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La Cloaca
Un rincón perdido de los bosques
del norte de Georgia
En la actualidad
Con el primer estallido, la puerta se transformó en una nube de chispas y astillas de madera. Aquel antiguo establo convertido en billar tenía mala fama en toda la montaña. A pesar del estruendo, con el local hasta la bandera y la música a máximo volumen, los que había dentro empapados de sudor no dieron señales de percatarse. Fue la segunda descarga de perdigones la que consiguió la atención del bar, al acribillar el techo y hacer añicos la bola de espejos. La música se cortó en seco con un chirrido y sobre la pista de baile comenzó a caer una lluvia de esquirlas, trozos de paneles acústicos y lana de roca de color rosa. El humo del arma y el polvo del yeso inundaron el bar de una niebla azulada y densa que apestaba a cordita. En cuestión de segundos, se encendieron las luces. Un hombre con ropa militar negra y la cara embutida en la pernera de unos pantis cargó por tercera vez la escopeta que llevaba en las manos.
—¡Las pollas contra el suelo, si no queréis que esta de aquí os las arranque a lametazos!
La sala se transformó en una reunión de estatuas que lo observaban con la mirada vacía; él, sin embargo, daba la impresión de sentirse cómodo, como si se alegrara de tener por fin la atención de todo el mundo.
—Esto va muy en serio. El último en tumbarse acabará mal. Venga, ¿qué hacéis ahí como pasmarotes? Al suelo, mariconas.
El pistolero señaló con el cañón de la Mossberg hacia el suelo de cemento que tenía a los pies. Había Jägermeister recién derramado y apestaba a cerveza rancia, pero los clientes del refugio nocturno comenzaron a comprender cuál era la situación y se fueron arrodillando de uno en uno, al tiempo que se despejaba el humo.
El bar estaba en un edificio destartalado que en su día sirvió de secadero de marihuana, una sencilla construcción de madera, placas de yeso y revoque sobre una base de cemento, y era conocido en toda la cordillera Azul por su absoluta desconsideración hacia los valores morales de sus habitantes. Quienes lo frecuentaban eran auténticos bichos raros en aquellos parajes del norte de Georgia y, cada noche, el local llenaba la caja a rebosar. La clientela de La Cloaca de Tuten, o simplemente La Cloaca, como lo conocían los locales, era un peculiar combinado de trotamundos, depravados, universitarios curiosos y fetichistas de otros rincones del estado. Eran de ese tipo de gente que no encajaba en los bares más tradicionales de Helen o Rabun County, de esos con los que la mayoría no quiere ni cruzar un saludo. El hombre de la escopeta entró un poco más en el local y por detrás se le sumaron otros tres, también con las caras metidas en medias y ropa militar parecida a la suya. Seguían movimientos perfectamente coreografiados y, mientras rodeaban a la gente y cubrían la pista de baile, tomaron buena cuenta de la distribución del bar y de los clientes. El jefe del grupo los fue mirando uno por uno a los ojos, hasta que dio con uno que le aguantó la mirada.
—Ese de ahí. —Señaló a un tipo corpulento y con una enorme cabeza rapada. Era el único que no se había arrodillado. Otro pistolero se le acercó por la espalda y le pegó con la culata. El golpe lo tiró de rodillas.
—Te han dicho que te eches al suelo, ¿es que eres tonto?
Al caer, el grandullón gimió como un animal, pero enseguida se recuperó y comenzó a incorporarse, aunque otro golpe lo derribó contra el suelo. Hubo un estremecimiento al ver que se levantaba de nuevo. El jefe le aplastó el cañón de la Mossberg contra la carne blanda del cuello y le hundió la cabeza en el cemento.
—Quédate en el suelo o te vuelo este pedazo de melón que tienes.
El hombre murmuró algo, pero nadie lo entendió.
—No te levantes, Zarpas —se oyó decir al fondo, y toda la sala miró en esa dirección. De una pequeña oficina por detrás de la barra había salido Freddy Tuten, un hombre grande y corpulento como el otro—. Haz lo que dicen.
—Deberías hacerle caso a tu novia, Zarpas.
