El mundo en vilo
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El mundo en vilo

La ilusión tras la Gran Guerra

  1. 288 páginas
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El mundo en vilo

La ilusión tras la Gran Guerra

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Es noviembre de 1918 y el mundo es un lugar asolado que debe reconstruirse: la guerra ha terminado y todo debe empezar de nuevo. Muchos proyectos ilusionantes surgen en el mundo occidental. Virginia Woolf intenta publicar en su pequeña editorial, Moina Michael reparte sus míticas remembrance poppies, la Bauhaus de Walter Gropius empieza a fraguarse y Harry Truman monta una tienda de camisaspara hombre en Kansas.La democracia, la ilusión artística y las ganas de emprender de nuevo la vida despuntaban, y Europa comenzaba a limpiar sus paisajes en ruinas. Lo que nadie sabía es que a ese final de la Gran Guerra lo acabaríamos llamando periodo de entreguerras, que este repunte de ilusión se vería truncado por otra contienda inimaginable para los habitantes del Occidente de 1918.

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Información

Editorial
Turner
Año
2020
ISBN
9788418428227
Categoría
Historia
iii
Revoluciones
En lugar de un pueblo fiel a sí mismo que crece con la tierra, [tenemos] un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe, un ser que se atiene exclusivamente a los hechos, sin tradición, que se presenta en masas informes y fluctuantes; persona sin religión, inteligente, improductiva, imbuida de una profunda aversión al campesinado –y a su forma superior, la nobleza rural–, persona que representa un paso gigantesco hacia lo inorgánico, hacia el fin.
oswald spengler, la decadencia
de occidente
, 1918
Se perdió el antiguo Edén
para mí, para ti, para él.
Nos tenemos que resignar
de nuevo en la mano la azada tomar
de nuevo la hierba levantar
de nuevo la tierra labrar
de nuevo sembrar y los caminos hollar
de nuevo las malas hierbas arrancar.
Solo así, con sudor y compromiso
nos será devuelto el Paraíso.
ratatöskr, “zukunft”, en simplicissimus,
24 de noviembre de 19184
En la tarde del domingo 10 de noviembre de 1918 cientos de cohetes de señalización estallan sobre Wilhelms­haven, llenando el cielo de estrellas rojas, verdes y blancas. En el puerto, los cañones de los cuarteles se suman con su estruendo y las sirenas de la ciudad hacen lo mismo con sus aullidos ensordecedores. El marinero Richard Stumpf deja lo que está haciendo para buscar refugio; todo aquello solo puede ser la señal de una alarma aérea o el anuncio de un ataque de la flota inglesa. Poco después, circula un rumor que tardará bastante en desmentirse: los fuegos artificiales celebran la unificación de todos los partidos comunistas del mundo en la Tercera Internacional y, con ella, la revolución mundial. En la pequeña ciudad del mar del Norte cunden la inseguridad y el miedo, hasta que una octavilla desmiente los rumores y tranquiliza a las tripulaciones y a los lugareños. Stumpf se hace con una y la lee con espanto. Se trata de las condiciones del armisticio, que aparentemente se han filtrado a la prensa antes incluso de la firma del acuerdo. Lleno de furia, grita: “De modo que así nos pagan la maldita fraternidad!”. Después, superado por sus emociones, se retira a un rincón.
Tras la explosión del último cohete y después de que las sirenas se vayan callando una a una regresa la calma a Wilhelms­haven. Pero dentro de Richard Stumpf se desata una tormenta. Le parece una locura someter a una nación industriosa e invicta a semejantes condiciones. Se siente como si le hubieran escupido en la cara. ¿Así se premia que los soldados de la Marina y los trabajadores de los astilleros hayan arriesgado su vida por poner fin a la guerra?
Desde marzo de 1918 Stumpf se encuentra destinado a bordo del SMS Wittelsbach en Wilhelmshaven. El barco lleva algún tiempo amarrado en puerto como buque de apoyo, como cuartel flotante. El servicio a bordo del SMS Wittelsbach consiste en maniobras absurdas y aburridas, demasiado tiempo libre y todo tipo de trabajos manuales como reparar galochas, que hacen pasar más rápido el tiempo y permiten a los marineros ganar algún dinero extra. En el otoño de 1918 Stumpf hace tiempo que ha dejado de creer que la victoria sea posible y ha adaptado sus oraciones matinales en consecuencia: ahora pide “paz, pan y suerte”. Desde principios de octubre circulan rumores acerca de las terribles pérdidas de la flota que alimentan la sospecha de que “los submarinos alemanes […] han perdido los colmillos”.
