Nostalgia por lo particular
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Nostalgia por lo particular

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Nostalgia por lo particular

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Las primeras etapas del pensamiento filosófico de Iris Murdoch, una escritora excepcional en el panorama intelectual del siglo XX.Existe en nuestra época un vacío grave y creciente sobre cuestiones morales: por primera vez en la historia, el ser humano siente la pérdida de la religión como consuelo y guía. Hasta hace poco, varios sustitutos se perfilaban como posibilidad en el horizonte: el comunismo, el pacifismo, el internacionalismo... Pero el hecho de que hayan fracasado no invalida la gran paradoja que la situación plantea: necesitamos elaborar teorías sobre la naturaleza humana y, aunque ninguna lo explica todo, es el deseo de explicarlo todo lo que da impulso a la teoría. Murdoch consideraba que necesitamos un refugio que nos ampare del frío campo abierto del empirismo benthamiano: un marco, una estructura, una casa de teoría. También tenía claro que el enemigo de la libertad está en la fantasía, en el mal uso de la imaginación, algo inexorablemente natural en los seres humanos y contra lo cual la «razón pura» tiene poco que hacer. De este modo, aunque la ética y la estética no sean la misma cosa, el arte se postula como la gran vía de acceso hacia la moral.En estos ensayos destacan además sus reflexiones sobre el movimiento socialista en el Reino Unido y sobre figuras tan decisivas como Simone Weil, T. S. Eliot o Elias Canetti.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2019
ISBN
9788417860561
Edición
1
Categoría
Literatura

NOSTALGIA POR LO PARTICULAR
(1951-1957)

De hecho, cualquier experiencia es infinitamente rica y profunda. Tenemos la sensación de que es intrínsecamente significativa porque podemos reflexionar sobre ella; pero la reflexión misma nos muestra que es infinitamente variada en su significado.
«Nostalgia por lo particular», 1952

PENSAMIENTO Y LENGUAJE

Quiero ocuparme del lenguaje como una forma de pensamiento, y para ello en primer lugar trataré de hacer una descripción del pensamiento. Dejo a un lado todas las teorías filosóficas, viejas y nuevas, que existen sobre la naturaleza del pensamiento: teorías tales como que el pensamiento consiste en tener representaciones, o conocer proposiciones, o manipular símbolos o comportarse de determinada manera. Asumiré, como hacemos mientras no estamos filosofando, que el pensamiento es una actividad privada que tiene lugar en nuestra cabeza, que es un «contenido de conciencia». Incluso aquellos filósofos que se oponen de manera más enérgica a la concepción del pensamiento como «vida interior» admiten la existencia de dichos «contenidos», si bien con una función extremadamente restringida, etiquetándolos como monólogos imaginarios, imágenes o frases dichas para uno mismo. Entenderé como pensamiento todo este tipo de actividades y, en primer lugar, intentaré describirlas y considerar su relación con el «lenguaje». (Por lenguaje me referiré en todo momento al lenguaje verbal). Obviamente, dicha descripción no abarcará todo lo que entendemos por «conceptos mentales». No pretende abarcar modos de actividad habituales e irreflexivos que, no obstante, podrían llamarse inteligentes. Me ocuparé solo de aquellas formas de actividad mental (y lo que sean exactamente resultará evidente) que en el lenguaje ordinario se denominan «pensamiento».
En esta descripción daré por supuesto —como, repito, todos hacemos— que, dentro de ciertos límites, todos tenemos experiencias «mentales» similares. Después de ofrecer la descripción consideraré su estatus lógico, su objetivo, y veremos cuánta luz puede arrojar sobre la naturaleza del lenguaje.
