El árbol de las botellas
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El árbol de las botellas

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El árbol de las botellas

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CAOS TOTAL AL ESTILO DE TEXASVuelven Hap y Leonard, la pareja más gamberra del noir sureño.«Violencia, aventuras, amistad, humor oscurísimo. Una combinación que funciona y que tiene a la novela negra como centro». NATALIA MARCOS, El País«Ante la incapacidad de la novela policiaca posmoderna de romper el bucle del noir, nada mejor que los aires refrescantes que trae la obra de Joe R. Landsdale». LLUÍS FERNÁNDEZ, La RazónBajo el sol implacable de Texas, hay que mantener la cabeza ocupada para no perderla. Es el mes de julio y Hap Collins —blanco y exconvicto por negarse a combatir en Vietnam— trabaja sin descanso en los campos, fantaseando con mujeres ardientes y un buen té helado. Menos mal que su inseparable amigo Leonard Pine —veterano de esa misma guerra, negro y gay— viene a pedirle ayuda para limpiar la propiedad de su demenciado tío Chester, quien al final de su vida pareció haberse olvidado de todo, incluso del arcón metálico lleno de huesos enterrado bajo su propia casa... Lo que sí recordó hasta el último día es por qué plantó en mitad del jardín ese inquietante poste engalanado con cascos de vidrio, «el árbol de las botellas»: para protegerse de la magia negra.Hap y Leonard revientan una vez más la escena del thriller con su explosiva y genuina combinación de violencia, suspense y humor vitriólico. Noir gamberro y salvaje al más puro estilo de Texas.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2019
ISBN
9788417860547