Ya entonces Stumpf se da cuenta de que muchos de sus compañeros están muy agitados después de cuatro años alternando un confinamiento soporífero y un peligro mortal. “La mayoría de mis compañeros están mal, muy mal, a más de uno se le ha llenado la cabeza de ideas bolcheviques”. ¿Alcanzaría su moral para la famosa batalla final de la que constantemente hablan sus superiores? Stumpf, en vista del “desánimo generalizado”, no lo cree. La idea de la derrota, no solo de la marina, sino de todo el Reich, le ronda la cabeza cada vez con más frecuencia: “¿Será posible que nuestra edad de oro se vaya a reducir a ese breve periodo entre 1870 y 1914?”.
Stumpf todavía apoya el orden político imperante. “No es que me hayan enseñado a amar a los Hohenzollern”, pero todavía algunas semanas antes del final de la guerra, Stumpf está convencido de que “las raíces de nuestra reputación y de toda nuestra fuerza se las debemos al imperio”. También su imagen del enemigo se alinea con la propaganda de guerra: “Si nos doblegamos ante esos plutócratas crueles del otro lado del canal y del océano y mandamos al káiser al infierno, me avergonzaré para siempre de ser alemán”.
No obstante, poco después hay señales claras de que el desa­liento de los soldados de la Marina puede llevarlos al motín. La guerra ha precipitado la crisis: una serie de unidades británicas y estadounidenses planeaban atacar el Heligoland alemán. En la prensa internacional, los aliados declaraban que, en caso de ser derrotados, los alemanes deberían entregar toda su flota. Para evitarlo, el 24 de octubre de 1918 el comando naval emitió la orden de realizar un último esfuerzo y lanzar todas las fuerzas navales alemanas contra el enemigo en una batalla decisiva. La superioridad de sus adversarios era tal que esta orden equivalía a sacrificar la flota al completo. ¿Podía servir aquello para algo más que para salvar el anticuado concepto de honor de algunos oficiales, al precio de enviar a una muerte segura a miles de hombres? Al llegar el momento en que las unidades de los puertos del Báltico debían zarpar, Kiel y Wilhelmshaven mostraron resistencia. Los primeros fueron los fogoneros, que abandonaron sus puestos o apagaron las enormes calderas de vapor de algunos de los buques. Las tripulaciones de otros barcos se quedaron en tierra, en lugar de presentarse en sus puestos tal y como se les había ordenado. Como si esto no fuera suficiente, se levantó una espesa niebla sobre el Báltico que hacía del todo imposible cualquier intento de zarpar.
Richard Stumpf se siente “profundamente apenado de que las cosas hayan podido llegar a esto”. Pero la pena no le impide alegrarse un poco de la desgracia ajena: “¿Donde ha quedado el poder de los orgullosos capitanes y de los ingenieros? Los fogoneros y los marineros, a quienes durante años se ha tratado como a perros, se dan cuenta por fin de que sin ellos no se puede hacer nada, absolutamente nada”. A bordo del SMS Thüringen la tripulación llega incluso a encerrar a sus oficiales. Nadie está ya dispuesto a arriesgar su vida en vano. Los mandos de la flota ordenan rodear el barco amotinado y lo apuntan con cañones. Se encarcela a trescientos hombres de la tripulación. Pero ni aun así se consigue que el SMS Thüringen participe en la última batalla naval.
El 7 de noviembre, cuando en Kiel ya han muerto varias personas, los actos aislados de rebeldía se convierten en una rebelión abierta. Los marineros abandonan en masa sus barcos para manifestarse en tierra. También Richard Stumpf saca su ropa de domingo y baja al puerto con sus compañeros. En la plaza de instrucción del cuartel se encuentra ya reunida una enorme multitud. Se improvisa una tribuna. Desde allí, espoleados por el aplauso de la muchedumbre que no deja de crecer, los marineros plantean exigencia tras exigencia. En un día como hoy, opina Stumpf, la masa llegaría a aplaudir si alguien propusiera ahorcar al káiser.