Inicialmente podemos estar tentados de decir que el pensamiento es la articulación de palabras mentales. Entonces podríamos dividir el campo mental entre imágenes oscuras o borrosas, y pensamiento verbal claro, cuyo significado está determinado según criterios simples y patentes. Sin embargo, esto no basta. Las palabras no aparecen en tanto que contenido de pensamiento como si fueran proyectadas sobre una pantalla y allí fueran leídas por la persona que piensa. Si imaginamos de manera explícita la articulación de un mensaje verbal para nosotros mismos, esta contrasta con la manera confusa en la que las palabras se presentan «en nuestra mente». Además, si pudiéramos escuchar y ver las palabras articuladas interiormente, podríamos preguntarnos qué significan; este tipo de interpelación es una experiencia que a veces se produce, como cuando Bunyan1 reflexiona acerca del sentido de un texto que de repente escucha que suena en sus oídos, pero esto no se parece a lo que habitualmente denominamos pensamiento. Una máquina que nos proporcionara una versión verbal del pensamiento de otra persona podría decirnos muy poco; e incluso si recordáramos en nuestro propio caso lo que «nos dijimos a nosotros mismos» en cierta ocasión, estaríamos mal informados a menos que también pudiéramos recordar en qué estado de ánimo y con qué intención lo dijimos. El carácter significativo del discurso articulado requiere a menudo conciencia del gesto, del tono, de la postura, así como del contexto, para su total comprensión. Esto es claramente lo mismo, mutatis mutandis, en el caso del «discurso» interior: el pensamiento no son las palabras (si las hay), sino las palabras sucediéndose en una cierta manera y, por así decirlo, con una determinada fuerza y color.
Si reflexionamos sobre esto, podemos llegar a dos conclusiones provisionales, que retomaré más adelante. La primera de ellas es que si queremos aferrarnos ingenuamente a una descripción de «lo que ocurre» debemos cometer la imprudencia de hacer una clara separación, desde el principio, entre las palabras y las imágenes. La experiencia de las palabras en el pensamiento puede asumir varios tipos de carácter similar al de las imágenes. (De qué tipo, si visual o dinámico, dependerá también de las peculiaridades personales y no tiene importancia en este contexto). Asimismo, debemos distinguir, en los dos extremos, las imágenes vagas y flotantes, que son maleables e indescriptibles (y que no nos dicen nada nuevo), y el pensamiento plenamente verbalizado, listo para ser transmitido a otra persona, cuya formulación quizá sea el desarrollo de alguna idea imprecisa. Las primeras son las partes más privadas de cualquier monólogo interior; el segundo, la dimensión más pública, es decir, fácilmente comunicable. Esto indica, por otra parte, la función cristalizadora que la existencia de las palabras puede desempeñar en el pensamiento, así como el papel determinante que en el mismo tiene la disponibilidad de nombres. En cualquier caso, entre ambos extremos está el ámbito en el que surgen las palabras, aunque de una manera más imprecisa visualmente (la imprecisión es una característica fundamental de la imagen mental) y en absoluto semejantes a un discurso interior elaborado.
Lo segundo que hay que tener en cuenta es la inadecuación empírica de cualquier cosa semejante a un modelo matemático para el lenguaje. Se considera correctamente que los símbolos matemáticos no son contenidos de conciencia. En cambio, los símbolos que constituyen nuestro lenguaje ordinario podrían —y, tengo que añadir, deberían— ser considerados como tales. Esto no implica negar que, para algunos propósitos, podemos pensar adecuadamente en el lenguaje como un conjunto de símbolos públicos internamente autodeterminativos o, siguiendo el Tractatus, como un espejo determinado de la estructura del mundo. Sin embargo, en el contexto de una descripción del pensamiento no podemos considerar el lenguaje como un conjunto de grietas en las que caemos. El lenguaje no puede ser considerado como algo que se dice a sí mismo; no es que «p» diga p, sino que soy yo quien digo «p» significando p. El lenguaje es un conjunto de sucesos.
