Don de lenguas
1
—Han asesinado a Mariona Sobrerroca.
Goyanes sonaba neutro, profesional, como siempre. Joaquín Grau se cambió de mano el pesado auricular negro del teléfono para poder frotarse la sien derecha. El dolor de cabeza que tenía desde que se había levantado le había dado un zarpazo en el momento en que el comisario le comunicó la noticia. Ignorante de ese efecto, la voz al otro lado de la línea seguía hablando.
—La encontró muerta su criada esta mañana, al volver después de pasar el fin de semana con unos familiares en Manresa. La casa estaba patas arriba, seguramente un robo.
El dolor de cabeza se hizo más intenso. Grau estiró el brazo para acercar el vaso de agua que su secretaria le había dejado sobre la mesa, cogió un sobrecito de analgésico, se lo metió entre los dientes y lo abrió de un tirón. Echó el contenido en el agua y lo removió con la cucharilla sin hacer ruido. Se lo bebió de un trago y después interrumpió a su interlocutor:
—¿Quién va a llevar el caso?
—Se lo he dado a Burguillos.
—No. No me convence.
Al otro lado del teléfono se oyó un resoplido. Grau lo ignoró y le ordenó:
—Quiero a Castro en ese asunto.
—¿Castro?
—Sí, Castro. Es el mejor que tenéis.
Goyanes no podía más que asentir.
—Está bien —concedió, pero sonaba contrariado.
El fiscal reaccionó con irritación.
—Y espero resultados pronto. En un mes tenemos aquí el Congreso Eucarístico y quiero la ciudad limpia. ¿Queda claro?
—Clarísimo.
Tras colgar el teléfono, analizó la conversación. Había tomado la decisión correcta. Castro era uno de los inspectores más capaces de la Brigada de Investigación Criminal, por no decir el más capaz. Y le era absolutamente leal. De Goyanes no estaba tan seguro, porque, aunque en esta ocasión el comisario de la Brigada de Investigación Criminal le había mostrado una vez más el grado necesario de sumisión, desde hacía un tiempo Grau no estaba seguro de poder fiarse de Goyanes y de sus hombres más próximos, como el inspector Burguillos.
Su puesto en la fiscalía de momento no se tambaleaba. De momento. Pero era consciente de que sus enemigos eran muchos, cada vez más. Además eran astutos. Los sabía capaces de esperar escondidos en las sombras hasta ver llegar una ocasión propicia. Tenía que estar atento. Goyanes obedecía, pero lo había notado aún más distante de lo que era habitual en él. ¿O eran imaginaciones suyas? Tenía que estar atento, en guardia, como siempre. El león que da el primer zarpazo suele ser el ganador.
Implacable, así le gustaba definirse a sí mismo. Como en la guerra, cuando era juez militar, cargo donde destacó por su capacidad y prontitud a la hora de dictar sentencias de muerte. Por eso, cuando después de la guerra el Régimen designó personas de confianza para la nueva Administración de Justicia, lo nombraron fiscal en Barcelona. La labor empezada en la guerra no había terminado, aún quedaba mucho por hacer. Él seguía siendo implacable.
Se recostó en el asiento y miró la pila de cartas sobre su mesa. Nunca había permitido que las abriera su secretaria, del mismo modo en que no había dado pie a la más mínima aproximación. Si bien él se había informado bien sobre quién era la persona a su servicio, ella no sabía absolutamente nada que no tuviera que saber sobre su jefe. Ni ella ni nadie. No entendería nunca la necesidad de las personas de contar historias personales a los demás, de abrir gratuitamente flancos de ataque al enemigo.
Su vista seguía clavada en los sobres intactos. Aún experimentaba un ligero malestar al encontrar la correspondencia diaria encima del escritorio. Después de la huelga de usuarios del tranvía de la primavera del año pasado, durante varias semanas había abierto las cartas con algo de temor. El boicot de la población a la subida de los billetes del transporte público y la huelga general que siguió habían costado muchas cabezas. En primer lugar, la del gobernador civil de Barcelona, a quien siguió de inmediato la del alcalde. Dos funcionarios de la Falange acabaron en la cárcel porque no mostraron excesivo entusiasmo por enviar sus unidades a llenar los tranvías para acabar la huelga. Otros falangistas de la vieja guardia habían perdido también sus puestos. Nadie podía estar seguro de conservar su posición.
Cogió al azar una de las cartas, un sobre de papel bueno que desgarró con un golpe seco del abrecartas con empuñadura de acero. Era una invitación a una recepción oficial. Por supuesto que iría, aunque solo fuera para no darles oportunidad de murmuraciones e intrigas a sus espaldas. Sí, estaba en guardia.