Los hombres se ponen en movimiento. La banda de los astilleros entona canciones y marchas para dar a su comitiva un mínimo de orden. Se les unen cada vez más soldados de otros barcos, atraídos por la música. No hay ningún tipo de estructura de mando, la multitud se deja guiar por un instinto borreguil. Frente a las puertas del cuartel se encuentran con un capitán de edad avanzada que empuña un revólver. Se pone frente al primer marinero que trata de atravesar la puerta, apuntándole. De inmediato le arrebatan el revólver y le quitan los galones. Se alzan vítores entre los marineros. Stumpf, por su parte, siente una admiración callada por el sentido del deber de su superior.
Entre los manifestantes todavía impera una cierta disciplina, pero cuanto más avanzan, más se calientan los ánimos. Silban con los dedos, importunan a las mujeres que encuentran a su paso, pronto aparecen las primeras banderas rojas. Stumpf no se siente orgulloso de marchar detrás de “estos zarrapastrosos”.
Se acerca el mediodía; los rebeldes empiezan a estar hambrientos. Se hace un silencio sepulcral mientras uno de los que lanzan arengas lee la misiva del almirante Krosigk. Las concesiones obtenidas por el consejo de soldados de Kiel se aplicarán también a partir de ahora en Wilhelmshaven: dejará de censurarse la correspondencia de los marineros, que gozarán de libertad de expresión y ya no tendrán que responder a sus superiores fuera de las horas de servicio. La multitud acoge el anuncio con vítores. En ese momento, un trabajador de los astilleros toma la palabra y exige, con voz quebrada, la proclamación inmediata de una república soviética. Sigue un aplauso mucho menos entusiasta que pronto se apaga. Entonces otro sugiere que, una vez satisfechas sus exigencias, los marineros regresen a sus puestos; la ocurrencia provoca grandes risas.
Los soldados y trabajadores se dispersan. No para regresar a sus puestos, sino cada uno hacia donde se le ocurre que encontrará algo de comer. “La revolución había vencido sin derramamiento de sangre”. Stumpf utiliza la palabra que lleva decenios atemorizando a los alemanes: revolución. Cierto, la revolución de Wilhelmshaven no fue el glorioso cortejo triunfal que Kautsky y Bebel vaticinaban y aquel puerto del mar del Norte a duras penas podía compararse con el San Petersburgo revolucionario. En lugar del proletariado, o así lo percibe Stumpf, aquí los vencedores son la mezquindad, la estupidez, la incertidumbre y la preocupación. Stumpf se muestra escéptico ante el cambio que ha presenciado, pero no puede negar que se ha dejado arrastrar por los acontecimientos de Wilhelmshaven y que eso lo ha cambiado. Stumpf es algo así como un revolucionario a su pesar, alguien que se ha unido a la revolución contra su propia convicción, una víctima de las circunstancias arrastrada por el curso de los acontecimientos: “Hoy tan solo soy dos días mayor y en ese tiempo se ha operado una transformación en mi interior que me hubiera parecido imposible. ¿De monárquico a republicano convencido? Ay, corazón mío, no te reconozco”. La revolución alemana va a necesitar partidarios más entusiastas, no solo para destronar a los Hohenzollern, sino para abordar la creación de un nuevo orden mediante la palabra y la persuasión.
Un dolor agudo atraviesa el hombro herido de Marina Yurlova cada vez que las ruedas del tren saltan sobre las deterioradas vías. Yace agotada junto a otros inválidos en un tren de pasajeros que va de Cheliábinsk, junto a los Urales, hacia las llanuras de Siberia occidental. Desde la ventana del vagón solo alcanza a ver bosques de coníferas, tan uniformes y tan vastos que da la impresión de que el tren no se mueve. Lo peor son las noches en el compartimento asfixiante, entre los ronquidos y gemidos de los hombres heridos, el traqueteo y los crujidos del tren en marcha, el olor a mugre y a sangre. Sus nuevos compañeros checoslovacos, que la liberaron de la prisión bolchevique de Kazán, han tomado el control de los dieciséis vagones del Transiberiano que arrastra la gigantesca locomotora. Los pasajeros son principalmente civiles y los soldados checos cuentan con armas, así que pueden decidir quién sube y quién debe bajarse y, por supuesto, a quién se le requisan los víveres preparados para el viaje.
