CAPÍTULO XXIV
LEJANA ENID
El señor Crabtree se dirigió a la escalera lanzando a su alrededor miradas que expresaban un profundo desasosiego. ¡Ah, si Enid no se hubiese marchado a Chislehurst! ¡Ella habría sabido qué hacer! Subió dos peldaños, subió cuatro, luego se sentó y se sujetó la cabeza con las manos. Le fallaban las piernas. «¡No es posible!», se repetía. «¡No es posible!». Pero, en el fondo, no le quedaba la menor duda sobre el sentido de su descubrimiento, por más que se empeñara en suscitarlas.
Al cabo de un momento, el frufrú de un vestido de seda lo sacó de su estupor. La señora Hobson había salido de su despacho y lo observaba con aquel aire maternal que no abandonaba más que en presencia de Boris Andreyew.
—¿Qué le ocurre, señor Crabtree? ¿Puedo ayudarlo?
El señor Crabtree sintió entonces una de las tentaciones más fuertes de su vida. Su secreto lo ahogaba. Se encontraba en la misma situación que un hombre que estuviese paseando con una bomba en la mano a punto de explotar y no supiese dónde tirarla para no estallar con ella. Se forzó.
—¡Es... es la cabeza! —balbuceó—. Voy a salir.
—Haría mejor en acostarse y tomar un analgésico con una taza de té caliente... ¿Me oye?
El señor Crabtree se levantó con esfuerzo y sujetó la barandilla con la mano.
—Sí, sí... ¡Voy a salir! —repitió con obstinación.
Pero como, al mismo tiempo, empezaba a subir por la escalera, la señora Hobson creyó que era una retirada digna.
—Acuéstese enseguida. Antes de un cuarto de hora le tendré el té preparado.
El señor Crabtree, en lugar de ir a su habitación, fue a llamar a la puerta del mayor Fairchild.
—¿Quién es? —gritó una voz ronca.
—Yo... Crabtree...
—¿A qué espera para entrar?
El mayor estaba arrellanado en un sillón, con una bufanda de lana al cuello, los pies abrigados y fumando su pipa con aire furioso. Tenía los pómulos de un rosa intenso y le lloraban los ojos.
—¡Maldito sea el clima de Inglaterra! Preferiría un buen ataque de malaria a un resfriado... ¿Viene a interesarse por mi salud?
—¡En absoluto! —replicó inocentemente el señor Crabtree—. Querría pedirle que me preste un arma.
Una vez más, resistió al deseo de hacer confidencias. La verdad era tan increíble que el viejo oficial lo habría llamado loco a gritos y provocado una catástrofe.
—¿A quién quiere asesinar?
—A nadie. Quiero salir y... ¡temo encontrarme con Mr. Smith!
—Bueno, pues quédese en casa.
—No me ha entendido bien. ¡Tengo que salir!
El mayor se encogió de hombros.
—Esos condenados inspectores me han confiscado el Colt por «un tiempo indefinido»... Pero me queda el bastón-espada. Lo encontrará en el paragüero.
El señor Crabtree, sin decir palabra, dio media vuelta.
—A propósito, espero que sepa cómo utilizarlo.
—Dios mío... Basta con clavarlo en el corazón de su adversario, ¿no es así?
El mayor tuvo semejante ataque de tos que creyó asfixiarse.
—¡Eso es! ¡Eso es! Trate simplemente de devolvérmelo de una pieza.
—Lo intentaré —prometió el señor Crabtree.
Pero al mayor le pareció que a su tono le faltaba convicción.
El señor Crabtree volvió al recibidor a toda prisa. Cuando descolgaba su abrigo del perchero, una voz lo hizo sobresaltarse.
—¿Sale usted, querido amigo?
El hombrecillo contuvo un grito. Por más que hubiese tratado de disimular, sus intenciones se adivinaban.
—No... Quiero decir, sí... No me encuentro muy bien...
—¡Qué curioso! Yo tampoco... ¿El estómago, tal vez?
—Más bien la cabeza...
—En mi caso es el estómago. —Una breve pausa. Luego—: Abríguese. Saldremos juntos.
El señor Crabtree, con la frente sudorosa, tuvo un amago de rebeldía. Pero la planta baja estaba desierta para entonces, el otro vigilaba sus más mínimos movimientos... Se abotonó el abrigo con torpeza, se anudó la bufanda que llevaba durante todo el invierno, pues tenía la garganta sensible. El paragüero contenía un paraguas y dos bastones. Tendió una mano vacilante hacia ellos.
—¿Busca usted algo?
El señor Crabtree se aventuró a ser audaz.
—¡Sí, el bastón del mayor!
—Lo siento. Precisamente acabo de cogérselo prestado. Pero un bastón es un bastón, después de todo. Tenga el mío.
Con la puerta abierta, el señor Crabtree se sintió atrapado por la niebla. Se esforzó por localizar la silueta familiar de un inspector o un agente, pero no se veía nada.
—¡No cuente con nuestros ángeles guardianes! Están ocupados en otro sitio.
—¿En otro sitio? —repitió Crabtree con un nudo en la garganta.
—Sí, no hace ni cinco minutos un escándalo infernal estalló al otro lado de la plaza. Gritos, llamadas de socorro. Digno de intrigar a los menos curiosos...
El señor Crabtree no tuvo necesidad de preguntar quiénes eran los autores de aquella distracción. Ya lo sabía.
—¡Tengo cosas que hacer por Oxford Circus! —dijo en un tono que pretendía ser firme.
Entre la muchedumbre, estaría a salvo.
—¿De veras? Y yo por Regent’s Park...
—¡Entonces, buenas noches!
El señor Crabtree giró en redondo para encontrarse frente a frente con su interlocutor. El rostro que percibió le r...