Podríamos imaginar una tribu cuyos pensamientos íntimos consistieran únicamente en cálculos matemáticos, observación directa e inducción desarrollada verbalmente, así como exclamaciones. Para dichas personas el pensamiento sería, de hecho, la manipulación privada de símbolos que pueden ser expuestos, y para ellos sería apropiada una división simple del lenguaje entre usos descriptivos y emotivos. En esta situación también sería más fácil que tuviera sentido la idea de que una serie de eventos mentales forman de manera casual una configuración simbólica particular. («Si fuera un cálculo, cualquiera podría hacerlo; si no, deberías lanzar la moneda al aire»). Es importante en nuestro caso recordar que no somos como estas personas.
Continuemos con la descripción. Considerado como un contenido de conciencia, el lenguaje puede tener una función reveladora (como cuando en La cartuja de Parma el conde Mosca teme la mención de la palabra «amor» entre Fabrizio y la duquesa) o puede tener la función opuesta. Todavía tenemos razones para pensar que un pensamiento puede no estar caracterizado necesariamente por su contenido verbal. El lenguaje y el pensamiento no tienen la misma extensión. Que esto es así resulta obvio si consideramos nuestras tentativas de entender una formulación lingüística considerada inadecuada en relación con un contenido aprehendido de forma poco clara. También sabemos lo que significa para un pensamiento el hecho de ser comprimido en una descripción convencional, o para un resumen verbal reemplazar una imagen de la memoria. Este tipo de experiencia puede conducir a concepciones neuróticas o metafísicas sobre el lenguaje («la conciencia son grietas en el lenguaje») en las que este es entendido como una tosca red a través de la cual se deslizan las experiencias. («El pensamiento busca lo único, y el lenguaje se adentra en el camino»). Esta experiencia puede estar relacionada con la nostalgia por lo particular y la búsqueda del universal concreto. No todos los nuevos conceptos llegan a nosotros en el contexto del lenguaje, pero el intento de verbalizarlos puede no dar como resultado frustración sino una renovación del lenguaje. Este es el cometido por excelencia de la poesía. De este modo hay concesiones mutuas: las palabras pueden determinar un significado, y una experiencia nueva puede renovar las palabras. (No estoy distinguiendo aquí entre las palabras que produzco yo y las palabras de otra persona que yo pienso detenidamente y hago mías).
Por último, permítanme que me ocupe de otro aspecto del problema, y entonces daremos por finalizada esta descripción que cae en la petición de principio. Parece que un pensamiento puede ser descrito como una experiencia en la que las palabras intervienen de diversas maneras o no aparecen para nada. Ahora debemos preguntarnos: ¿para qué deberíamos querer caracterizar un pensamiento individual? ¿Por qué debemos considerarlo un dato mental? Lo que analizamos cuando utilizamos palabras mentales es el contexto y la conducta, no los eventos interiores. Esto es verdad hasta cierto punto (y discutiré su relevancia más adelante). Pero, de hecho, para nosotros (como opuestos al observador externo que pone nombre a nuestros quehaceres), nuestros monólogos imaginados no siempre carecen de importancia, e intentamos caracterizar los eventos particulares que se producen en ellos. En Daniel Deronda2, cuando Gwendolen duda si arrojar el salvavidas a su detestado marido, que a continuación se ahoga, importa mucho para ella saber si en aquel momento había deseado su muerte. También es relevante el hecho de que otra persona, Deronda, se considere capaz de llegar a una conclusión verdadera sobre las intenciones de Gwendolen. Tal conclusión depende obviamente de una amplia consideración del contexto, pero de lo que parece tratarse es de un evento mental particular. Examinaré después esta noción; por ahora solo hago notar que así nos comportamos.
