El agente secreto
eBook - ePub

El agente secreto

  1. 314 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El agente secreto

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el 7 de julio de 2005 apareció descrito hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo, y otra, que la humanidad no avanza, sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias. Al final, lo que Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una "humanidad siempre tan trágicamente dispuesta a la autodestrucción".

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a El agente secreto de Joseph Conrad en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Clásicos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2021
ISBN
9786074570410
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Capítulo XII



Winnie Verloc, la viuda del señor Verloc, la hermana del difunto y leal Stevie (quien volara en pedazos en estado de inocencia y en la convicción de estar acometiendo una empresa humanitaria) no corrió más allá de la puerta del salón. En realidad se había alejado del simple goteo de la sangre, pero ése fue un movimiento de instintiva repulsión. Y allí se había detenido con los ojos fijos y la cabeza baja. Como si hubiera corrido durante largos años a través del pequeño salón, la señora Verloc, junto a la puerta, era una persona muy distinta de la mujer que había estado apoyada sobre el sofá, la cabeza un poco ida, pero por otro lado libre para disfrutar la profunda calma de su ocio e irresponsabilidad.
La señora Verloc ya no sentía vértigos. Su cabeza estaba firme. Por otra parte, ya no estaba tranquila; tenía miedo. Si evitaba mirar en dirección a su marido yacente, no era porque le temiese; el señor Verloc no tenía un aspecto terrible. Se lo veía cómodo. Además, estaba muerto. La señora Verloc no abrigaba vanas ilusiones en cuanto a la muerte; nada trae de vuelta a los muertos, ni el amor ni el odio. Ellos no pueden hacer nada a nadie. Son nada. Su estado mental estaba teñido de una especie de austero desdén por ese hombre que se había dejado matar tan fácilmente. Había sido el amo de una casa, el marido de una mujer y el asesino de su Stevie. Y ahora no tenía ningún valor ni en uno ni en otro sentido. Tenía menos importancia práctica que las ropas que vestía, que su abrigo, que sus botas... que ese sombrero tirado en el suelo. No era nada. No era digno de que nadie lo mirase. Ya no era el asesino del pobre Stevie. El único asesino que habría en el cuarto cuando la gente viniese a ver al señor Verloc sería... ¡ella misma!
Sus manos temblaban tanto que por dos veces falló en su intento de reacomodar el velo. La señora Verloc ya no era una persona lenta e irresponsable. Tenía miedo. La cuchillada al señor Verloc había sido nada más que un golpe, un golpe que la relevó de la agonía acorralada de gritos estrangulados en su garganta, de lágrimas disecadas en sus ojos calientes, de la enloquecedora e indignante furia ante el atroz papel desempeñado por ese hombre —que ahora era menos que nada— al robarle a su muchacho. Había sido un golpe oscuramente preparado. La sangre goteando sobre el piso, desde el mango del cuchillo, lo había convertido en un muy común caso de asesinato. La señora Verloc, que siempre se cuidaba de mirar hondo en las cosas, se veía compelida a mirar en el propio fondo de este asunto. No vio ni una cara obsesiva, ni una sombra vituperante, ni una imagen de remordimiento, ninguna clase de concepción ideal. Vio allí un objeto. Ese objeto era la horca. La señora Verloc tenía miedo de la horca. Le tenía un terror ideal. Nunca había puesto sus ojos en ese último argumento de la justicia de los hombres, excepto en láminas ilustrativas de cierto tipo de cuentos, y primero la vio erguida contra un fondo negro y tormentoso, rodeada de cadenas y huesos humanos, circundada por pájaros que picoteaban los ojos de los hombres muertos.
