La noche antes de que encontrásemos el cuerpo no pude dormir. Estábamos a mediados de marzo, en el deshielo. La nieve que lo cubría todo desde enero, por todas partes, al fin se soltaba, y al hacerlo llenaba canales y arroyos, goteaba desde los aleros de mi casa y salía a chorros de los canalones en su forma derretida. En el horizonte, tres montes más al suroeste, una cuadrilla quemaba un pozo de gas. Yo estaba en el porche de mi casa, descalzo y tiritando, con una taza de café, mientras miraba las nubes que parpadeaban con un color morado cardenal a causa de aquella bola de fuego. La vieja casa de campo que tenía alquilada había pasado años hundiéndose en la ladera de la montaña sin que nada la perturbase. Y entonces llegó el desfile de máquinas colosales para tirar árboles y arrancarles las copas y las raíces, abrir vías de acceso, subir equipamiento y perforar la tierra. En comparación con la tarea de despejar un terreno para montar una plataforma de pozos, la perforación y la fracturación hidráulica eran trabajos casi silenciosos. Podría decirse que era como un viento que soplara fuerte entre los pinos, de no ser por el rearranque automático y el silbido de la maquinaria que luchaba con la tierra, por el resplandor en el horizonte nocturno y por los camiones cisterna que subían y bajaban renqueantes por nuestros caminos de tierra, recién ensanchados para que puedan pasar, todas aquellas luces de faros delanteros y traseros desfilando por las montañas invernales, cual decoración navideña.
A las cuatro de la mañana asumí que no iba a volver a dormirme. Y al amanecer, cuando el sol se alzó al este con su color magenta, me sentí aliviado.
Sobre las siete me comí unos gofres congelados con mantequilla de cacahuete, me quité los enredos de la barba, me puse el uniforme y salí camino de la oficina. El Ayuntamiento me había instalado en el garaje, con las quitanieves, los camiones de bomberos y otros cuantos vehículos, cerca de las pirámides de gravilla y arena y frente al terreno de las ferias, en un valle tranquilo de los cada vez más escasos valles tranquilos del noreste de Pensilvania. El garaje es un bloque de hormigón rodeado por un solar de tierra, pintado de blanco y con unas nítidas letras negras que dicen: CUERPO DE BOMBEROS VOLUNTARIOS DE WILD THYME.
La comisaría de policía está separada del garaje por un pared de pladur; se oye a los mecánicos y a los peones camineros trabajar y también todo lo que dicen. Mi oficina venía equipada con una cafetera de bar tamaño industrial, pero evidentemente mi predecesor en el cargo había perdido la jarra del pitorro marrón, así que solo me quedaba la del naranja, para el descafeinado; como eso me provocaba una horrible sensación de estar siempre bebiendo descafeinado, lo sustituí todo por una cafetera nueva, negra, que yo mismo costeé. Aparte de eso, en tiempos remotos alguien había colocado un falso techo en la oficina, y a mí no me gustaba nada mirar los boquetitos y las manchas marrones que tenía, así que quité las placas y desmonté la estructura. Sigue guardada en alguna parte, por si alguien quisiera volverla a colocar. Hasta que llegue ese día, me gusta ver cómo funcionan las cosas, observar el esqueleto, todo al descubierto, desde mi mesa de acero hasta las tuberías y el sistema de climatización cerca del techo. Hay un retrato del gobernador enmarcado en la pared, un mapa, un tablón de anuncios, una vela que nadie enciende con aroma a vainilla en el retrete.
Cuando llegué a la oficina esa mañana, mi ayudante, George Ellis, tenía la cabeza apoyada en la mesa, con la cara embutida entre los brazos; no la levantó para mirarme cuando entré. Había un escáner de radio encendido, con el volumen bajo, y el ambiente estaba cargado. Puse los pies en alto y repasé un par de carteles de fugitivos que habían llegado por fax —los mismos personajes lamentables de la semana anterior— y la página de órdenes de arresto pendientes, algunas de las cuales se remontaban al año 1980.