Obedeció. Dejó de moverse y se quedó tumbado boca abajo sobre el suelo. El de la escopeta apartó esta del cuello del Zarpas y se giró hacia el hombre al que había venido a ver. Freddy Tuten tenía por lo menos setenta años, pero la complexión de un peso pesado del boxeo. Solo lo conocía de oídas, aunque, por lo que veía, los rumores eran ciertos. Le habían dicho que Freddy casi siempre llevaba puesto un albornoz rosa de tafetán con la letra T bordada en bastardilla. Al pistolero le costaba creer que un hombre adulto fuera capaz de ir así vestido en aquellas montañas, pero ahí lo tenía. Iba tal y como se lo habían descrito y no faltaba ni la letra de la solapa; incluso llevaba sombra de ojos azul celeste y pintalabios de color chicle. Sin embargo, por muy ridículo que pudiera parecer el viejo, sabía que no convenía subestimarlo. Los rumores también hablaban de su arma favorita (un bate de béisbol de aluminio) y de las cosas que había hecho con ella, que no eran precisamente bonitas. Freddy estaba de pie detrás de la barra y sujetaba tranquilamente el bate con las dos manos. Aquel tubo de metal medía casi un metro y parecía haber cumplido tantos años como el dueño... y duros, a juzgar por las muescas y las abolladuras.
—Vaya, vaya —dijo el pistolero—. Tú debes de ser el famoso Freddy Tuten.
—En carne y hueso. Y tú debes de ser el pedazo de escoria más insensata a este lado de Bear Creek.
A pesar de llevar la nariz aplastada y la cara deformada por los pantis, estaba claro que sonreía. Tener una escopeta en lugar del bate de béisbol le inspiraba confianza. Al diablo con los rumores. Levantó la Mossberg y le apuntó directamente. Tuten soltó una mano y se recogió un mechón de cabello entreverado de canas detrás de la oreja.
—Si fuera tú, bajaría esa escopeta, hijo.
—Qué fanfarrón para ir vestido con un albornoz rosa. ¿Y qué pasa si no hago caso y aprieto el gatillo? ¿Crees que podrás parar la bala con ese bate?
Tuten sacudió la cabeza.
—Imagino que no. —Lanzó el bate sobre la barra y rodó hasta caer con un golpe suave al suelo, cerca del Zarpas—. Si decides hacer eso, no tendría salvación. De todas formas, si pretendes salir de este condado con vida, no te queda otra que apretar ese gatillo. Te lo aseguro.
El de la escopeta se echó a reír, pero sonó forzado y hueco. Estaba harto de hablar con ese payaso. Habían ido hasta allí por un motivo y tenía que ir al grano. Mejor no perder el tiempo con palabrería y aquel viejo solo trataba de enredarlo, así que dio media vuelta y alzó la voz para dirigirse a sus hombres:
—Curtis y Hutch, vosotros atad con bridas a todos sobre el suelo, como os dije. JoJo, tú quédate al otro lado y vigila a este bujarrón mientras abre la caja fuerte. Si hace cualquier cosa que no sea lo que yo le digo, le vuelas la cabeza.
—Claro, jefe —dijo JoJo, y apuntó a Tuten con el rifle desde el extremo de la barra.
El hombre que estaba al mando metió la mano en el bolsillo y sacó un fardo de plástico negro. Algunos de los que estaban atados en el suelo temblaron cuando abrió la bolsa de basura y la dejó en la barra, delante de Tuten, que parecía más un abuelo enfadado con su nieto que una drag queen entrada en años atracada a punta de pistola. Cogió la bolsa de basura y volvió a sacudir la cabeza.
—Gilipollas —dijo en voz baja, y se giró hacia el mostrador que tenía a la espalda.
—¿Qué pasa, abuelo? ¿Decías algo?
—He dicho que eres gilipollas, chico. Te faltan luces. ¿Te das cuenta de que acabas de decir los nombres de tus compinches? Hutch, JoJo y Curtis. Joder, ¿cuánto crees que me costará dar con vosotros cuando acabe esta idiotez?
—Igual lo hago porque nos importa un bledo que tú y tu bata rosa sepáis quiénes somos. —El pistolero trató de sonar a tipo duro, pero Tuten sabía que acababa de asustarlo. Lo olía. Era como si la voz se le fuera a romper en cualquier momento.
—Idiota, no deberías pr...