Esto era bastante terrorífico, pero la señora Verloc, aunque no era una mujer muy instruida, tenía conocimiento suficiente de las instituciones de su país como para saber que las horcas no se erigen ya, románticamente, en las riberas de ríos pantanosos o en llanuras barridas por los vientos, sino en los patios de las prisiones. Allí dentro, entre cuatro paredes altas, como en un hoyo, a la caída del sol, el asesino era llevado para su ejecución, en medio de una horrible quietud y, como siempre dicen los periodistas en los diarios, “en presencia de las autoridades”. Con los ojos fijos en el piso, las ventanas de la nariz trémulas de angustia y vergüenza, se imaginó sola entre un grupo de caballeros extraños, con sombreros de copa que, muy tranquilos, procedían a colgarla del cuello. ¡Eso... nunca! ¡Nunca! ¿Y cómo lo hacían? La imposibilidad de imaginar los detalles de esa silenciosa ejecución agregaba algo enloquecedor a su terror abstracto. Los diarios nunca daban más que un solo detalle, pero ese único, se colocaba siempre, con cierta afectación, al final de una magra nota. La señora Verloc recordaba su índole. Llegaba a su cabeza con un cruel y ardiente dolor, como si las palabras “se le dio una caída de catorce pies” hubiesen sido marcadas en su cerebro con una aguja al rojo vivo. “Se le dio una caída de catorce pies.”
Estas palabras también la afectaban físicamente. Su garganta se convulsionó en oleadas de resistencia al estrangulamiento; y la impresión del tirón fue tan vívida que se tomó la cabeza con ambas manos como para salvarla de caer de sus hombros. “Se le dio una caída de catorce pies.” ¡No! eso no debía ocurrir nunca. No podía soportar eso. Incluso el solo pensamiento era insoportable. No toleraba pensar en eso. Por ello la señora Verloc tomó la resolución de ir de inmediato a arrojarse al río desde uno de los puentes.
Esta vez logró acomodar su velo. Con la cara como enmascarada, toda de negro de la cabeza a los pies, a no ser por las flores de su sombrero, miró de modo mecánico el reloj. Pensó que debía haberse parado. No podía creer que hubieran pasado sólo dos minutos desde la última vez que lo mirara. Por supuesto que no; debía haberse parado. En rigor, habían pasado tres únicos minutos desde que liberara el primer, profundo, aliviado suspiro después de la cuchillada hasta el momento en que tomara la decisión de arrojarse en el Támesis.
Pero ella no podía creerlo. Creía haber oído o leído que todos los relojes siempre se paran en el momento de un crimen para ruina del asesino. Pero no le importaba. “Al puente... y después abajo”... Sin embargo, sus movimientos eran despaciosos. Se arrastró con esfuerzo a través del negocio y tuvo que sostenerse en el picaporte antes de encontrar la fortaleza necesaria para abrir la puerta. La calle la aterraba, ya que podía conducirla tanto a la horca como al río. Tropezó con el escalón de la entrada y cayó con la cabeza hacia adelante, los brazos abiertos, como una persona que cae por encima del parapeto de un puente. Esta entrada en el mundo abierto tuvo el gusto anticipado del ahogo; una humedad viscosa la envolvía, invadía su nariz, se adhería a su pelo. No estaba lloviendo, pero cada lámpara de gas tenía un pequeño halo amarillento de bruma. El carro y los caballos habían desaparecido y en la calle negra la vidriera de la casa de comidas para carreros, con las cortinas corridas, ponía un remiendo de sucia luz sanguinolenta brillando muy cerca de la calle.
La señora Verloc, arrastrándose con penuria hacia ese resplandor, pensó que era una mujer sin amigos. Era cierto. Tan cierto era que, en un vehemente deseo de ver una cara amistosa, no pudo pensar en nadie más que en la señora Neale, la sirvienta. No tenía relaciones; nadie iba a extrañar su sociedad. No hay que pensar que la viuda de Verloc hubiera olvidado a su madre. No era así. Winnie había sido una buena hija porque había sido una devota hermana. Su madre siempre se había apoyado en ella. No podía esperar ni consuelo ni consejo maternos. Ahora que Stevie estaba muerto, el nexo parecía roto. No podía enfrentar a la vieja mujer con el horrible relato. Además, era demasiado lejos. El río era su destino en ese momento. La señora Verloc trató de olvidar a su madre.
Cada paso le costaba un esfuerzo de voluntad que parecía ser el último posible. La señora Verloc se había arrastrado hasta más allá del brillo de la vidriera. “Al puente... y después abajo” se repetía con fiera obstinación.
Extendió la mano justo a tiempo para afirmarse contra un farol. “No llegaré antes de la mañana”, pensó. El miedo a la muerte paralizaba sus esfuerzos por escapar de la horca. Le parecía que se había estado arrastrando por esa calle durante horas. “No llegaré nunca”, pensó. “Ellos me encontrarán vagando por las calles. “Es demasiado lejos.” Siguió apoyada, jadeante bajo su velo negro. “Se le dio una caída de catorce pies.”
