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EL JUDAÍSMO AL INICIO DE NUESTRA ERA
Los dos pequeños reinos constituidos en Palestina después de los reinados de David y de Salomón fueron barridos, como es sabido, por la invasión asiria del siglo VIII el primero, el de Israel, y por la invasión babilonia de comienzos del siglo VI antes de nuestra era el segundo, el de Judá. En ambos casos, gran parte de la población judía superviviente fue deportada a Mesopotamia, donde pervivió. El regreso a Palestina, posible por el establecimiento de la dominación persa sobre todo el Próximo Oriente (fin del siglo VI a.n.e.), solo fue parcial, y Mesopotamia siguió siendo durante muchos siglos un centro muy activo de vida judía. El imperio de Alejandro, y luego el reino seleúcida, ofrecieron a partir de finales del siglo IV a los judíos que habían permanecido en Mesopotamia la ocasión de implantarse en Persia, al este, y en Siria y Anatolia, al oeste. En ese mismo tiempo, la monarquía de los Tolomeos facilitó la implantación en Egipto y en la Cirenaica de judíos palestinos. A causa de esto, cuando el Imperio parto se apoderó de Mesopotamia (170 a.n.e.), y cuando más tarde el Imperio romano se hubo anexionado toda la cuenca del Mediterráneo oriental (siglo I a.n.e.), estos dos grandes estados encontraron en sus territorios respectivos una diáspora judía muy importante que contaba con unos cuantos millones de miembros y continuaba su expansión en el interior del nuevo marco político así creado.
Esta diáspora, que había disfrutado desde hacía siglos de un estatuto privilegiado, tenía una organización local variable, pero sólida en todas partes, como correspondía a una minoría deseosa de guardar su particularismo. ¿Puede hablarse de «sinagogas» desde antes de nuestra era? Es probable, en la medida en que estas instituciones desempeñaban a un tiempo un papel de enseñanza y de jurisdicción, por no mencionar la tarea de representación de la comunidad ante las autoridades locales. Estas sinagogas contribuían fuertemente a preservar la cohesión del grupo judío, constantemente puesto de nuevo en presencia de la Torá. Pero, al mismo tiempo, las colonias de la diáspora mantenían un contacto permanente con la civilización de su entorno, tanto más por haber adoptado su lengua, en especial el arameo y el griego. La aparición de traducciones en arameo de libros de la Biblia hebrea desde antes de nuestra era (tárgumim fragmentarios hallados en Qumrán) es muestra de que no se entendía ya el hebreo en muchas sinagogas. Del mismo modo, la publicación de una traducción griega de esta recopilación, la de los Setenta, es testimonio de que el griego se había convertido en la lengua habitual en muchas de las sinagogas de la diáspora.
Las influencias de la civilización del entorno no se limitaban a la lengua. También un determinado número de ideas filosóficas o religiosas hallaba acogida en las comunidades de la diáspora. De este modo, el platonismo proporcionó a Filón de Alejandría categorías de pensamiento, y la exégesis alegórica practicada por la interpretación de Homero fue aplicada a las Sagradas Escrituras por el mismo Filón y por otros autores judíos alejandrinos. Asimismo, después de haber experimentado la influencia de la religión babilonia (relato de la Creación, temas astrológicos, etc.), el judaísmo mesopotámico adoptó cierto número de temas de la religión irania (dualismo, Juicio final, resurrección de los muertos, etc.), que reaparecerán poco antes de la era cristiana en Qumrán y entre los fariseos de Palestina. Por lo demás, diversos sincretismos hacían aparición en unos sitios y en otros en los márgenes de las sinagogas: uno de los casos más llamativos de este fenómeno es la asimilación por determinados judíos de Asia Menor del dios frigio Sabacio a Yahvé Sabaot a partir de finales del siglo II a.n.e.
A pesar de todos estos fenómenos, los judíos de la diáspora permanecían fieles a su herencia gracias a su apego al Templo de Jerusalén. Aceptaban pagar un impuesto para el sostenimiento de ese santuario único. Practicaban con celo la peregrinación con ocasión de las principales fiestas del calendario israelita. Algunos de entre ellos incluso venían a establecerse a Jerusalén, con la esperanza de ser enterrados allí y de estar así en primera fila cuando llegara la resurrección de los muertos. Se unía a ello la observancia de los mandamientos de la Ley mosaica, a pesar de todas las divergencias que existían en la interpretación de esta.
