1. Sociedades «amayéuticas». Jóvenes desorientados con las mismas necesidades que los adultos: todos partiendo de una razón reducida
Los análisis sociológicos suelen ser bastante pesimistas cuando hablan de jóvenes, ahora y siempre. Ello es debido, principalmente, al cariz crítico de todo análisis que pone el foco en lo que es susceptible de mejora, lo cual presupone una deficiencia que hay que corregir. Esto no quiere decir que realmente la sociedad sea tal y como la describen, sino que no se han alcanzado los ideales soñados. Mi intención no es presentar, pues, un panorama sombrío de nuestros estudiantes; en primer lugar, porque no creo que sea tal y, en segundo lugar, porque poco importa: la experiencia de Dios se da siempre en la realidad, sea cual sea esta, ya sea circunstancialmente mala o buena.
No es que las personas que llegan a la universidad carezcan de fe o no, sino que la cuestión les es ajena. Quizá este sea uno de los rasgos más distintivos de la posmodernidad. No hay un combate ideológico ni un enfrentamiento de cosmovisiones distintas. Simplemente, el vivir se ha convertido en un vivir en lo contingente, donde las preguntas han quedado ahogadas por una sucesión constante y vertiginosa de múltiples opciones de vida aparentemente buena. Los estudiantes viven con una razón reducida, modelo de razón que es mayoritario en nuestra sociedad, como en general vivimos todos. Dicha razón se caracteriza por la preferencia por el saber técnico frente a otros tipos de saberes. En consecuencia, la universidad ha quedado supeditada al servicio de un progreso técnico que se concibe a sí mismo como autosuficiente y con categoría de valor moral –posición desde la que se juzga el resto de saberes–, pero que, en realidad, ha marginado aspectos fundamentales para el desarrollo del hombre. Nuestros alumnos ya no nos solicitan que contribuyamos a reflexionar sobre la ontología de la realidad y lo que la configura, sino que nos preguntan cómo pueden hacer un uso productivo de ella. La presión por la productividad y el éxito profesional que anida en sus expectativas o en las de sus padres –tal y como compruebo en las charlas que doy de presentación del grado del que soy responsable– ha tenido como consecuencia que se obvien en el aula las preguntas que sustentan el saber, desgajando lo aprendido de su pertinencia, de su bien y de su servicio al hombre; ni lo quieren ni lo esperan.
A la mayoría de los alumnos el pensamiento católico se les antoja como incapaz de proponer nada que no sea estrictamente religioso –quedando, además, lo religioso circunscrito a lo moral y, a lo sumo, con una vaga espiritualidad sin anclajes en la realidad–, y mucho menos que tenga algo que decir sobre lo que estudian. No es que las definiciones del catolicismo no les valgan, sino que se le niega a este la categoría de definidor. De ahí el empeño del pensamiento dominante de caricaturizarlo como contrario a la razón, de sobredimensionar sus errores y obviar sus aciertos y, por supuesto, de arrinconar su papel fundamental en la construcción de los ideales y principios que rigen nuestra cultura, como si Europa, como si la Revolución francesa, como si la Ilustración fueran algo creado ex nihilo, ajeno al sustrato de pensamiento católico en el que se sustentan, amén de ser un proyecto fracasado que ha dado lugar a este tiempo nuevo en el que estamos inmersos. La religión católica es arrinconada al ámbito de lo privado, lo cual implica deslegitimar su capacidad de influencia en la sociedad o en la opinión pública, que, por otro lado, se otorga al primero que pasa, tenga capacidad de ello o no.
Pero, en realidad, necesitamos saber por qué y para qué hacemos las cosas que hacemos antes de hacerlas; necesitamos aspirar a la verdad y al bien, a pesar de las dificultades intelectuales que ello implica. Lo que estamos afirmando es que, si renunciamos a la metafísica por la facticidad (al ser de las cosas por su uso), estamos reduciendo la vida a lo mero realizado, quedando fuera lo no dominado por el hombre; es decir, la cuestión que otorga sentido a la acción. Llevado al ámbito de la comunicación, una de mis disciplinas, por ejemplo, la pregunta de por qué y para qué comunicamos carece entonces de sentido: solo importa la eficiencia y la técnica para comunicar mejor en función de nuestros objetivos. Se eleva así la técnica por encima de la sabiduría, se ensalza el futuro –construido por el hombre– y se minusvalora el porvenir que nos es dado; se encierra la historia en el propio hombre y se le levanta sobre un altar al que adorar. Solo importa el vivir. Y luego surge la frustración cuando ese futuro vivido no se asemeja a lo que habíamos proyectado, como si la vida toda estuviera en nuestras manos, como si la vida tuviera que darnos cuentas por salirse de nuestro ideal, como si el hombre pudiera y debiera controlarlo todo.
