Los perfeccionistas
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Los perfeccionistas

Cómo la precisión creó el mundo moderno

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Los perfeccionistas

Cómo la precisión creó el mundo moderno

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La perfección no existe, pero los desconocidos ingenieros que se han empeñado en alcanzarla han tenido más importancia en nuestra vida de lo que pensamos.A través de anécdotas y ejemplos, teje la historia de la ingeniería de precisión y hace comprensibles sus inestimables aportaciones: el avión, la lente de una cámara Leica, las máquinas de rayos X, el telescopio Hubble, el microchip, el smartphone...Simon Winchester, venerado autor de bestsellers internacionales, hasta ahora no se había publicado en español."Hipnotizante y fascinante. El Sr. Winchester es un maestro de la narración, y todos los individuos, lugares y eventos sobre los que escribe apasionadamente cobran vida con exquisito detalle"New York Journal of Books

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Información

Editorial
Turner
Año
2021
ISBN
9788418428272
vii
(tolerancia: 0,0000000000001)
una estrella, un píxel
El destino de la civilización humana dependerá de si los cohetes del futuro transportan el telescopio del astrónomo o una bomba de hidrógeno.
sir bernard lovell, el individuo y el universo (1959)
Un asesinato execrable fue perpetrado una tranquila noche de verano en un frondoso parque del sur de Londres, sin que nadie se diera cuenta. No fue hasta que un fotógrafo de modas, en la tranquilidad de su cuarto oscuro, amplió y volvió a ampliar una imagen en blanco y negro, de aspecto por lo demás inocente, que había tomado en el parque horas antes, cuando se descubrió oculta entre los árboles una mano con una pistola y un cuerpo tendido en el césped.
La película era de grano grueso y las fotos ampliadas salieron borrosas, pero aquellas imágenes, todas parte de la trama de la película de Michelangelo Antonioni Deseo de una mañana de verano, nominada al Óscar, siguen inquietándonos hasta la fecha y, aunque el largometraje trata de muchas otras cosas además de un asesinato, sirven para recordarnos el irrebatible poder de la cámara para transformar momentos fortuitos, a veces del todo inadvertidamente, en verdades históricas permanentes. No hace mucho caí en la cuenta de esto.
Trabajo en una vieja construcción de madera que alguna vez fue un granero, construida al norte del estado de Nueva York hacia 1820. Cuando la compré, era una ruina a punto de caer, así que embarqué sus tablones y vigas en un camión hasta donde vivo, en un pueblito remoto en las colinas al oeste de Massachusetts, y la mandé reconstruir en el verano de 2002. La disposición de los espacios en este modesto edificio permite que alguien, desde un pasillo, se asome a ver el lío que tengo en mi escritorio, cinco metros más abajo.
Como el granero es considerablemente antiguo, y en vista de que hay quienes piensan que el fenómeno de remozar viejas y derruidas construcciones rurales y rehabilitarlas para que formen parte del paisaje habitado de Nueva Inglaterra es interesante, una tarde apareció un fotógrafo. Dijo que estaba trabajando en un libro sobre las restauraciones de graneros y, una vez que lo dejé a sus anchas, estuvo tomando fotos un par de horas, entre ellas unas tomas desde el pasillo de mi escritorio atestado de papeles.
Las fotos fueron efectivamente publicadas en un bonito libro de gran formato acerca del fenómeno de las reconstrucciones de graneros. En agradecimiento, pronto recibí un ejemplar. Pasé una tarde mirándolo (aunque, a decir verdad, eran en su mayoría construcciones envidiables, mucho más magnificentes que mi modesto exgranero) antes de colocarlo en mi librería y no volverme a acordar de él.
Pues resultó que un perfecto desconocido compró también un ejemplar del libro y dijo que le gustaba la especie de estudio que aparecía en la página 61. Yo no sé si Deseo de una mañana de verano era de sus películas favoritas, pero decidió que quizá pudiese averiguar quién vivía y trabajaba en ese lugar.