Cuando queremos caracterizar un pensamiento pasado, ¿cómo lo hacemos? Puedo responder a la pregunta «¿Qué estabas pensando entonces?» mediante una frase que pretenda presentar el contenido del pensamiento. Esto puede suponer que yo estuviera utilizando imágenes verbales «al mismo tiempo» o no. Si no, puedo contestar mediante alguna declaración sobre mis intenciones o mi estado de ánimo, que puedo caracterizar en términos metafóricos. Las analogías y las metáforas brotan fácilmente en tales situaciones (muchas páginas de novelas psicológicas y de libros de crítica de arte están repletas de ellas) y suelen ser aceptadas e incluso desarrolladas por el interlocutor. No nos quedamos en blanco, ni ponemos en cuestión la exactitud de la descripción ofrecida (a menos que haya razones especiales para hacerlo). Resulta sencillo encontrar un ejemplo tanto de la manera en que una experiencia de pensamiento desborda su contenido mental como de la naturalidad de una descripción metafórica de la experiencia. Basta con intentar caracterizar la experiencia de lectura de algunos versos de poesía. Por tomar un ejemplo aleatorio, veamos los versos de John Clare sobre el caracol:
Frail brother of the morn,
That from the tiny bent’s dew-misted leaves
Withdraws his timid horn,
And fearful vision weaves.
[Frágil hermano de la mañana,
que tras las pequeñas hojas inclinadas y empañadas de rocío
esconde sus tímidos cuernos
y urde horribles visiones].
Este ejemplo es útil porque constituye una suerte de objeto público que todos podemos manejar, mientras que la comunicación de otros tipos de experiencia mental a menudo solo es posible en grupos limitados, e incluso a veces solo en grupos de dos. En este caso podemos intentar describir nuestra experiencia al leer esos versos, partiendo de un suspense suave y delicado al que le sigue un enorme sentido de expansión caótica en la última línea. Lo importante no es que ofrezcamos necesariamente a los demás las mismas descripciones, sino el hecho de que todos utilizamos de forma natural un modo metafórico de discurso y que, sin embargo, podemos entendernos unos a otros e incluso llegar a influir en las experiencias de los demás.
A continuación, me ocuparé del estatus y objetivo de las descripciones que he ofrecido hasta ahora. He utilizado la palabra «experiencia» en todo momento (cosa que se nos había recomendado que no hiciéramos). Se nos había aconsejado eso, yo creo, por varias razones. Se sostiene, por un lado, que los contenidos introspectivos casuales no tienen interés a la hora de determinar el significado de la terminología mental, pues no podemos detectar o identificar ningún tipo estable de datos que sean nombrados mediante estos términos. Por otro lado, los términos mentales tienen convenciones de uso claras y determinadas en relación con modos de comportamiento manifiesto. Si no es posible mostrar que algo debe haberse dado para que cierto uso de un término mental sea adecuado, entonces ese algo no es considerado como parte del significado del término, y se demuestra además que las cosas que «deben darse» son conducta observable y no experiencia interior inobservable.
Creo que se pueden poner en cuestión tanto el criterio de significado utilizado hasta aquí como, sin lugar a dudas, las conclusiones «ontológicas» que parecen desprenderse del mismo. Puede ser verdad tanto que no aprendemos palabras mentales en relación con experiencias interiores como también que verificamos o justificamos las proposiciones que contienen estas palabras (cuando aluden a otras personas) por referencia a la conducta. De esto no se sigue que no exista la experiencia interior o que esta no se corresponda —en algunos casos al menos— con lo que se significa con las palabras mentales, tomando «significar» en un sentido totalmente informal. La noción de significado que va acompañada de una estricta justificación (o verificación) exige la existencia de un elemento observable o identificable que debe ser lo que, mediante una convención universal, justifique el uso, y que ha de ser establecido desde un punto de vista objetivo e impersonal. Desde este punto de vista, «la mente» se percibe inevitablemente como dividida entre comunicaciones privadas y secretas, sobre las que no se puede decir nada, y casos manifiestos de inteligencia, conducta, etc.; y el lenguaje que esta investigación evidencia es una suerte de simbolismo público que encuentra su sentido en una red abierta de convenciones sociales. Pero sin duda es importante que cuando uno piensa palabras mentales negaría a menudo indignado que «lo que quería decir» fuese lo manifiesto en lugar...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. NOSTALGIA POR LO PARTICULAR (1951-1957)
  6. LA NECESIDAD DE LA TEORÍA (1956-1966)