1

Corría el tórrido mes de julio y estaba clavando esquejes, sin pensar lo más mínimo en la muerte.
Todos los demás trabajos del campo de rosas —hacer injertos, cavar— son duros, pero si hay una tarea que encarguen en el mismísimo infierno a los pecadores, esa es clavar esquejes.
La faena se hace en plena canícula y funciona de la siguiente manera: te dan un manojo de esquejes, lo coges, lanzas un suspiro y te giras, mirando en toda su extensión el campo, que se prolonga desde tu posición hasta algún punto al este de China; luego te atas los machos, agachas el lomo y empiezas a clavar los esquejes en hileras, muy pegados, uno detrás de otro. No te levantas a menos que no quede más remedio, porque si no nunca acabas. Sigues clavando, avanzando con el lomo agachado por la hilera polvorienta, confiando en que acabe en algún momento, por más que parezca interminable. Y, por supuesto, el sol del este de Texas, que a las diez y media de la mañana es como una ampolla infectada de la que supura pus, tampoco ayuda.
Así pues, estaba yo jugando con mis esquejes, pensando en lo de siempre, té helado y mujeres despampanantes y fogosas, cuando el capataz se acercó y me dio una palmadita en el hombro.
Pensé que sería la pausa para el agua, pero cuando levanté la cabeza señaló hacia el fondo del campo con el pulgar.
—Hap, ha venido Leonard —dijo.
—Pero si no puede trabajar —respondí—. A no ser que sepa clavar esquejes con el bastón.
—Solo quiere hablar contigo —dijo el capataz, antes de alejarse.
Clavé el último esqueje del manojo y, tras desperezarme, enfilé la larga senda polvorienta, pasando junto a los lomos agachados y sudorosos de los demás jornaleros.
Leonard estaba en el otro extremo del campo, apoyado en su bastón. Desde allí, parecía un monigote hecho de limpiapipas y ropa de muñeca. Su cara de ciruela negra estaba vuelta hacia mí, y una ola de calor pareció escapar de ella y vibrar bajo la intensa luz, levantando un remolino de polvo que al cabo de unos segundos se posó con suavidad.
Cuando Leonard vio que estaba mirando hacia él, levantó la mano cual estornino que alza el vuelo.
Vernon Lacy, el jefe del campo, al que yo apodaba cariñosamente «Viejo Cabronazo» aunque tenía mi edad, ataviado con una camisa blanca almidonada, unos pantalones a juego y un salacot blanco, también me vio volver. Se acercó a Leonard, me miró y, con un gesto deliberadamente pausado, hizo una marca en su pequeño cuaderno. Para descontarme ese tiempo, huelga decirlo.
Cuando llegué al final de la hilera, lo que me llevó algo menos de tiempo que atravesar Egipto a lomos de un camello muerto, me había puesto perdido de polvo y estaba agotado. Leonard esbozó una sonrisa:
—Era para preguntarte si me dejas cincuenta centavos —dijo.
—Si me has hecho venir desde allí por cincuenta centavos, te voy a meter ese bastón por el ojete.
—Pues entonces voy a ponerme vaselina, ¿vale?
Lacy me miró:
—Esto te lo descuento del sueldo, Collins.
—Vete a tomar por culo —le solté.
Lacy tragó saliva y se alejó sin mirar atrás.
—¡Qué labia! —dijo Leonard.
—La diplomacia es mi fuerte. Ahora dime que no has venido a por cincuenta centavos.
—No he venido a por cincuenta centavos.
Leonard seguía sonriendo, pero una de las comisuras de sus labios empezó a curvarse ligeramente, como un bote en el que empieza a entrar agua y está a punto de hundirse.
—¿Qué ha pasado, macho?
—Mi tío Chester —dijo Leonard—. Ha muerto.
Seguí al viejo Buick de Leonard con mi camioneta e hicimos una parada técnica para comprar cerveza y hielo. Al llegar a casa de Leonard, llenamos una nevera con los cubitos y las latas y la sacamos al porche delantero.
Leonard, como yo, no tenía aire acondicionado, y el porche era el lugar más fresco que había, a no ser que nos acercásemos al arroyo y nos tumbáramos en el agua.
Nos acomodamos en el desvencijado balancín del porche y colocamos la nevera entre ambos. Mientras Leonard le daba impulso con la pierna buena, yo abrí un par de latas.
—¿Ha sido hoy? —pregunté.
—Lo han encontrado hoy. Llevaba muerto dos o tres días. De un infarto. Lo han llevado al tanatorio de LaBorde, hinchado como un globo.
Leonard le dio un sorbo a su cerveza y observó la cerca de alambre de espino al otro lado de la carretera.
—¿Ves a ese ruiseñor en el poste de la cerca, Hap?
—Sí, ¿por? ¿Es que estaba intentando llamar mi atención?
—Está bien gordo. Se ven muy pocos así de gordos.
—Es un asunto al que no dejo de darle vueltas, Leonard. ¿Cómo es que los ruiseñores no suelen ponerse gordos? Hasta he pensado en escribir un artículo.
—Es el pájaro favorito de mi tío. A mí siempre me han parecido feos, pero para él eran lo más majestuoso del mundo. De pequeño me llamaba «risueño ruiseñor», porque siempre estaba sonriendo y burlándome de todo quisque. Cuando veo uno, me acuerdo de él. Qué cursilada, ¿no?
No respondí. Me concentré en los listones de madera del extremo del porche, donde un tábano achicharrado se tambaleaba sobre unas patas repletas de enfermedades, intentando alcanzar la pequeña sombra que ofrecía la pérgola del porche. El tábano flaqueó y se detuvo en seco. Supuse que habría sido un infarto.
—Mañana quiero ir al entierro del tío Chester —dijo Leonard—. Pero, no sé, la verdad es que se me hace raro. Lo más probable es que él no quisiera que fuese.
—Por lo que me has contado de tu tío Chester, aunque renegó de ti al enterarse de que eras maricón…
—Gay. Ahora se dice gay, Hap. Los heteros no os enteráis. Cuando vamos como una cuba, nos llamamos bujarras o bujarrones.
—Es igual. El caso es que estoy seguro de que Chester era buena gente, a su manera. Tú lo apreciabas, así que da igual lo que quisiera él. Lo importante es lo que tú quieres. Él está muerto, ya no decide. Si te apetece ir al entierro y despedirte de él por los buenos momentos que pasasteis juntos, no lo dudes.
—Ven conmigo.
—Macho, yo lo siento por tu tío Chester, por lo que significaba para ti, pero no lo conozco de nada. La cuestión es que su muerte ha supuesto que tú hayas venido al campo de rosas así de triste, y que yo le haya dicho a mi jefe lo que le he dicho, con lo que, probablemente, ya no tengo trabajo. Tu tío me ha jodido el sueldo, ¿por qué coño iba a ir a su entierro?
—Porque te lo he pedido, porque eres mi amigo y porque estoy muy sensible y no quieres que sufra. —Y eso era verdad.
No me hacía demasiada gracia, pero accedí. Ir a un entierro parecía bastante inofensivo.