Incluso en este entorno en el que no vive nadie, a miles de kilómetros de Petrogrado y Moscú, la guerra civil entre los bolcheviques y los blancos prosigue sin cuartel. Cuando el tren se detiene ante una sencilla cabaña de madera que hace las veces de estación, Marina ve una muchedumbre enfurecida. Mujeres y hombres con fusiles y azadas, palas y cuchillos tienen en jaque a dos agitadores bolcheviques que viajaban hacia el este. “¡Muerte al bolchevique!”, brama la multitud. Uno de los prisioneros, un fornido marinero rubio y muy alto, se muestra indiferente a todo. Con las manos en los bolsillos los observa construir junto a la estación un patíbulo que le está destinado. Cuando la soga está preparada, avanza hacia ella con paso tranquilo, examina el nudo corredizo, se saca las manos de los bolsillos y se lo coloca en torno al cuello. La muchedumbre queda en silencio. “¿Qué pasa, por qué no tiráis?”, les grita a los hombres que se habían presentado voluntarios como verdugos y que lo miran desconcertados. Por fin, varios de ellos salen de su asombro y alzan el nudo de un tirón. El hombre queda colgado en el aire mientras sus pies, suspendidos apenas unos centímetros sobre el suelo, se estremecen y parecen buscar apoyo. Con ambas manos aferra la soga que le rodea el cuello hasta que sus movimientos van deteniéndose. El segundo hombre se comporta exactamente como se podría esperar de un judío bolchevique, al menos de acuerdo con la teoría personal de Marina acerca de esa raza: se arroja al suelo ante sus verdugos, se aferra a sus pies y suplica piedad. Así se confirman los prejuicios que Marina comparte con muchos antirrevolucionarios y antisemitas, que creen que la revolución es una conspiración de los judíos que quieren conquistar el mundo entero a partir de Rusia y que es mala porque los judíos son malvados. Por tanto, Marina contempla sin rastro de compasión, quizá incluso con placer, cómo al poco el segundo hombre también cuelga inmóvil de la soga. El tren permanece en la pequeña estación durante todo el día y los dos ahorcados se balancean al viento frente a la ventanilla de Marina.
Durante aquellos días de noviembre el príncipe Guillermo se despierta al alba después de noches inquietas, desazonado por su incierto futuro y el de la dinastía de los Hohenzollern y el Reich alemán. Desde su infancia siempre fueron otros quienes le indicaban qué dirección tomar. ¿Y se supone que ahora debe tomar una decisión por sí mismo? ¿Ha llegado el momento para el cual le preparó la educación recibida desde su más temprana juventud, pero que siempre le pareció lejano? ¿El momento de gobernar por fin?
Ya el 7 de noviembre Guillermo pudo contemplar con sus propios ojos los presagios de una nueva era. De camino a una revista a las tropas, cerca de Givet, pasó junto a un tren lleno de soldados. Ahí fue donde por primera vez vio el símbolo de la revolución: la bandera roja. Desde las ventanillas rotas de los vagones salía el grito de batalla de la rebelión: “¡Luces fuera, cuchillos fuera!”.
Guillermo hizo detener el coche. Ordenó a los soldados que bajaran del tren. Varios centenares de hombres ataviados con uniformes andrajosos se plantaron ante él. “Un enorme suboficial bávaro, con actitud negligente, las manos profundamente metidas en los bolsillos, un verdadero ejemplo de insubordinación” se colocó justo delante del príncipe. Guillermo sacó pecho y ordenó al hombre con el tono marcial que había practicado en su juventud: “¡Firme, como un soldado alemán digno de ese nombre!”. Gracias a algún reflejo semiolvidado, el bávaro miró al frente y colocó las manos junto al cuerpo. Por un instante volvió el orden y un jovenzuelo condecorado con la Cruz de Hierro llegó incluso a disculparse por su compañero. Llevaban tres días de viaje sin avituallamiento. “Todos le queremos mucho, […] no sea malo con nosotros”. Conmovido, Guillermo aprovisionó a los casi revolucionarios con cigarrillos.
Al día siguiente, Guillermo rec...

Índice

  1. Prólogo. El núcleo del cometa
  2. I El principio del fin
  3. II Un día, una hora
  4. III Revoluciones
  5. IV Tierra soñada
  6. V Una paz engañosa
  7. VI El fin del principio
  8. Epílogo. La cola del cometa
  9. Reflexión
  10. Agradecimientos
  11. Bibliografía