Para superar esta reducción necesitamos ampliar las formas de conocer en nuestras asignaturas. La aprehensión de la realidad por parte del hombre se hace desde múltiples vías, no solo empíricas. La victoria del modelo científico como única forma de conocer ha tenido como consecuencia que lo que en el pasado se entendía como irracional –identificada la racionalidad con dicho modelo científico– ha pasado a ser concebido hoy como irreal. Pero lo que nos enseña el saber es que aquello sobre lo que pensamos determina el modo en que debe ser pensado. Un cuadro necesita de la experiencia estética, fruto de una inteligencia que le es propia –como apuntamos al inicio de este documento–; el acontecimiento religioso, de la inteligencia religiosa; el amor, del juicio afectivo-emocional. Nunca una enseñanza será completa si no se incluyen las distintas perspectivas en su saber. Y la religiosa es una de ellas, tan necesaria como otras, porque habla de lo más importante: habla del ser humano. De la misma manera sucede con la educación en la familia. Una enseñanza a los hijos en la que no haya ni estética, ni ética, ni religión, ni educación afectiva es una enseñanza tan pobre que solo puede dar como resultado un hijo mutilado: un hijo al que le han cercenado la posibilidad de abrirse a la totalidad de la experiencia de la vida.
La universidad española, arrasada también por la razón reducida, al intentar establecer un único método comprensivo –especialmente dañino para el campo de las humanidades–, ha sido copartícipe de la reducción de la razón de sus alumnos. Una razón a la que le resulta extraña todo lo que no se acople a esa forma predeterminada de conocer. Por eso se le escapan las preguntas de fondo y todo lo que tiene que ver con la vocación de sentido. Porque no encuentra el método adecuado con el que afrontarlo. Ya ni siquiera los estudiantes lo demandan. No se espera. Y habrá también quien afirme que la universidad no es el lugar para ello. Se olvidan, pensando así, las razones por las que nacieron las universidades, el objetivo comprensivo que les daba sentido. La consecuencia es que la valoración de la vida se está realizando desde métodos inadecuados. Es como si quisiéramos descubrir la belleza de un paisaje solo por la clasificación botánica del mismo.
Que los alumnos no expliciten sus preguntas no quiere decir que no las tengan, sino que estas no afloran porque están ahogadas, somnolientas frente a tanta oferta cautivadora. Tampoco significa que no haya curiosidad o voluntad de aprender. Más bien es que el motor que impulsa a ello está averiado. Pero solo hay que agitar un poco interiormente para que emerja esta urgencia por el comprender que permite a la razón alcanzar el estatus que le corresponde: ese que tiene que ver con las preguntas por la propia vida, su sentido y su bien. El problema es que el desafío a la razón hoy está en riesgo por el miedo a reconocer la falta de capacidad para asentar las propias convicciones.
Nuestra primera misión, en consecuencia, es volver a poner en el centro de los jóvenes la pregunta; y que despierte de su letargo una razón que puede mucho más de lo que se le ha exigido hasta ahora. En el mismo momento en que esto sucede brotan como un torrente cientos de preguntas latentes que permiten una construcción no alienada de la propia identidad. Ya no solo interesa el saber práctico e inmediato. Pero para ello hay que tratar a todos los alumnos como adultos que son; tal y como se merecen. No es cierto que a los alumnos no les importen las cosas o que vivan encerrados en sus burbujas tecnológicas y de ocio. No más que nosotros. El problema es que están desconcertados y con razón. Se les pide conquistar el mundo y a la vez se les critica que no sean dóciles; se les promete la felicidad y se les presenta un futuro incierto; se les dice que siendo menores pueden abortar, pero no votar, tener relaciones sexuales a su antojo, pero que casarse es para más adelante; se les equipara en interés mediático Cincuenta sombras de Grey y El Quijote; se les atosiga con una vida hedonista y se les critica que busquen el reconocimiento en redes sociales; se les incita a consumir y se les humilla porque se mueven detrás de las marcas; se les anima a luchar por sus sueños y se les minusvalora que existan dificultades que les impidan cumplirlos; en definitiva, se les pide que construyan un pensamiento propio y a la vez se les niegan todas las evidencias con las que se sustentan los conceptos para construirlo.
