IV
La Viuda Alegre
Pasaron pocos segundos, y descubrí que volvía a ser viernes. Un viernes de mediados de otoño es un día como otro cualquiera para procurarse la periódica nutrición existencial, pero se necesita la compañía apropiada.
Durante toda la semana, Michelle y yo nos habíamos limitado a largas conversaciones telefónicas. Estaba hasta arriba de trabajo, cansadísima y encima había cogido un resfriado. Cuando era niña su padre le había enseñado que, según los dictámenes de la medicina francesa, si no se cura, el resfriado dura una semana; por el contrario, si se cura bien dura siete días. Y ella se adapta, porque su padre, aunque no sea médico, no deja de ser un exfrancés.
La llamé a primera hora de la tarde, a la división del hospital, con una propuesta arriesgada:
—¿Qué te parece que vayamos al campo, a casa de Maruzza?
Pausa de silencio. Un silencio con alguna línea de fiebre.
—¿Estás seguro de lo que haces?
—¿Prefieres que vayamos esta noche o mañana por la mañana?
—Si es así, mejor esta noche. Aunque para recuperar el trabajo me tocará dar saltos mortales la semana próxima.
—Mientras tanto podrías hacer algo para tu resfriado; comer fruta rica en vitamina C, como por ejemplo un daiquiri.
Nada más colgar a Michelle llamé a mi hermana, al corral. El corral es una vieja finca que Maruzza y Armando compraron hace unos años, y que luego restauraron hasta hacerla habitable incluso en los inviernos más fangosos. La llamo «corral» en honor a los deslices cinéfilos de Maruzza, cuando tuvo que abonarse al cinefórum de Casa Professa para ver por fin Pasión de los fuertes en la gran pantalla. Luego, durante muchos días se le quedó pegada a las cuerdas vocales la balada My Darling Clementine, con la que agredía a todo el mundo, además de contarnos la escena en la que Henry Fonda, rígido y leñoso como un palo de escoba, baila con la maestrita de Tombstone. Por aquel entonces, Maruzza frecuentaba el Antorcha y La Base y no se perdía tampoco un fotograma de las retrospectivas de Dreyer y Lang, o de las reseñas del nuevo cine brasileño, con películas de Pereira dos Santos y de Glauber Rocha: subtítulos aproximados, dialecto del noroeste y estética del hambre.
Para nosotros los cinéfilos (aunque también para los sinófilos) Palermo continúa siendo cruz y delicia todavía hoy. Cruz sobre todo. La nuestra es una ciudad «esdilliniada», que traducido a la lengua que tenemos en común querría decir «locoide». Tómese como ejemplo una película como Un corazón en invierno, que ni siquiera es de cineclub, ponedla en cualquiera de las salas tradicionales y se mantendrá como mucho un fin de semana. Trasladadla entonces a un cine como el Aurora, que está en Tommaso Natale, donde Cristo dio las tres voces, pero que es alternativo, y la sala se llenará todas las tardes por lo menos durante un par de meses. Muchas caras serán las mismas que en la época del Antorcha y La Base, caras viejas, sobre todo trotskistas o extrotskistas, sobrevividos a todas las conmemoraciones, con alguna arruga domesticada de más y alguna trenca salvaje de menos. Muchas veces está incluso la mía, aunque yo jamás tuve una trenca; ni tampoco una etapa trotskista. Es una variedad cinéfila de esnobismo que no sé si existe en otras partes.
Para llegar a la finca, si no hay tráfico, se necesita una hora de coche. Está en las pre-Madonia, a la altura de una colina, y a no más de cinco o seis kilómetros en línea recta del mar.
Antes de meterse en la agricultura, mi cuñado era un funcionario de grado medio-alto de la Administración regional. Un día tuvo la fulminante intuición de que si bien es falso que la función desarrolle el órgano, como sostenía mi casi homónimo Lamarck, no es menos innegable que la no-función desarrolla la plantilla orgánica de muchas oficinas regionales. Situación que, dado el carácter de Armando, amenazaba con provocarle a la larga una docena de alergias incurables. Así, aprovechando uno de esos periodos tobogán que en los tiempos de las vacas gordas permitían a un quinceañero jubilarse con el máximo del sueldo y una liquidación exagerada, decidió dar el gran salto, con la complicidad de mi hermana.
Maruzza respondió al primer timbrazo. Probablemente la pillé en uno de sus raros momentos de quietud, cuando se tumba en el sofá, junto al teléfono, a leer alguno de sus mortales libros de autoras posfeministas.
—¿Todo bien en el corral?
—Por ahora sí. Armando anda sembrando y los chicos están en las permanencias. Yo leía.
—¿Qué?
—El Epistolario de Santa Teresa de Ávila.
Justamente. Pausa de silencio. Traté de modular la voz lo mejor posible, como si solo quisiera dictarle a Maruzza la receta de la pasta con sardinas, anchoas, hinojo y aceite.
—Voy esta noche con Michelle.
—Vale. Os esperamos a cenar.
Nos despedimos rápidamente. Maruzza no había movido una ceja, lo cual era más bien sospechoso.
Fuera había una luz dorada. Los días se acortaban rápidamente y el sol, ya bajo detrás de las copas de las washingtonias, creaba contornos borrosos, casi fosforescentes, que parecían ora la silueta del padre Pío, ora el perfil de Henry Kissinger.
Me quedé todavía un par de horas en el Departamento. Las dos chicas se habían largado en dirección a unas citas misteriosas, sobre las que me negué a indagar, lo cual produjo en ellas una muda indignación. Luego pasé a toda velocidad por casa para ponerme ropa adecuada a la finca y fui a recoger a Michelle.
Bajó en vaqueros blancos de algodón grueso, un suéter ancho de color azul marino, anorak amarillo y una bolsa de deporte en la mano. Depositó la bolsa en el asiento de atrás, se quitó el anorak y lo echó encima. Se había puesto un collar de piedras duras que yo conocía bien, y que, en cierta ocasión, había estado a punto de producirle un ataque al viejo Kirkpatrick, el ciego que tocaba el clavicémbalo en el Biondo. Era un collar de enormes cuentas de cuarzo, cuyo hilo se rompió en el preciso instante en que el viejo Kirkpatrick iba a poner los dedos en el teclado, después del pianísimo de una sonata de Scarlatti. Y como estábamos en un palco, las piedras montaron un estruendo de aquí te espero contra el suelo de madera. Parecía un ataque con ráfagas de kaláshnikov, así que todo el mundo se quedó aterrorizado, especialmente el viejo Kirkpatrick, que no veía, y sobre todo Michelle, que habría querido desaparecer.
—He mandado reforzar el hilo —dijo nada más captar mi mirada evocadora.
Estaba nerviosa, a pesar de la ocurrencia. Me di cuenta por su modo de mirar la calle, un poco a la derecha, un poco a la izquierda, como buscando algo. ¿Se habría arrepentido de aceptar mi invitación? No era su primera visita al corral. Durante nuestra Fase Uno, lo frecuentaba más o menos como yo. O mejor, conmigo. Yo sabía que Maruzza y ella continuaron viéndose después, pero siempre en Palermo. Hacía años que Michelle no ponía el pie en la finca.
—¿Qué te ocurre? —indagué con cautela. No respondió enseguida, como si estuviera reuniend...