El poder de la universidad en América Latina
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El poder de la universidad en América Latina

Un ensayo de sociología histórica

  1. 240 páginas
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El poder de la universidad en América Latina

Un ensayo de sociología histórica

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La divulgación de ideas como las que Adrián Acosta Silva ensaya en este libro de amplia revisión sociológica e histórica, es parte fundamental de las labores de la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe (UDUAL), donde el intercambio académico y la promoción del debate son piezas sustantivas, siendo un medio idóneo para ello las publicaciones de los investigadores de las universidades afiliadas, pues desde su fundación, como la red de educación superior más grande de América Latina y el Caribe, la UDUAL defiende, fortalece y promueve el ejercicio de la autonomía universitaria e impulsa la actividad académica promoviendo el análisis de las distintas realidades y problemáticas de la educación superior. Ensayando en torno a la fundación de las universidades más antiguas de América, Santo Domingo, San Marcos y la Universidad de México, el autor expone las implicaciones que trajo al nuevo perfil occidental esos nuevos espacios de movilidad social, de lógica de poder y de representación. El argumento general de este libro sostiene que, en el caso latinoamericano, el poder institucional universitario significa el poder autónomo de la universidad, y que dicho "poder autónomo" es la expresión de las relaciones de tensión y conflicto que guardan la legitimidad política y la representación social de las universidades en distintos contextos nacionales y locales.

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Información

Año
2021
ISBN
9786070310836
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology
SEGUNDA PARTE
ANTECEDENTES EUROPEOS E INVENCIONES AMERICANAS: LAS TRES ÉPOCAS DE LAS UNIVERSIDADES HISPANOAMERICANAS
Debemos distinguir entre la construcción
intelectual de Europa y lo que no es más que
veneno […]. La preservación de verdades,
el proceso de la historia, el desarrollo y decadencia
de un dogma son mucho más interesantes de lo
que se suele suponer.
EZRA POUND, Universidad
Tal vez la cuestión fundamental en torno a la indagación de los orígenes sociohistóricos de la universidad fue formulada claramente hace tiempo por el historiador Walter Rüegg en dos grandes preguntas de orden general: “¿cómo puede ser explicado el origen de la universidad? ¿Es el resultado de la sociedad en la cual existe o es un factor en la formación de la sociedad?”. Su hipótesis es que cualquier tipo de respuesta depende “del contexto de ciertas condiciones políticas” y del “tipo de discusiones en torno a la política de educación superior” (higher education policy) (Rüegg, 2003: 9).
Esas preguntas e hipótesis están en el corazón del análisis y debates de la sociología histórica sobre el origen de las instituciones, su problematización y conceptualización, así como las relaciones instituciones-sociedad.1 Para el caso de la universidad, las dificultades, limitaciones e implicaciones de ese debate acompañan también su tratamiento analítico como objeto de estudio y comparación. Con el propósito práctico de clarificar la “naturaleza” social o institucional de la universidad, se asumirá aquí que el contexto de la organización, las reglas y actores principales de la construcción institucional de la universidad constituyen la base de su “poder” social; en otras palabras, que desde sus orígenes europeos, la universidad es una institución socialmente construida, no la encarnación de un “ideal” o de un modelo preconcebido, diseñado e instrumentado de manera deliberada y calculada. Desde esta óptica (la universidad como una construcción social), su papel en la configuración del orden social en sentido amplio asume papeles cambiantes, conflictivos y contradictorios a lo largo de su historia (Bonvecchio, 1991; Brunner y Flisfich, 2014; Haskins, 1965; Habermas, 1987). Pero esos papeles asumen también, en el contexto colonial-español de América Latina, el carácter de una “invención” política, de una institución creada en otros contextos sociales que se intenta trasplantar, adoptar o adaptar a las condiciones de nuevos territorios y poblaciones, bajo el supuesto de que su funcionamiento sería similar o parecido al que ocurría en el viejo continente.
LAS PRIMERAS UNIVERSIDADES EUROPEAS
Hace casi nueve siglos aparecieron en Europa las primeras formaciones universitarias. Sus antecedentes históricos son confusos, pues según algunos autores, los primeros modelos de estudios generales se inspiraron vagamente tanto de las experiencias de la Academia de Platón y del Liceo de Aristóteles (siglo IV), como de los “estudios supremos” organizados por el Ministerio de Ceremoniales de la China Imperial de la dinastía Hao (123 ac-220 DC), y de las Madrazas, los privilegiados establecimientos de altos estudios de las ciencias islámicas, donde el Imperio otomano concentraba la “apropiación de los saberes” que hizo durante el ciclo de su expansión en territorios de Grecia, Persia y la India, entre los siglos VII y VIII (Chaparro, 2010; Janousch, 2010; Malpica, 2010; Samsó, 2010).