2

El entierro era el día siguiente a las tres de la tarde, así que aquella mañana nos montamos en el coche de Leonard y fuimos al J. C. Penney’s de LaBorde.
Teníamos que comprarnos un traje, pues hacía años que ni Leonard ni yo nos habíamos puesto uno. Mi último traje tenía el cuello nehru y un símbolo de la paz del tamaño del tapacubos de un Cadillac Eldorado, colgado de una cadena un poco más fina que la que se necesitaría para remolcar un camión cisterna.
El último traje de Leonard estaba diseñado por el Ejército.
En Penney’s los trajes ya no se vendían con chaleco y pantalones, al menos con unos decentes, y la ropa estaba más cara de lo que recordaba. Se me ocurrió que quizá deberíamos pasar por un Kmart para ver si tenían algo de raso verde con lo que poder tapizar una silla cuando nos cansáramos de usarlo.
Acabé comprándome un traje azul oscuro con corbata a juego y camisa azul claro, y zapatos, cinturón y calcetines negros. Cuando me probé el conjunto y me miré al espejo, sentí que tenía pinta de tonto. Parecía un pitbull bípedo de luto.
Leonard se compró un traje verde oscuro de corte vaquero, una camisa de color amarillo canario y una corbata a rayas naranjas, verdes y amarillas. También se hizo con unos zapatos negros de punta fina con cremalleras en los laterales, un modelo que, ingenuo de mí, creía que habían dejado de fabricar más o menos en la misma época en que los Dave Clark Five dejaron de grabar discos.
—Vas a enterrar a tu tío Chester —le dije—, no a llevártelo de crucero por el Caribe. Si apareces con esa pinta, no descarto que salga del ataúd y te cubra con la mortaja.
—Los celos están muy feos, Hap.
—Me has calado. Ojalá yo también pudiera parecer un choque frontal entre Dolly Parton y Peter Max.
Volvimos a ponernos nuestra ropa y pagué por los dos, porque era el único que estaba trabajando en aquella época, aunque de forma esporádica, y porque Leonard siempre me recordaba que se había quedado con la pata chula por mi culpa. De buenas a primeras, decía: «Sabes que se me ha quedado la pata chula por tu culpa», cogía algo que quería comprarse y yo lo pagaba, porque llevaba razón. De no ser por él, mi entierro habría precedido al del tío Chester.
El funeral se celebraba en una pequeña parroquia a las afueras de LaBorde. Volvimos a casa para hacer tiempo y, cuando llegó la hora, nos pusimos los trajes y montamos en la chatarra sin aire acondicionado que Leonard tenía por coche.
Al llegar a la iglesia baptista en la que se celebraba el funeral, nuestros trajes nuevos estaban empapados en sudor y, por culpa del viento tórrido, parecía que me había peinado con una desbrozadora para tractor. A juzgar por mi aspecto, se diría que me había metido en una pelea y había perdido.
Bajé del coche y Leonard se me acercó:
—No le has quitado la puta etiqueta.
Levanté el brazo y, en efecto, ahí estaba la etiqueta, colgando de la manga de la chaqueta. Me sentí como Minnie Pearl. Leonard se sacó una navaja del bolsillo y, una vez cortada, entramos en la iglesia.
Desfilamos junto al ataúd abierto. Como era natural, el tío Chester no había dejado pasar la oportunidad de ser el invitado de honor. El cabrón era feo de cojones, y me imaginé que en vida no habría sido mucho más guapo. No era muy alto, pero sí corpulento, y llevar unos días muerto cuando lo encontraron tampoco ayudaba. El maquillador solo había logrado que se pareciera a la mofletuda Muñeca Repollo.
Después de los elogios y las oraciones y los cantos y la gente abalanzándose sobre el ataúd y llorando, ya fuesen lágrimas sinceras o no, nos dirigimos a un pequeño cementerio en el bosque. El ataúd viajaba en un antiguo coche fúnebre negro con una pegatina en el parachoques trase...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. El árbol de las botellas
  4. 1
  5. 2
  6. 3
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  23. 20
  24. 21
  25. 22
  26. 23
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  28. 25
  29. 26
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  31. 28
  32. 29
  33. 30
  34. 31
  35. 32
  36. 33
  37. 34
  38. 35
  39. 36
  40. 37
  41. 38
  42. 39
  43. Créditos