Empujó lejos de sí el farol, con violencia, y se encontró caminando. Pero otra ola de debilidad la superó como un inmenso mar, llevándole el corazón lejos del pecho.
—No voy a llegar nunca —murmuró, detenida de pronto, oscilando en el mismo lugar donde estaba parada—. Nunca.
Y al comprobar la imposibilidad absoluta de caminar hasta el más cercano de los puentes, la señora Verloc pensó en un viaje al exterior. Se le ocurrió de repente. Los asesinos se escapan. Se escapan al extranjero. España o California. Meros nombres. El vasto mundo creado para la gloria del hombre era sólo un vasto blanco para la señora Verloc. No sabía qué camino elegir. Los asesinos tienen amigos, relaciones, gente que los ayude... tienen conocimientos. Ella no tenía nada. Era la más solitaria de las asesinas que alguna vez asestaran una puñalada mortal. Estaba sola en Londres: y toda la ciudad de maravillas y lodo, con su laberinto de calles y su masa de luces, estaba sumida en una noche sin esperanza, reposando en el fondo de un negro abismo del que ninguna mujer sin ayuda podía pensar en salir.
Se inclinó hacia adelante y dio un nuevo paso ciego, con un horrendo temor de caer; pero al cabo de unos pocos pasos, inesperadamente, sintió una sensación de apoyo, de seguridad. Levantó la cabeza y vio la cara de un hombre espiando muy cerca de su velo. El camarada Ossipon no le temía a las mujeres extrañas y ningún sentimiento de falsas delicadezas podía evitarle estrechar relaciones con una mujer aparentemente muy alcoholizada. El camarada Ossipon se interesaba por las mujeres. Tomó a ésta entre sus grandes manos, atisbando de un modo sistemático, hasta que la oyó decir con voz débil:
—¡Señor Ossipon!
Ossipon estuvo a punto de dejarla caer al suelo.
—¡Señora Verloc! —exclamó—. ¡Usted aquí!
Le parecía imposible que esa mujer hubiera estado tomando.
Pero uno nunca sabe. No averiguó ese asunto; pero atento a no desalentar al destino gentil que le traía a la viuda del camarada Verloc, trató de atraerla hacia su pecho. Para su asombro, ella se avino con facilidad e incluso se apoyó en su brazo por un momento antes de intentar soltarse.
El camarada Ossipon no quería ser brusco con el destino gentil. Y retiró el brazo de un modo natural.
—Me ha reconocido —balbuceó ella, parada ante él, bastante firme sobre sus piernas.
—Por supuesto que sí —dijo Ossipon con perfecta prontitud—. Temí que se cayera. Pensé mucho en usted últimamente como para no reconocerla en cualquier lugar, en cualquier momento. Siempre he pensado en usted... desde la primera vez que la vi.
La señora Verloc parecía no oír.
—¿Iba para la tienda? —preguntó, nerviosa.
—Sí; de inmediato —contestó Ossipon—, tan pronto como leí el diario.
En realidad, el camarada Ossipon había estado remoloneando por un buen par de horas en las cercanías de Brett Strett, incapaz de preparar su mente para dar un paso definido. El robusto anarquista no era precisamente un audaz conquistador. Recordó que la señora Verloc nunca había respondido a sus miradas ni siquiera con el más leve signo de aliento. Además, pensó que el negocio debía estar vigilado por la policía y el camarada Ossipon no quería que la policía se formara una idea exagerada de sus simpatías revolucionarias. Ni siquiera ahora sabía con precisión qué hacer. En comparación con sus usuales especulaciones amatorias, éste era un compromiso importante y serio. Ignoraba cuánto había de por medio y hasta dónde tendría que llegar para obtener lo que hubiese que obtener... suponiendo que hubiera alguna probabilidad. Estas perplejidades, al contener su júbilo, impartían a su tono una sobriedad muy acorde con las circunstancias.
—¿Puedo preguntarle adónde va? —inquirió con voz suave.
—¡No me lo pregunte! —gritó la señora Verloc con un estremecimiento de violencia sofocada. Toda su fuerte vitalidad retrocedía ante la idea de la muerte—. No interesa adónde iba...