Según los registros historiográficos, en Bolonia surgió la que puede considerarse la primera institución que se denomina a sí misma como universitas, es decir, como un espacio organizado de distintos saberes en un mismo lugar, por personas que ejercen el mismo oficio. En ello, las primeras universidades se corresponden con lo que ocurría en otros campos de la vida social medieval: era una asociación, una corporación, un gremio de maestros, uno de alumnos, que ejercían una actividad específica (la enseñanza, el aprendizaje), bajo reglas específicas y con funciones determinadas. Como consortium o comunitas, las primeras universidades europeas pretendían asegurar cierto monopolio sobre la acumulación y transmisión de los saberes de la época, organizados en un cuerpo docente, la selección de los alumnos, la definición de contenidos y métodos pedagógicos, la acumulación de libros, la creación de bibliotecas especializadas.2
Universitas magistorum et scholarium refiere Alfonso X, en Las partidas, a las primeras formaciones universitarias. Ahí se reunirían tanto los “Estudios generales” fundados por papas, emperadores o reyes, con los “Estudios particulares”, creados a iniciativa de órdenes religiosas, prelados y concejos. Dichos “Estudios” habían funcionado de manera separada desde la baja Edad Media en Europa, se practicaban en monasterios y en catedrales ubicadas en las poblaciones más importantes de las distintas arquidiócesis. En ambos casos, “el estudio” o “la universidad” se definen como “ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes” (Mitre, 2016: 251).
Desde sus inicios, la universidad fue tanto una construcción social como una invención política. Como institución social, la universidad reúne por primera vez en un mismo lugar conocimientos y prácticas que son transmitidos de maestros a alumnos, también reproduce en sus estructuras jerarquías específicas, organizadas, reconocidas, legítimas. Como invención política, la universidad articula el saber en una forma específica de poder, una relación entre los que saben y los que no, lo que legitima a un nivel más general formas específicas de dominación: gobernantes/gobernados. En ambos casos, como institución social y como invención política, la universidad se constituirá como un espacio organizado del poder social, que reclamará con el paso del tiempo un poder autónomo, autogobernado y autoorganizado, alejándose a veces de sus inicios heterónomos con la Iglesia o con el Estado, acercándose en ocasiones a la subordinación con poderes externos a la universidad.
Dicho proceso conducirá a la creación del fenómeno que Durkheim denominará para instituciones, como la escuela, un espacio institucionalizado de “representación colectiva” de creencias, de prácticas, valores y normas que imprimirán un sentido de cohesión, de pertenencia e identidad a las formaciones universitarias.
LA UNIVERSIDAD MEDIEVAL
La universidad, en cierto sentido, es un misterio medieval. “Misterio” no en el sentido metafísico o especulativo del término, sino en su sentido sociológico. Para decirlo en palabras de Elster (2007), el “sentido” de la fundación de la universidad es un acontecimiento que requiere ser explicado por la relación de los hechos que lo hacen posible, tratando de identificar los mecanismos causales que producen determinados comportamientos sociales. En un orden social, dominado por la configuración del poder basado en valores como la obediencia y emociones como el temor, la constitución de un núcleo de pensamiento racional, autónomo, institucionalmente organizado, es un acontecimiento extraño, paradójico, contradictorio. No es gratuito que las primeras reflexiones modernas en relación con la universidad contemporánea partan de su asociación con la historia medieval. La primera frase del clásico ensayo de Haskins acerca del ascenso de las universidades modernas, publicado originalmente en 1923, es que las “universidades, como las catedrales y el parlamento, son un producto de la Edad Media” (Haskins, 1965: 1).
En el siglo XII, Europa era una constelación heterogénea de reinos, principados y territorios que coexistían conflictivamente, enfrentados a veces, aliados en otros, en tensión casi siempre. Los resabios del Imperio bizantino, así como la constitución de los Estados árabes, conformaban el contexto histórico y sociopolítico de los reinos cristiano-francos de la Europa central y occidental. Los mil años de la época medieval (del siglo V al XV, con su clásica distinción entre la “baja” y la “alta” Edad Media) se caracterizaron por el lento pero persistente orden compartido por la religión y la política, es decir, entre la Iglesia, aunado a lo que hoy denominaríamos, con algunas licencias conceptuales, como el Estado. En esa época, se trataba de dos instancias, una junto a la otra, pero no estaban confrontadas, sino que aparecían, por el contrario, como complementarias, aunque, como veremos más adelante, se subrayaba el “poder espiritual” sobre el “poder terrenal”. En palabras del papa Gelasio I, en carta dirigida a Augusto Emperador a principios del siglo XI, el reconocimiento de la importancia de la clerecía (el poder divino) sobre el poder terrenal era necesario para construir una noción de unidad en la Europa medieval:
Son dos las instancias que gobiernan este mundo: la sagrada autoridad de los obispos y el poder de los reyes. Pero, de ellos, es tanto mayor el peso del sacerdocio, porque en el juicio divino él debe rendir cuentas también por los reyes de los hombres (citado por Miethke, 1993: 14).
