Ámsterdam, 1634
Cera
Fueron unos golpes malhumorados en la puerta, unos golpes que decían: «Ven aquí ahora mismo». Se repitieron justo cuando me disponía a asir el pomo y volvieron a repetirse, esta vez en el aire, cuando abrí la puerta súbitamente. El causante era un hombre que sostenía un libro envuelto en un paño. Me miró como si acabara de recorrer la orilla del Prinsengracht corriendo.
—¿Se aloja aquí monsieur Descartes?
—Así es. —Me recogí un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
—Tengo un libro para él.
—Me temo que ha salido.
El hombre se vino abajo.
—No regresará hasta la noche. ¿Lo está esperando monsieur? Si lo desea le puedo entregar yo el libro.
El hombre se abrazó al libro.
—¡No! Es para monsieur Descartes.
—Pero monsieur Descartes no está aquí.
—Esperaré entonces a que regrese.
—El libro estará a buen recaudo. —Le tendí la mano, pero no abrí más la puerta.
Él se giró apresuradamente al oír las rodadas de un carruaje. Se rascó la frente, luego el cuello. Estaba hecho un manojo de nervios.
—He venido tan pronto como he podido. Lo conozco. Lo conozco desde hace años. Por favor.
¿Por favor? Traté de recordar la última vez que alguien me había dirigido esas palabras... No recordaba a ningún hombre, desde luego. Aunque el tipo me ponía nerviosa, estaba claro que no se marcharía.
—Será mejor que pase, señor...
—Beeckman. Gracias. Sí.
Ya en el interior, se aproximó a la ventana y echó un vistazo a derecha e izquierda. Se sobresaltó cuando fui a coger su capa.
—Perdóname —se disculpó, mientras me la tendía—. ¿Podría sentarme en alguna parte?
Como el señor Sergeant estaba en Utrecht, no podía dejar al señor Beeckman solo en el despacho. Lo conduje hasta el comedor, pero cuando me giré para dejarlo allí, me siguió hasta la cocina. Colocó el libro sobre la mesa delante de él y apoyó las manos encima. Hasta sentado parecía a punto de pegar un respingo.
—¿Viene de muy lejos, señor Beeckman?
—De Dordrecht —respondió—. Vía Haarlem. —Echó una ojeada a la cocina y se quedó mirando un mendrugo de pan.
—¿Tiene hambre?
Él asintió.
—Estoy famélico.
Le ofrecí ensalada y queso para acompañar el pan. Comió con un codo pegado al libro, sin perder el contacto con él.
—¿Tienes vino?
Le serví media copa de la jarra. Me hizo gestos para que dejara la jarra en la mesa.
—Entonces, ¿Descartes piensa quedarse mucho tiempo aquí? —Tomó un sorbo largo de la copa y se derramó un poco de vino en la camisa.
—Eso lo ignoro, señor.
—¿Señor, eh? —Se echó a reír.
Tomó otro trozo de queso y cortó un pedazo de pan, dejando la corteza. Se llenó el vaso, se lo bebió entero y volvió a rellenarlo. Si monsieur no regresaba pronto no quedaría nada. Pero el vino lo relajó, al menos lo suficiente como para apartar el brazo del libro. Cuando me pilló mirando, bajé la vista. Mi interés no pasó desapercibido.
—He quedado con él aquí. Él está al tanto de mi llegada. He venido desde muy lejos. Y ahora he abusado de tu hospitalidad.
Meneó la cabeza como si las tres copas de vino que se había echado al coleto fueran culpa de monsieur. Ahora el libro estaba cubierto de migas, pero él no parecía darse cuenta ni importarle.
—Supongo que recibirá otras visitas.
Negué con la cabeza. De hecho, ahora que me detenía a pensarlo, el señor Beeckman era el primero en venir.
—¡Eso no me sorprende!
Miró fijamente el libro sin pestañear. Creí que iba a cambiar de tema, pero luego añadió:
—No pensé que volvería a tener otra oportunidad de verlo. Lo conozco desde hace años, una vez le di clase... De eso hace ya mucho. Te dirá que no fue más que un «capricho pasajero». —Se llevó dos dedos a la cabeza—. Es todo cosa suya, ¿sabes? Si algo se le ha pegado de mí, es pura coincidencia. ¡Eso es tan propio de Descartes! —Vació la copa y volvió a llenarla hasta el borde—. Estoy sediento, te pido disculpas.
—No, no, por favor...
—Todos empezamos por algún sitio. Yo. Él. Incluso tú. —Dibujó una línea a lo largo de la mesa con el dedo—. Un empujón, un encuentro casual, una conversación... Hay tantas maneras de poner una vida en movimiento. Heme aquí, casado y con siete hijos. Un buen día algo hace que te detengas, quizá sea algo en la luz, es una mañana como otra cualquiera, y te pones a pensar: ¿esta es mi vida?, ¿es esto lo que me proponía? —Apretó el dedo sobre la mesa—. Mis disculpas. Tengo siete hijos y una buena esposa: soy un hombre afortunado.
Pensé que estaba un poco bebido.
Me miró a los ojos.
—¿Cómo te llamas?
—Helena, señor.
—Bien, Helena. —Dio unas palmadas sobre el libro y retiró el paño—. No sabes lo que tienes en tu cocina. Este es un libro extraordinario.
Me quedé mirándolo. Parecía un libro corriente.
—De lo más extraordinario.
La bebida lo había tranquilizado, aunque también le había soltado la lengua, por eso me arriesgué a preguntarle:
—¿Es un libro neerlandés, señor?
—¿Neerlandés? Oh, no, no, no.
—¿Francés?
Él se echó a reír.
—¡Dios nos libre! No. Es italiano. Su autor es una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo... Galileo Galilei.
¿Galileo? Había oído el nombre antes, pero no recordaba dónde.
—Tu huésped francés pal...