En el escritorio de la fotografía se veía un ejemplar de The New York Review of Books semioculto entre el desorden de revistas, libros y papeles. El comprador del libro descubrió que en la esquina inferior derecha del Review se alcanzaba a ver la etiqueta con la dirección, muy pequeña y apenas visible para nadie. Pero para este individuo era una potencial fuente de información, gracias a que la lente de la cámara había sido lo bastante buena como para que la etiqueta pudiera leerse al amplificarla considerablemente.
Así que recortó la portada del Review, aislándola del desastre circundante, y la sometió a amplificaciones cada vez más grandes. Las pequeñas y borrosas letras fueron creciendo, hasta que, aun cuando los píxeles de la imagen impresa aportaban cierta confusión, tras cuatro o cinco iteraciones mi nombre y dirección pudieron leerse. Y de pronto, aquel hombre misterioso supo quién era, con toda probabilidad, el dueño del granero, o el que vivía allí o lo usaba. Entonces se puso en contacto conmigo.
Con la distancia el suceso puede hacer pensar en un voyerista, en alguien un poco siniestro, pero nada más lejos de la realidad. El entrometido era de lo más amable e interesante; resuelto, algo obsesivo, acaso un poco autista, como ahora se dice. Era un neurocirujano angiólogo retirado; un fotógrafo sutil; un hombre interminable e inexplicablemente curioso –un erudito, podría decirse– y que estaba particularmente fascinado por las posibilidades de la óptica de precisión para la detección forense y la satisfacción intelectual que podía derivar de ello.
Al igual que para casi todos los colegiales ingleses –para la mayoría de los de cualquier parte, me atrevo a afirmar– las lentes tuvieron en mi vida una presencia notable. Las primeras que tuve (casi todas en los cuarenta estaban hechas de vidrio, pues los plásticos de entonces difícilmente podían sustituirlo y los policarbonatos eran casi desconocidos) eran lupas convexas por ambos lados. Aquellas primeras lentes se empleaban en fruslerías y travesuras. Para ver de cerca los renacuajos, para inspeccionar imágenes sin suficiente detalle en revistas pornográficas, para encender fogatas en los campamentos y para despertar a otros chicos que tonta y desprevenidamente se habían quedado dormidos bajo el sol: la luz del sol concentrada por la lupa sobre un brazo desnudo terminaba con el sueño más profundo en pocos segundos.
Cuando hacia los diez años me aficioné a los fásmidos, o insectos palo, cobró importancia para mí tener lentes de mejor calidad. Me dediqué a criarlos. Su morada eran los frascos de conservas descartados por mi madre, que llenaba de hojas de alheña cortadas del seto del jardín. Los vendía a mis compañeros de clase a tres peniques cada uno. Pero a los insectos palo a menudo les aquejan raros problemas microscópicos. A veces no consiguen quitar de sus pies (al ser insectos, tienen seis) los cascarones de los huevos de los que salen. La microcirugía, con ayuda de una aguja de coser, unas pinzas de depilar y mi confiable lupa de diez aumentos resolvía el problema.
Luego me fui acercando a la madurez. Me dediqué a coleccionar estampillas postales y reuní una colección de varias lupas: una de forma cuadrada para ver los sellos enteros, una lupa de joyero que ajustaba a mi ojo para contar perforaciones y detectar errores de franqueo y un pesado implemento de vidrio que parecía un pisapapeles, pero que al pasarlo sobre una página de mi álbum me permitía exhibir mi colección agrandada ante cualquier curioso.