El judaísmo palestino, por su parte, no tenía la importancia numérica de la diáspora, pues no reunía a más de un millón de personas a comienzos de la era cristiana. No obstante, a diferencia de todos los grupos de la diáspora, este judaísmo era mayoritario en su provincia. Palestina contaba ciertamente con minorías importantes: los samaritanos, que ocupaban el centro de la provincia; los descendientes de los filisteos, helenizados en su mayoría, que seguían viviendo en las localidades de la costa mediterránea, de Rafia a Asdod; las ciudades de la Decápolis, ya relativamente antiguas, y las nuevas ciudades (Cesarea, Betsaida Julia, Séforis, Tiberiades), que tenían una población en parte judía, pero estaban habitadas sobre todo por colonos sirios, griegos y romanos. Pero los judíos eran con diferencia los más numerosos en la provincia, sobre todo desde que la dinastía asmonea hubo convertido por la fuerza a la población de Galilea (hacia 104-103 a.n.e.).
Nacida del levantamiento de los Macabeos contra la helenización impuesta por Antioco Epifanes (166-160 a.n.e.), esta dinastía había conseguido restablecer en Palestina un estado judío independiente por primera vez desde hacía cuatro siglos. Los soberanos asmoneos que se sucedieron hasta el 37 a.n.e. ejercieron casi todos la función de sumo sacerdote. Nada parecía, así pues, oponerse a la aplicación integral de la Ley mosaica como base del derecho. Pero esta exigencia de los judíos piadosos solo fue realizada de forma muy parcial y temporal, a causa de la atormentada historia política que conoció Palestina durante este periodo, y de la atracción creciente que sobre todos los judíos de la alta sociedad ejercía la civilización helenística. La llegada progresiva al poder de la dinastía herodiana, de origen idumeneo (63-37 a.n.e.), luego el establecimiento a partir del año 6 de nuestra era de la administración directa de Judea y de Samaria por Roma, volvieron caduca esta esperanza, aunque los tribunales judíos guardaran cierta autonomía.
Ante este doloroso fracaso, los medios más activos del judaísmo palestino adoptaron actitudes que pueden calificarse sin exageración de sectarias. El grupo más privilegiado era el de los saduceos, compuesto por familias sacerdotales que ejercían sus funciones en el Templo de Jerusalén. Este grupo muy conservador era no obstante el que estaba más abierto a las influencias helenísticas. A su modo de ver, la celebración regular del culto en el santuario elegido por Dios estaba en el centro de la Torá. Así pues, era esencial que los responsables del Templo y de su gestión permanecieran en relaciones estrechas con las autoridades políticas para que estas respetasen y protegiesen la vida del culto, incluidas las peregrinaciones. Los demás aspectos de la Ley eran comprendidos sobre todo como reglas rituales destinadas a preservar la pureza del pueblo con vistas al culto. La interpretación moral y social de los mandamientos apenas les parecía estar justificada. Por lo demás, los saduceos solo aceptaban parcialmente la autoridad de los escritos de los profetas y consideraban únicamente el Pentateuco como verdadera Escritura sagrada.
Frente a ese grupo imbuido de sus privilegios y satisfecho con una sociedad que no ponía en duda su riqueza fundada en el impuesto del Templo, cierto número de sacerdotes había protagonizado una secesión a partir del siglo II a.n.e. en circunstancias que no conocemos bien. Escandalizados por los abusos que comprobaban en la vida del Templo, por los apaños del alto clero con las autoridades políticas más diversas, por las concesiones hechas al espíritu de los tiempos, en especial en materia de calendario litúrgico, estos esenios se habían retirado al desierto y llevaban ahí una vida ascética de la que los hallazgos de Qumrán nos dan una idea mucho más precisa que lo que sabíamos hasta entonces. Organizados en una verdadera orden monástica que cumplía una disciplina rigurosa, obsesionados por la necesidad de preservar su pureza ritual, los esenios se negaban a asociarse al culto del Templo, que en su opinión se había vuelto ilegítimo, y consagraban todos sus esfuerzos a la meditación de las Escrituras, entre las que incluían los escritos de los profetas. El Maestro de Justicia, que había fundado este movimiento antes de finales del siglo II a.n.e. y había sido víctima de una brutal represión, le había legado una hermenéutica fundada en la actualización de los textos, una pasión por la apocalíptica y una teología muy influida por la religión irania. Aunque parece haber existido una especie de tercer orden esenio en las principales ciudades de Palestina, en particular en Jerusalén, dicho movimiento era fundamentalmente sectario y se aislaba de la masa de la población judía, a la que superaban sus especulaciones escatológicas y mesiánicas, y a la que repugnaba su austeridad. Con todo, su abundante producción literaria le aseguró una amplia irradiación, incluso en la diáspora.