En ese contexto de reclamo de la superioridad de la Iglesia católica sobre el Estado, o del poder divino sobre el poder terrenal, las ideas políticas de la Edad Media se asentaron en un contexto de búsqueda de la unidad, de un orden compartido encabezado por una autoridad bifronte (Iglesia/Monarquía). Papas y reyes, obispos y príncipes, sacerdotes y miembros de las cortes, establecieron relaciones de autoridad y obediencia sobre comunidades compuestas por campesinos, artesanos y comerciantes que habitaban los diversos pueblos y primeras ciudades que constituían la Europa medieval.
La obsesión por la cohesión política de los poderes civiles, económicos y eclesiásticos de la naciente Europa occidental se concentraba en lo que se ha denominado la “lucha de las investiduras”, es decir, la organización y legitimidad de los símbolos, procedimientos e interpretaciones correctas en torno a las ceremonias de investiduras de reyes, obispos y papas. Bajo el pontificado de Gregorio VII, se desarrolló el surgimiento de la “literatura política” en torno al orden y al poder.
Por primera vez se hacía un examen científico de los conceptos en que se apoyaba el sistema hierocrático: la fuente de la autoridad, su esencia, su alcance y sus limitaciones; el concepto de ley, de derecho, de autoridad para dictar leyes y también su alcance (Ullman, 2013: 83).
Aquí se encuentra la base de las fuertes tradiciones jurisprudenciales de universidades como Bolonia. El establecimiento de un canon, un patrón único, a la vez que generalizado, de cómo proceder en las ceremonias de investidura constituyó un modo de legitimación poderoso de las élites reales y eclesiásticas medievales.
Reyes y obispos colaboraron: el oficiar las ceremonias fue una de las prerrogativas del episcopado más celosamente defendidas. Cada gesto, cada símbolo y cada oración tenían un significado conciso y exacto, y los oficios de las coronaciones son a veces más reveladores que muchos tratados que han sido y son objetos de largos estudios (ibid.: 83).
La multiplicación de los monasterios, las iglesias y las catedrales representaron la base material de la expansión del poder de la Iglesia católica, que permitieron la organización práctica, así como la penetración de ese poder en territorios específicos. Las cruzadas que impulsaron papas y reyes, con el fin de combatir a los imperios musulmanes para recuperar o instaurar un orden católico y real, fueron uno de los componentes de violencia, de guerra, que acompañaron la configuración de un nuevo orden político, económico y social en el continente. Pero la base ideológica, o espiritual, de la Iglesia, también de la monarquía, surgió asociada estrechamente con aquella red de monasterios y principados: la rápida expansión de una importante red de escuelas monásticas, episcopales y municipales en el siglo XI, que continuó hasta comienzos del XII (Rabade, 1996: 9).
Esas escuelas, dedicadas básicamente a la difusión de los textos bíblicos, a sus interpretaciones “correctas” (es decir, canónicas), la elaboración de libros (naturalmente manuscritos, realizados por los escribas), la formación de clérigos y algunos funcionarios seculares, se constituyeron como la base material y cultural de las 80 universidades europeas que surgirían a lo largo de los siglos XII al XV (Verger, 2003: 62-64).3 Antes de 1300 se fundaron en el continente europeo 44 universidades “en las que se forja un tipo especial de individuo dotado de cierta uniformidad: el homo scholasticus, distinto del obrero manual” (Mitre, op. cit.: 253). Sin embargo, como bien señala Miethke (op. cit.), esas universidades no surgieron “de golpe como consecuencia de deliberados actos de fundación, sino en el curso de un largo y complicado proceso”, como subproducto de la constitución de un “núcleo institucionalmente poderoso del que podía surgir una universidad” (ibid.: 50-51).