La óptica de precisión (que por lo general quería decir aparatos caros con sus consecuentes ruegos a los padres para procurarse fondos) atrajo mi interés cuando cumplí catorce, más o menos, y decidí que necesitaba un microscopio. Nunca sobraba el dinero, pero rebuscando en tiendas de segunda mano y mercadillos terminé por hacerme con unos cuantos (fabricados por compañías como Negretti & Zambra, Bausch & Lomb, Carl Zeiss), todos en preciosas cajas de madera con ranuras para colocar los distintos oculares, y otras más pequeñas para los objetivos. Recuerdo que en los cincuenta hubo una versión de la actual codicia de los píxeles, que orillaba a los jóvenes a discutir cuál de sus instrumentos era capaz del mayor aumento. Como lo que solíamos observar eran muestras de agua de los estanques para descubrir especímenes de Daphnia o de agua de mar para buscar los Amphioxus como astillas plateadas, y no teníamos ni conocimientos ni instrumentos para acercarnos más al mundo que los que nos legaran Galileo y Van Leewenhoek, no tenía mayor sentido buscar magnificaciones mayores a los trescientos aumentos. Me parece recordar que algunos de mis objetivos podían aumentar hasta mil veces, lo cual era inane dada mi torpeza de manos, que en un momento sacaban del campo visual lo que estuviera observando a una velocidad que parecía de cohete. Algunos adolescentes miembros del club de microscopía de la escuela presumían de haber visto sus propios espermatozoides, lo que entonces me pareció dudoso y repugnante al mismo tiempo y habría requerido un grado de magnificación considerable.
Entonces me compré una cámara. Empecé por una Brownie 127, con su lente Dakon de plástico, de apertura fija de f/14,1 un largo focal de 65 milímetros y un obturador con velocidad fija de 1/50 segundos. Llevaba los rollos expuestos de película a una pequeña farmacia en el pueblo de Dorset vecino a mi internado y el farmacéutico que revelaba y ampliaba mis fotos en blanco y negro me alentaba, porque encontraba cierto mérito en mi trabajo o, más probablemente, para animarme a comprar alguna de las cuatro o cinco cámaras que tenía a la venta. Terminé por ceder a sus elogios y le compré una cámara Voigtländer de 35 milímetros,2 decisión que me puso en el camino de adquirir al paso de los años una larga ristra de cámaras, todas para película de 35 milímetros, en su mayoría fabricadas inicialmente en Japón por compañías como Pentax, Minolta, Yashica, Olympus, Sony, Nikon y Canon.
Por fin un día, en 1989, en Hong Kong, donde a la sazón vivía, un joven vendedor cantonés me convenció de que lo que yo realmente necesitaba era una cámara de 35 milímetros poco ruidosa, compacta, confiable, superprecisa y muy resistente, adecuada para mi más bien impredecible vida de corresponsal extranjero itinerante. Una Leica M6 fue su recomendación, equipada con un objetivo notable, un cilindrito negro de robusta delicadeza (entonces ignorado por mí, pero ya legendario entre los conocedores): el excepcionalmente ligero y extraordinariamente rápido artilugio de aire, vidrio y aluminio conocido como el Summilux de 35 mm, f/1.4.
Tuve esa lente conmigo mientras trabajé como reportero para los diarios y revistas que me contrataban, durante más de un cuarto de siglo. Luego prestó sus servicios en un nuevo cuerpo Leica muy diferente, que adquirí mucho después. Terminé por sucumbir ante la insistencia de mis mejores pares y compré el sucesor natural de aquel objetivo, el Summilux de 35 mm, f/1.4 ASPH, que compensaba la aberración esférica con lo que se llama un “elemento flotante” –en la fecha en que escribo esto se lo considera quizá el mejor objetivo gran angular de propósito general en el mundo, y probablemente sea el ejemplo clásico más conocido de la óptica de alta precisión–.
Hay ciertas verdades inamovibles en el mundo de la hiperprecisión óptica, y una de ellas, por consenso casi universal, es que la calidad de los mejores objetivos Leica es y ha sido insuperable y que representan merecidamente el summum del arte óptico. Este progreso sostenido de un siglo empezó el...

Índice

  1. Prólogo
  2. I Estrellas, segundos, cilindros y vapor
  3. II Extremadamente plano e increíblemente próximo
  4. III Un arma en cada hogar, un reloj en cada cabaña
  5. IV En el umbral de un mundo más perfecto
  6. V La irresistible tentación de la carretera
  7. VI Precisión y peligro a diez kilómetros de altura
  8. VII Una estrella, un píxel
  9. VIII ¿Dónde estoy y qué hora es?
  10. IX Escurrirse más allá de las fronteras
  11. X La necesidad de buscar un equilibrio
  12. Epílogo. La medida de todas las cosas
  13. Agradecimientos
  14. Bibliografía