Antonio Ortuño
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Antonio Ortuño

  1. 200 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Antonio Ortuño

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Antonio Ortuño es un gran prosista, atributo que, supongo, deberíamos esperar de cualquier escritor. Sin embargo, no pasa así. Es común que se publiquen libros apresurados, de prosa oscura o, peor, descuidada. Hay ejemplos famosos de libros premiados en concursos dotados generosamente que tienen una prosa plagada de palabras mal puestas. Son así por culpa de la patanería del autor, el corrector, el editor y también por la avaricia. Libros como salchichas de pavo. Los de Ortuño, al contrario, están cuidados con esmero detallista.

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Información

El Grimorio de los Vencidos

Ciertas desgracias favorecen el alma. Perder a los padres ennoblece: nos hace adultos que nunca más recurrirán a nadie, que serán en adelante pilares de la debilidad o inocencia de alguien más. Otras desventuras sirven apenas para corroemos la dignidad. Para anulamos. La mía es de esas. Apenas un año después del sepelio de mis padres, mi mujer me engañó con un mago.
Gina no eligió como seductor para su adulterio a cualquier ilusionista, sino a una notoriedad: El Mago Que Hace Nevar, hechicero legendario cuyo espectáculo enaltece la cartelera del Circo de los Hermanos López Mateos. El circo tiene un elenco fatídico de tigres y elefantes, un robot torpe y enorme con disfraz de gorila y cinco trapecistas consumidas y escurridizas. Pero ninguna de sus actuaciones osa compararse con el sagrado momento en que el Mago salta a la arena, entre aplausos o murmullos, e invoca la nieve con voz de fenómeno natural. ¿A quién no le gusta la nieve?
(Respuesta: a mí. Mis difuntos padres eran tan aprehensivos que jamás me llevaron a una montaña. Temían la gripa y las infecciones con tal energía que me contagiaron su prejuicio. Hasta la fecha, la menor racha de aire frío me hace estornudar.)
El Mago Que Hace Nevar era un sujeto común, más corpulento de lo debido, con tendencia a la calvicie y una irritante y diminuta papada de bebé colgando bajo el mentón. Su miembro era ancho y corto, como una espada romana. Sé del tema porque lo vi, al Mago, a punto de penetrar a Gina, mi mujer, sobre mi propio lecho matrimonial —ella cerraba los ojos con apremio, como si estuviera a punto de ser fornicada por la helada virilidad que la teología medieval atribuía a Satán.
(El dato, el de la verga de Satán, lo leí en un Grimorio.)
Conocimos al Mago en una cena en casa de los Valerio, una pareja de ex compañeros de la escuela que había terminado por convertirse en nuestras principales amistades. Alan Valerio era un tipo bofo, moreno, lleno de acné. Hada sin cesar chistes desatinados que provocaban la risa de Mireya, su mujer, un ser ñaco y sosegado. Alan era psicólogo, pero nunca había conseguido un mejor trabajo que el de asesor en un colegio de señoritas. Mireya —sus padres tenían una empacadora de atún— era quien liquidaba las cuentas de los servicios, pagaba la mensualidad de la casa y sufragaba los honorarios del sastre. Era, además, prima hermana de El Mago Que Hace Nevar. Aprovechaba sus visitas a la ciudad para invitarle la cena.
A Mireya le obsesionaba la privacidad de su primo y evitó convocar la reunión en un restaurante. Ded- dió invitarlo a su casa, contrató un banquete y cuatro meseros impecables. La concurrencia que esperaba la llegada del Mago aquella noche era selecta: mi esposa y yo, aburridos como cualquier matrimonio de mediana edad, y los Valerio, gordo y flaca juntos, como un par de letras sonrientes en el juguetero de un niño.
El Mago llegó tarde, en taxi. Tanto se había hablado hasta ese momento de su glamour, mientras anasábamos con las galletas con mejillones y el car- paccio, que me decepcionó verlo descender a tumbos, como una puta telefónica, del coche de alquiler.
Apenas habló durante la cena, por lo que Alan y yo pudimos protagonizar una vistosa discusión sobre el nuevo Código Penal, que suavizaba las penas para los crímenes pasionales. Pese a que buscaba apoyo en las pupilas del Mago que Hace Nevar cuando hilaba alguna frase particularmente severa, él sólo tenía ojos para el plato. Engulló en silencio —aderezado con algún resoplido porcino— el pollo, los calamares, la jicama bañada en salsa azul. Arruinó los postres con el sahumerio de un habano, recuperado de su chaqueta a medio fumar. Sólo cuando los meseros trajeron el café, el Mago reparó en que no estaba a solas.
—Señora, está usted admirable esta noche— le dijo a Gina con voz de huracán.
Clavó en ella una mirada mesmérica. Luego eructó y se limpió la boca con una servilletita bordada.
Mireya nos pastoreó al saloncito e hizo que nos fuera servido un digestivo de color esmeralda. El Mago aprovechó el trayecto para repasar con la mirada las nalgas y pantorrillas de mi mujer.
—No sé cómo lo soportas —confesé a Alan cuando nos sentamos, uno junto al otro, en un incómodo sofá de piel.
—¿Al Mago? Pero si es simpatiquísimo. Pídele un truco.
Mireya ocupó la tercera plaza del asiento. El Mago apresuró a Gina a sentarse a su lado, en el otro sofá. Ella obedeció como un cordero.
—Dígame qué le parece el nuevo Código Penal — le inquirí al sujeto con una vocecita alta y autoritaria que no sonaba como la mía.
El Mago estaba demasiado ocupado asomándose al escote de mi mujer como para recoger la estafeta de la pregunta. Atenazados por el parentesco que los unía con el malvado, los abominables Valerio no atinaron a socorrerme.
—Háganos un truco —rogó Alan con un dejo de niño imbécil que me hizo dudar de la salud de sus neuronas.
El hechicero rodeó los hombros de Gina con el brazo y le impuso las pupilas. Ella devolvió la mirada con una resignación que me estremeció. Era la resignación a la que se entregaba cuando mis reclamos amorosos eran demasiado intensos como para oponerles alguna excusa.
—¿Quiere un truco, señora? ¿Un poco de magia verdadera? ¿Está dispuesta a ser mi ayudante?
Reducidos al estado de fanáticos babeantes, los Valerio aplaudieron. Gina sólo atinó a asentir. Yo tenia los brazos hormigueantes, los pies pesados como estatuas de bronce.
—Véngase conmigo —ordenó la voz de ventarrón.
Se metieron a un cuartito junto al salón, en cuya existencia francamente no había reparado. Mireya hizo que nos resurtieran de licor los vasos y encendió la radio. Una estentórea música de baile nos tomó por asalto.
El Mago y mi mujer tardaron en regresar, pero cuando lo hicieron los recibimos con aplausos. Yo había bebido en exceso ya, o al menos me sentía muy ebrio. Alan Valer...

Índice

  1. Nota introductoria De triunfos, derrotas y el príncipe con mil enemigos
  2. El príncipe con mil enemigos
  3. El Grimorio de los Vencidos
  4. Masculinidad
  5. AVISO LEGAL