Sorteé bien una llamada de Alexander Grace, el dueño de Grace Tractor Sales and Rental. Hacía unas cuantas semanas, le habían robado una de las minicargadoras del solar donde tenía aparcada la maquinaria en venta y alquiler, y me llamaba a diario, cada vez más airado por mi falta de progresos. No le dije que en ese tipo de robos teníamos más o menos un veinte por ciento de posibilidades de recuperación. La semana pasada, sin consultarme, Grace había puesto un anuncio en el folleto de cupones del pueblo ofreciendo una recompensa de dos mil quinientos dólares a cambio de información —sin preguntas— que condujese a recuperar la minicargadora. «Supongo que tendré que ver lo que puedo hacer yo por mi cuenta», me dijo. Le pedí por favor que no hiciera estupideces y que me llamase si recibía noticias de alguien.
Como es su costumbre, John Kozlowski se pasó a hacernos una visita. El mecánico del pueblo era compañero de bares de George, un bonachón alegre con la cara llena de capilares rotos. No quiso sentarse porque tenía el mono lleno de grasa y nos puso al tanto de una serie de temas, entre ellos, la casita que se estaba haciendo en el lago Walker, aparte de las dos motos de agua a juego (para él y para ella) que acababa de comprarse. El lago Walker era bastante pequeño, así que le pregunté dónde pensaba usar algo así y me contestó con un comentario desagradable sobre mi madre, y en esas nos tiramos un rato.
Durante aquellos primeros tiempos del boom, las conversaciones sobre el dinero del gas eran comedidas. La gente nunca decía claramente por cuánto había firmado, pero las casas y camionetas nuevas hablaban por sí solas. Al principio, algunos propietarios cedieron los derechos de sus tierras por tan solo cincuenta dólares la hectárea. Cuando el estado de Pensilvania dejó clara la cantidad de gas que podía haber debajo de nosotros, el precio pasó a unos ocho mil dólares la hectárea. La gente iba recogiendo esa lluvia de dinero, aunque no llovía igual para todos, pues siguió dependiendo de lo pronto que firmaras y de cuánta tierra tuvieses. Si bien los vecinos conservaron la buena vecindad, nadie les quitaba ojo a sus lindes.
Cuando John se fue, permanecimos en silencio hasta que sonó el teléfono. George levantó la cabeza y le lanzó una mirada fulminante, pero el aparato siguió sonando. Tras maldecirlo, lo cogió. Después de unas pocas palabras escuetas, colgó y se volvió hacia mí.
—La doctora Brennan, de la clínica. Le ha estado sacando unos perdigones del costado a Danny Stiobhard esta mañana y ha pensado que debíamos saberlo.
—Vale.
Miré a George como preguntándole a qué esperaba. Se rascó la piel blanca de debajo de la barba.
—Mira, Henry, Danny y yo tuvimos un altercado la semana pasada. En el bar —me dijo.
—Ah.
—Me encantaría ocuparme de esto, pero... —continuó compungido.
—No sería acertado mandarte a ti.
—No, no lo sería.
—Que sepas que este enfrentamiento no va a llegar a ninguna parte, George —le dije, mirándolo a unos ojos inyectados en sangre.
—Lo sé.
No le culpaba, o no del todo. Lo suyo con Danny Stiobhard venía de muy lejos, y la contratación de George como ayudante no había mejorado las cosas. Por motivos que luego explicaré, yo tampoco quería hacer esa visita. Me puse el sombrero y el chaquetón, saqué del armero el calibre .40 con su cinturón, me subí a la camioneta y me dirigí al centro.
El pueblo de Wild Thyme está separado geográfica y culturalmente de la ciudad de Fitzmorris, que es la capital del condado de Holebrook, en el estado de Pensilvania. Fitzmorris nació como una colonia de verano para los presbiterianos escoceses de Filadelfia a mediados de la década de 1800. Tiene algunas casas bonitas de estilo neogriego con columnas, blancas y grandes, más grandes de lo que está permitido. La mayoría tiene las molduras negras, aunque una de cada diez, por ocurrencia de unos dueños felices de la vida, luce pintada de turquesa o morado, o con todos los colores del arcoíris. Esas me gustan, no puedo evitarlo.
El municipio es una zona rural al norte de Fitzmorris. Después de la guerra de Independencia, el estado repartió un puñado de suelo duro de las montañas circundantes entre los soldados fenianos que combatieron por el ejército de la Unión. Esos fenianos les d...