En vez de refugiarse en un ritual impecable o en un rechazo intransigente de la institución sacerdotal empírica, como los saduceos y los esenios, los fariseos había optado por la transformación de una Ley social impracticable en una Ley moral propuesta a cada miembro del pueblo. Surgidos en Palestina antes de que acabara el siglo II a.n.e., los fariseos habían renunciado solo poco a poco a imponer la Ley de Moisés a toda la sociedad palestina. No conocemos bien su historia ni sus ideas anteriores a la ruina del Templo en el año 70 de nuestra era. Pero es claro que, al no poder dar a la Ley mosaica su lugar eminente en la organización de la sociedad, los fariseos se habían empeñado en hacer de la Torá una ley moral propuesta a cada judío preocupado por obedecer a la voluntad divina. Así pues, juntaban en «fraternidades» a las personas deseosas de conformar su vida a esa ley. Con este doble objetivo, hacían de los mandamientos una interpretación aplicable a la vida cotidiana de cada cual y concedían una importancia esencial a la retribución final y a la resurrección de los justos. Este gran esfuerzo de seriedad moral y ritual les valió una cierta admiración por parte de la masa de la población judía de Palestina. Pero implicaba un desdén muy elocuente hacia el «pueblo del país» (Am ha-arets), que según los fariseos descuidaba sus deberes religiosos y morales. Gente de ciudad, como los puritanos del siglo XVII, los fariseos despreciaban de buena gana a los campesinos, a los que veían encerrados en la superstición y el laxismo moral. En fin, también ellos tenían una actitud sectaria.
Por lo que hace a los zelotas, tenían con el resto de la población judía de Palestina las relaciones que toda organización terrorista mantiene con el medio en el que está inmersa. Estas personas que, a la manera del sacerdote Pinjas (Números 26, 6-13), ocupan el lugar de las autoridades claudicantes para eliminar por la violencia a los transgresores de la Ley, pretendían imponer al pueblo una observancia más completa de los mandamientos, al mismo tiempo que ganaban popularidad por sus actos de resistencia contra los romanos. Se los puede comparar a los grupos que, en los países islámicos, se esfuerzan por imponer la sharia como base del derecho. Destinados necesariamente al secreto y a una disciplina rigurosa para escapar a la represión, pensaban actuar en beneficio de todos, pero vivían forzosamente apartados, en círculos restringidos cuyos contactos con la masa del pueblo eran escasos.
En resumen: a comienzos del siglo I de nuestra era, el judaísmo palestino estaba dividido en grupos minoritarios animados por el deseo de dar a la Torá su verdadero sentido y otorgarle su verdadero lugar, pero en total desacuerdo unos con otros sobre la manera de llegar a hacerlo, y una inmensa mayoría, campesinos en gran parte, que vivía su pertenencia a la religión mosaica sin especiales problemas. Esta mayoría practicaba algunos de los mandamientos esenciales, incluida la costumbre de peregrinar al Templo con ocasión de alguna de las fiestas anuales. Evitaba los matrimonios con extranjeros, pero aceptaba con resignación una organización política y social que no tenía nada que ver con las reglas de la Torá. La vida cotidiana, con sus preocupaciones a menudo gravosas, apartaba a estas gentes sencillas de los sueños reformistas o apocalípticos de los grupos minoritarios, cuyo celo se irritaba e inquietaba ante tanta indiferencia. El «pueblo de Dios» obedecía con tal imperfección a la voluntad divina expresada en la Torá que había buenas razones para preocuparse por su futuro si persistía en provocar de esa manera la cólera del Juez Supremo1.