Y ahora el asesinato de la Sobrerroca. Mariona Sobrerroca muerta. La había conocido y tratado en eventos sociales; también a su marido, ya fallecido, el doctor Jerónimo Garmendia. ¡Qué vueltas da la vida! En dos años la magnífica mansión en el Tibidabo había quedado deshabitada. Así de rápido los había alcanzado la guadaña de la muerte. «Me estoy poniendo melancólico» pensó. «Eso no es bueno, melancolía y dolor de cabeza son una mala combinación». Para ambos solo había una solución, mantener la cabeza fría. La muerte de Mariona Sobrerroca solo significaba trabajo, era un caso, una investigación policial. Que implicaba también husmear entre la burguesía barcelonesa. Eso, por una parte, podría ser complicado. A saber con qué se iban a encontrar. Siempre que se investigaba un asunto, daba lo mismo dónde, salían a la luz trapos sucios. Era como trabajar de pocero, siempre se acababa sacando mierda. Y a esta gente, como a cualquiera, no le gustaba que se mirara en sus cloacas y, dado que estaban bien relacionados, había que tratarlos con guantes de seda, porque enseguida hacían llegar sus quejas y, sobre todo, sabían a quién hacérselas llegar. Después habría que esperar que los resultados de la investigación fueran satisfactorios. Quizá, como en otras ocasiones, habría que ocultar un par de cosas, y no estaba muy seguro de que un asunto de esas características le fuera a reportar apariciones públicas destacables.
¿O tal vez sí?
Cogió el teléfono y marcó el número de Goyanes.
Le dijo lo que quería sin preámbulos:
—Quiero que este caso reciba un tratamiento prioritario en la prensa.
—¿Por qué?
—Porque es importante mostrar al mundo que en este país el crimen se persigue y castiga de forma eficaz.
Si Goyanes creía o no esas frases tomadas del discurso oficial, le daba lo mismo. Grau sabía que tenían la propiedad de ser incontestables.
—¿Qué quiere decir prioritario? —quiso saber el comisario.
—Que se lo vamos a dar en exclusiva a un periódico, a La Vanguardia.
—¿A esos? ¿Por qué precisamente a ellos? Recuerde lo que pasó con la información del caso Broto…
—Justo por eso. Esta vez, como única fuente oficial, no podrán ponerse a especular.
Esta conversación fue aún más breve que la primera.
Después echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos con la esperanza de mitigar algo el dolor, que ahora se hacía sentir como una pulsación en los oídos.
Por otra parte, se dijo, recuperando el hilo de pensamiento que había interrumpido para llamar al comisario, era muy probable que gracias a las pesquisas llegara a sus manos alguna que otra información interesante que se ocuparía bien de conservar y usar cuando fuera menester. Quizá incluso obtuviera informaciones que podrían ayudarle a resolver algunos de sus pequeños problemas.
Empezó a notar un ligero alivio.
2
A las nueve de la mañana, mientras contemplaba con ojos adormilados la taza de café medio vacía, Ana Martí oyó el teléfono en la escalera. El aparato estaba en un hueco, debajo del primer tramo, metido en un cajón con una puerta de rejilla cerrada con un candado. La llave solo la tenían Teresina Sauret, la portera, y los Serrahima, los vecinos del principal, que eran los dueños del edificio. Cuando el teléfono sonaba, la portera lo cogía y se encargaba de avisar al vecino a quien iba dirigida la llamada. Si le apetecía, porque a veces no le venía en gana. Las propinas o los aguinaldos de Navidad, tanto la expectativa de recibirlos como la generosidad con que se hubieran presentado, la animaban a subir las escaleras.
Ese día seguramente la posibilidad de reclamar los dos meses de alquiler que debía Ana le concedió más agilidad a sus piernas y poco después de que el sonido estridente del aparato la hubiera sacado de su piso, la portera ya había subido hasta el tercero, que con el principal era un cuarto, y aporreaba la puerta.
—Señorita Martí, teléfono.
Abrió. Teresina Sauret, plantada en mitad de la puerta, le bloqueaba la salida. Por el espacio que no cubría su cuerpo rechoncho embutido en una bata de felpa entró un aire frío y húmedo. Ana estiró la mano para coger el abrigo, por si la llamada era larga, y las llaves para cerrar e impedir miradas curiosas de la portera. Esta debió de pensar que buscaba el dinero y se hizo a un lado. Ana aprovechó el hueco para salir del piso y cerrar la puerta. Dejó a la portera a pocos centímetros de la madera con la cara a la altura de la mirilla de bronce redonda como un ojo de buey. Las de las otras tres puertas brillaban a la luz de la bombilla que colgaba desnuda del techo del rellano. No había lámparas en los pasillos d...