me convierte a mí en lo mismo), y en este aspecto sigue el gran ejemplo de Vermeer. Esa intimidad tan especial que emana de los interiores de Vermeer queda reforzada por el hecho de que vemos a las personas representadas cuando en realidad eso es imposible, salvo que hubiera una cámara oculta en esos interiores, una cámara dentro de una cámara. Pero no hay ninguna cámara y un pintor es una figura demasiado grande para poder esconderlo. El cuadro frente al que me encuentro ahora mismo es más misterioso aún si cabe, puesto que la muchacha está mirando al pintor (a mí), mientras que el resto de lo que acontece en el cuadro indica que eso es imposible. La intimidad, o lo que sea que ésta signifique, no ha sido capaz de soportar de ninguna manera a una tercera persona. Pero ¿adónde dirige su mirada la muchacha? ¿Acaso fija sus ojos en el espacio, en el vacío? ¿Una mirada «casualmente» atrapada por nosotros? ¿Se ha «inventado» el pintor un transeúnte anónimo que, de nuevo por casualidad, habría pasado por delante de una ventana abierta detrás de la cual estaba esa muchacha con su amante, profesor de música o esposo? El amor está sugerido en el cuadro por un Cupido apenas visible, colgado en la pared del fondo. De ser así, la escena se convierte en un asunto de ficción; lo que aún sería comprensible. La posibilidad de que la muchacha hubiera posado está descartada: lo que el espectador ve es, literalmente, un abrir y cerrar de ojos, un instante, la mirada de la muchacha, el breve momento en que ésta interrumpe la intimidad del acontecimiento alzando la vista. En cierto modo, esa mirada la libera de la presencia masculina que tiene a sus espaldas. No está del todo claro por qué el Frick Museum ha titulado este cuadro Girl interrupted at her music. Encima de la mesa hay un instrumento de cuerda y sobre éste, medio colgando, una partitura, pero no es seguro que ella estuviera tocando su instrumento cuando el hombre irrumpió en el cuadro. El profesor de música no mira hacia el pintor. El hombre constituye un cuerpo protector que envuelve a la delicada criatura. Ella, aunque permanece «libre», está como encapsulada en la presencia del hombre, quien por cierto ha entrado más tarde en escena. El brazo derecho de él roza las manos de ella. Juntos sostienen con tres manos una carta o una partitura. A su vez, el brazo izquierdo de él pasa por detrás de ella y se apoya en el respaldo de su silla. Todo ello queda delicadamente acentuado por la facilidad con que se confunden los colores de la capa de él y de la falda de ella. En realidad son los mismos colores, convertidos en algo así como una gran superficie de hojas sobre la que el rojo de la casaquilla de la muchacha destaca como una flor.
Y ahora vuelvo sobre el asunto de lo nacional. Lo que ha convertido este sentimiento en sospechoso es el nacionalismo de carácter externo, el de las proezas, las medallas de oro y las cifras de exportación. No estoy hablando de ese sentimiento que me invade cuando en Tokio oigo los aplausos dedicados a la orquesta del Concertgebouw interpretando a Mahler, sino de ese sentimiento, como el de ahora, de estar delante de algo que –por muy universal que sea– tiene más que ver conmigo que con el americano que tengo al lado. No hay que tener miedo al ridículo, de modo que vuelvo sobre lo mismo: esas dos personas del cuadro son compatriotas, una palabra que también contiene una gran carga emocional, sobre todo para gente que no viaja mucho. Para mí los compatriotas son poco frecuentes, personas aisladas con las que me cruzo de vez en cuando. Yo sería capaz de hablar con esas figuras del cuadro, aunque ya sé que ésta es una observación absurda. Pero no es tan absurda la idea de que yo sé más de esas figuras del cuadro que mi vecino americano, quien por cierto se ha marchado enseguida; yo comparto un pasado con esas figuras, y aunque el mío sea más largo, yo conozco su historia, aun siendo esa historia para ellos en parte nueva y para mí vieja, y, lo que es más, conozco su ciudad y conozco su interior: yo mismo vivo en una casa similar.
Al alzar la vista veo a mi compatriota viva, la muchacha de la blusa azul, recorriendo con su madre la gran sala que hay un poco más allá. Como forastero que viaja solo, me gustaría hablarle a la chica de Vermeer, porque sé que compartimos algo al respecto, y si ella no lo sabe, podría explicárselo. Pero jamás haría semejante cosa. No soy capaz de abordar a extraños. ¿No soy capaz? Vamos a verlo. El Frick Museum, establecido en una mansión como un fuerte en Central Park, fue en otros tiempos residencia del magnate del acero y del carbón Frick. El carbón que él extraía –no personalmente– de la tierra, lo usó para adquirir arte y bellos objetos. Éstos están depositados en el museo y llevan casi todos su nombre, no el de los excavadores individuales. Debió de ser una casa rica, bastante ostentosa. Como museo tiene cierta gracia. Las cosas están dispuestas en un orden un poco extraño. El mobiliario en que, a principios de siglo, los Fricks recibían a otros barones del carbón y a las gentes que rodeaban a éstos se expone detrás de unas cuerdas de bombasí como un monumento a un tiempo pasado que continúa su proceso de descomposición invisible y silencioso.
Me topo con algunos viejos conocidos. Mrs. Elliot, retratada por Gainsborough, con su rostro ya para siempre alargado, con sus carrillos sonrojados de finas venas y las cejas espesas casi varoniles que conservan un tono oscuro mientras su cabello ha adquirido un color impreciso. Sir Thomas More y Cromwell retratados por Holbein, todos ellos parientes; el conde de Montesquiou, que Proust refundiría en otros caballeros, aquí retratado por Whistler, todavía como él mismo, vanidoso. La idea de que todos forman una familia no es en realidad muy descabellada, pues al fin y al cabo lleva uno toda la vida viendo esas mismas imágenes, inalterables, en la realidad o como reproducción, en libros o en tarjetas postales. De algún modo pertenecen a mi galería cultural de antepasados, tal vez con más intensidad aún por el hecho de ser inalterables. Es como si hubieran existido desde siempre.
3
Rembrandt (1606-1669)
Autorretrato con bastón, 1658
Mi compatriota continúa expresando su propia visión. ¿Qué sucede en los museos cuando te topas con alguien que te llama la atención? Te vas encontrando aquí y allá, observas que el otro se detiene largo rato delante de algún cuadro, al tiempo que se te llena la cabeza de ciertos pensamientos o no, aunque casi siempre sí. En los museos suele reinar una cierta atmósfera erótica. La gente tiene una excusa para entablar una conversación. Somos diferentes. Nos distinguimos de la multitud indiferente de la calle, compartimos un mismo interés que nos ha llevado hacia ese lugar. Pero yo soy incapaz de abordar a personas extrañas. De modo que yo mismo me sorprendo cuando lo hago. La culpa la tiene Rembrandt. El expuesto en el Frick es su autorretrato más bello. Data de 1658, cuando Rembrandt ha superado ya los 50 años. Al igual que el lector, yo sé lo que es un autorretrato. Y sin embargo, aunque suene raro lo que voy a decir, nunca había captado plenamente su significado. Un pintor se retrata a sí mismo. Pero ¿cómo lo hace? Da un poco de miedo, la verdad. El retratista tiene que observarse a sí mismo ...

Índice

  1. Portadilla
  2. EL ENIGMA DE LA LUZ
  3. Notas
  4. Créditos