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JUAN EL BAUTISTA Y JESÚS DE NAZARET
La incapacidad de los grupos minoritarios para atraer por su senda a la masa del pueblo judío de Palestina no podía dejar de suscitar intentos de salvar la barrera que separaba a los primeros del segundo. Conocemos dos de estos empeños en el primer tercio del siglo I de nuestra era: los de Juan el Bautista y de Jesús.
Juan el Bautista solo nos es conocido por documentos muy incompletos: por una parte, un pasaje de las Antigüedades judías del historiador Flavio Josefo (XVIII, 5, 2), una obra terminada hacia 93-94 de nuestra era; por otra, unos cuantos pasajes del Nuevo Testamento. Se trata de seis pasajes comunes a los tres primeros evangelios1, tres pasajes comunes a Marcos y Mateo2, un pasaje común a Mateo y Lucas3, un pasaje exclusivo de Mateo4, dos pasajes exclusivos de Lucas5, cinco exclusivos de Juan6 y siete exclusivos de Hechos7. Estos relatos referidos a Juan el Bautista, palabras puestas en su boca y alusiones a su actividad, bastan para atestiguar la existencia y la importancia del personaje, incluso si dejan inmensas zonas en sombra, que tampoco aclaran los textos más tardíos.
Este Juan parece haber pertenecido a una familia sacerdotal de Judea. Nació unos cuantos años antes de nuestra era y se retiró al desierto en torno al año 25 de nuestra era para responder a una llamada de lo Alto y llevar una vida ascética. En circunstancias que se nos escapan, adquirió una reputación extraordinaria y atrajo al desierto de Judea a grandes muchedumbres, a las que se puso a anunciar la inminencia de la Visita de Dios a Israel. ¡Una perspectiva temible para un pueblo que descuidaba sus deberes y caía así bajo la cólera divina! Así pues, Juan llamaba a sus oyentes al arrepentimiento inmediato y les ofrecía, en prueba del perdón que Dios les garantizaba a cambio, un baño purificador en el Jordán. Este «bautismo», como decimos calcando el término griego baptisma, debía estar seguido por una reforma de la conducta de los que lo habían recibido. Incluso si esta conversión consistía para algunos en abrazar la vida ascética (Mc 2, 18 par.), a la inmensa mayoría de los que eran atraídos por Juan los llevaba a reanudar su vida social, familiar y profesional con un comportamiento en adelante ejemplar (Lc 3, 10-12). Todos estaban desde ese momento dispuestos a afrontar el Juicio final con la certeza de que recibirían el favor del perdón divino. La fractura espiritual en el seno de Israel había desaparecido, por tanto, a causa de la gracia ofrecida a todos por Dios. Juan el Bautista aparecía como el Profeta del fin de los tiempos, en quien algunos veían al Elías redivivo anunciado por el profeta Malaquías (Mal 3, 22-24).
Este mensajero intrépido de un Dios que venía a juzgar a su pueblo no dudó en enfrentarse a Herodes Antipas, el hijo de Herodes el Grande, al que los romanos habían concedido el principado de Galilea y de Perea (4 a.n.e.-39 n.e.). Este soberano acababa de desposar a su sobrina, que había sido hasta entonces la mujer de su hermano Herodes Boeto (y no de Filipo como por error dicen los evangelios), lo cual había suscitado la indignación de muchos judíos. Juan el Bautista se hizo portavoz de los adversarios de semejante matrimonio y su voz encontró un eco tal que el príncipe, inquieto por la popularidad creciente de este profeta incómodo, lo encerró en la fortaleza de Maqueronte, en Perea. Algún tiempo después, en circunstancias en torno a las cuales el evangelio de Marcos (6, 17-29) urde un relato más pintoresco que sólido, Juan fue ejecutado en prisión.
De creer a los evangelios, al profeta encarcelado le habían llegado los ecos de la actividad de Jesús y había enviado a un grupo de sus adeptos para saber a qué atenerse sobre el sentido de una predicación y de un comportamiento hacia los que sentía simpatía, pero que ...