La deconstrucción de la modernidad se ha quedado a mitad de camino y les ha atrapado de lleno. Se han destruido las raíces, pero hemos sido incapaces de construirlas de nuevo. El mundo se les presenta como una menestra ideológica en la que es posible mezclarlo todo, porque ya no se sabe qué significa realmente nada: ni lo que es bueno ni malo, ni lo que es mejor ni peor, ni lo que vale la pena ni lo que no, ni lo que es verdadero ni falso: todo adquiere un mismo estatus de validez. Y así es lógico que vivan desorientados.
El sapere aude de la Ilustración ahora sería más bien atrévete a preguntarte. No cualquier cosa, sino aquello que permite distinguir entre tanta confusión; lo que se corresponde con nuestra naturaleza humana, que desea la felicidad para sí misma; lo que pone el acento en hacernos más plenamente conscientes de nuestra condición creada. Porque las preguntas encierran ya de por sí una voluntad de saber. Si me pregunto algo, es porque espero obtener respuesta sobre aquello que me pregunto. La pregunta no es solo un poner en duda, sino un reconocer que puede haber una respuesta mejor que me ayude a comprender mi realidad. Así lo entendía san Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio cuando afirmaba: «La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta […] Solo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso» (FR 29). También el hermano Roger, fundador de la comunidad de Taizé, lo expresaba con una hermosa reflexión: «¿Presientes en ti, aunque fugaz, la callada espera de una presencia? Esa sencilla espera, ese simple deseo de Dios, es ya el comienzo de la fe». La callada espera de una presencia, el deseo de Dios, es también la pregunta que brota del corazón del hombre que espera respuesta. Y si esa pregunta versa sobre la trascendencia, implica ya el comienzo de la fe o al menos el comienzo de una razón religiosa que abre la posibilidad a que la realidad sea mucho más amplia y atractiva de lo que a primera vista podría deducirse.
La sociedad contemporánea reclama libertad de expresión, pero, como denunciaba el filósofo Emilio Lledó, lo que debería reclamar es libertad de pensamiento. ¿De qué sirve poder expresarse si aquello que se expresa carece de valor? Servirá como símbolo de tolerancia y como manifestación de cierta libertad, pero nada más. Esta crisis de pensamiento, esta falta de preguntas, esta carencia de toma de conciencia sobre la somnolencia intelectual, sobre el adocenamiento mediático y cultural al que estamos sometidos, reduce al hombre a ser mero espectador de su vida y no protagonista de la misma.
Por eso no hay que tener miedo a despertar preguntas en nuestros alumnos, sean creyentes, agnósticos o ateos. Porque el camino de su reconocimiento pleno, el camino para descubrir la grandeza de su deseo –que se encierra en su corazón–, el camino para ser sinceros con ellos mismos, nace de confrontar su razón con la realidad que les ponemos delante. La respuesta podrá ser la creencia, el agnosticismo o el ateísmo. Dependerá de tener un método adecuado para enjuiciar, de su libertad y de la gracia. Por eso es insuficiente, e incluso diría que equivocado, estar todo el día ofreciéndoles respuestas, que es lo que hace la religión cuando se anquilosa en ideología. Es como ofrecer agua al que no tiene sed.
Lo que me encuentro en los alumnos que llegan a la universidad es que vienen creyéndose totalmente saciados. Se les ha hablado tanto, se les han dicho tantas cosas, han podido ver tanto, de todo, tantas veces, que parecen estar pensando: «¿Qué me van a contar ahora? ¿Qué pueden ofrecerme que sea nuevo?». Para que puedan comprender por ellos mismos deben darse sus propias respuestas sobre lo que les enseñamos. Deben sentirse provocados para así comprobar por ellos mismos si las hipótesis de vida que les planteamos son verdaderas o no. Es una tarea urgente. Un imperativo moral al que estamos llamados los adultos, ya sea como padres o como profesores. Esto no quiere decir que no haya que enseñar contenidos, sino que los contenidos que deben aprender para dominar las materias deben presentarse con una orientación nueva. Lo que se modifica no es tanto la materia cuanto el sentido de dicha materia, la interpretación que hacemos de la misma, a qué apuntamos con ella, qué objetivo buscamos. Y no es otro que una formación mucho más completa y verdadera. La novedad es que se les abre un campo inmenso de preguntas a tra...