Ese núcleo comenzaba con la constitución de un profesorado reconocido, con autoridad y prestigio intelectual en diversas disciplinas, orientadas a la difusión, la reproducción de los saberes que legitimaban las autoridades tanto eclesiástica como civil. Antes de la “invención” de la universidad, esos profesores desarrollaron el “método escolástico” –o sea, la “ciencia de los libros”–, o los primeros manuales de derecho romano, de derecho canónico, que fueron elaborados, organizados también por profesores que no enseñaban en Bolonia ni en París, pero cuyos métodos, más sus contenidos, marcaron de manera sustancial el surgimiento de esas universidades. La regla de oro del método escolástico (ratio, auctoritas y experientia, razón, autoridad y experiencia) constituyó la base de la creación de los primeros cursos universitarios de Bolonia, París, Oxford o Salamanca.4
La apertura de las primeras universidades europeas tuvo como base la formulación de “ciencias directrices” plenamente reconocidas en el siglo XIII: el derecho canónico, la doctrina de la jerarquía y el poder de los teólogos, así como el papel de los artistas a través de la recepción de los escritos de Aristóteles, esto último expresado en la creación de las facultades de Artes, primero en París y más tarde en Oxford (Haskins, 1965). Las universidades comenzaron a funcionar como una “federación de escuelas” (Artes, Derecho, Teología, Medicina), que establecían calendarios escolares administrados regularmente por órdenes religiosas y civiles (Rabade, op. cit.: 27).
Desde sus orígenes, las primeras instituciones universitarias gozaron de privilegios corporativos. Autonomía jurisdiccional, derecho de huelga y de secesión, así como el monopolio de la concesión de los grados universitarios, se convirtieron en parte de los privilegios tempranamente institucionalizados por parte de las universidades europeas. Asimismo, la Licencia docenti (permiso para enseñar) se destacó como un instrumento legal de legitimación universitaria, una herramienta de diferenciación de las escuelas catedralicias, los seminarios y colegios eclesiásticos, también como el reconocimiento de las nuevas instituciones en el orden político, intelectual y administrativo de las universidades en la Edad Media (Le Goff, 2016: 279).
Al ser los universitarios “hombres de oficio especial”, dedicados a la lectura de libros, así como a la formación de nuevos universitarios, en procesos que duraban en promedio seis años en las facultades de Artes, Derecho, Medicina o Teología, que tenían como requisito “una edad mínima de treinta y cinco años para obtener el Doctorado”, el problema de la subsistencia, de la manutención de los estudiantes y profesores, se convertía en un problema delicado. En el siglo XII se introdujo el principio de la gratuidad de la enseñanza (que se derivó de los Concilios de Letrán de 1179 y de 1215), mediante el cual se admitió, en el curso del siglo XIII, que los universitarios merecían una remuneración justificada no tanto que vendedores de ciencia (ya que como ésta sólo pertenece a Dios no puede ser vendida), sino en tanto que trabajadores. De este modo, la subsistencia de los estudiantes, que son también clérigos, consiguió apoyos mediante salarios pagados por los poderes públicos o por las prebendas y beneficios concedidos por la propia Iglesia (Le Goff, op, cit.: 281). Ello explica el surgimiento y rápida consolidación “de una inteligencia que proporciona una parte notable de los altos funcionarios de la Iglesia y los poderes públicos, una élite intelectual asociada al poder que contribuye en gran medida a conferir al siglo XIII su madurez, su equilibrio” (ibidem).
La organización práctica de los nuevos establecimientos universitarios se basa en dos grandes principios o ejes articuladores: la enseñanza libresca y el método escolástico. Los libros, las bibliotecas, se convirtieron en instrumentos y espacios esenciales de la formación de los estudiantes. Es también el método de enseñanza el complemento de esa cultura libresca universitaria. El método consideraba cuatro “momentos”: lectio (lectura de un texto), questio (identificación de algún problema derivado de la lectura), la disputatio (la discusión del tema o problema) y la determinatio (la solución del problema como una decisión intelectual). Ese método se consolidaba con la elaboración de textos canónicos para las distintas disciplinas, libros de carácter enciclopédico general, únicos, obligatorios para los estudiantes universitarios de las distintas escuelas y facultades (ibid.: 281-282).5
Esas primeras universidades nacieron en las ciudades o burgos, donde “la enseñanza y el saber pasaron de los monasterios –señoríos eclesiásticos– a las ...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Título
  4. Derechos de autor
  5. Presentación
  6. Agradecimientos
  7. Prólogo
  8. Introducción
  9. Primera Parte. Apuntes Sobre la Sociología Histórica de Las Universidades en América Latina y el Caribe
  10. Segunda parte. Antecedentes Europeos e Invenciones Americanas: Las Tres Épocas de las Universidades Hispanoamericanas
  11. Epílogo: El Largo Plazo y La Sociología Histórica Universitaria Latinoamericana
  12. Referencias
  13. Anexo I. Cronología de fundación de universidades en América Latina y el Caribe
  14. Anexo II. Cronología de colegios, institutos y universidades hispanoamericanas durante el siglo xix y primera mitad del siglo xx (1812-1944)