Ossipon dedujo que ella estaba muy excitada pero perfectamente sobria. Se había quedado silenciosa a su lado por un momento y luego, de repente, hizo algo que él jamás hubiera esperado: deslizó la mano bajo su brazo. El hombre se espantó del acto en sí, por cierto, pero mucho más, también, por el palpable carácter resuelto de ese movimiento.
Pero como ése era un asunto delicado, el camarada Ossipon procedió con delicadeza. Se contentó con oprimir esa mano levemente contra su robusto flanco. Al mismo tiempo se sintió impulsado hacia adelante y cedió al impulso. En la punta de Brett Street, comprendió que lo dirigían hacia la izquierda. Se sometió.
El frutero de la esquina había apagado la gloria brillante de sus naranjas y limones y Brett Place era todo negrura, negrura entremezclada con los halos neblinosos de unos pocos faroles que definían su forma de triángulo en un racimo de tres lámparas ubicado por encima de una luz central. Las siluetas oscuras del hombre y la mujer se deslizaron lentas, el brazo en el brazo, a lo largo de las paredes, con un aspecto de amantes sin hogar, en medio de la noche miserable.
—¿Qué diría usted si yo le asegurara que estaba yendo en su busca? —preguntó la señora Verloc, apretando con fuerza el brazo del hombre.
—Le diría que no pudo haber encontrado alguien más dispuesto a ayudarla en sus dificultades —contestó Ossipon, con la idea de estar haciendo un tremendo progreso. En realidad, el progreso de ese delicado asunto casi le estaba quitando el aliento.
—¡En mis dificultades! —repitió con lentitud la señora Verloc. —Sí.
—¿Y usted sabe cuáles son mis dificultades? —susurró ella con extraña intensidad.
—Diez minutos después de ver el diario de la noche —explicó con ardor Ossipon— me encontré con un tipo al que usted debe haber visto una o dos veces en el negocio, quizás, y tuve con él una charla que no dejó ninguna duda en mi cabeza. Luego me vine para aquí, preguntándome si usted... Estoy loco por usted más allá de las palabras, desde que puse los ojos en su cara —exclamó como si fuera incapaz de dominar sus sentimientos.
El camarada Ossipon estimaba correctamente que no había mujer que fuese capaz de total incredulidad ante semejante declaración. Pero no sabía que la señora Verloc aceptaba esas palabras con toda la fiereza que el instinto de conservación pone en las manos crispadas de alguien que se ahoga. Para la viuda de Verloc el robusto anarquista era como un radiante mensajero de vida. Caminaron lentos, acompasados.
—Así lo pensé —murmuró la señora Verloc, con débil voz. —Lo leyó en mis ojos —sugirió Ossipon, lleno de seguridad. —Sí —exhaló ella hacia su oído.
—Un amor como el mío no puede estar oculto para una
mujer como usted —prosiguió, tratando de no prestar atención a consideraciones materiales como el valor del movimiento del negocio y la cantidad de dinero que el señor Verloc podía haber dejado en el banco. Se aplicó al aspecto sentimental del caso. En lo hondo de su corazón estaba un poco sorprendido por el éxito logrado. Verloc había sido un buen tipo y por cierto que un marido muy decente, al menos en lo que uno puede apreciar. Sin embargo, el camarada Ossipon no iba a oponerse a su propia suerte por el recuerdo de un hombre muerto. En forma resuelta suprimió sus simpatías por el fantasma del camarada Verloc y prosiguió:
—No podía ocultarlo. Estaba demasiado lleno de usted. Diría que usted no podía dejar de verlo; pero yo no podía adivinar. Usted estaba siempre tan distante...
—¿Qué otra cosa esperó? —prorrumpió la señora Verloc—. Yo era una mujer respetable... —Hizo una pausa y luego agregó, como si hablara consigo misma, cargada de siniestro resentimiento—... hasta que él me convirtió en lo que soy.
Ossipon dejó pasar eso y retomó su curso.
—Él nunca me pareció ser digno de usted —comenzó, arrojando a los vientos su lealtad—. Usted se merecía un destino mejor.
La señora Verloc lo interrumpió con amargura:
—¡Un destino mejor! Me robó siete años de vida.
—Usted parecía estar tan contenta de vivir con él —Ossipon
trataba de justificar la indiferencia de su conducta pasada—. Eso es lo que me hacía ser tímido. Parecía que usted lo amaba. Estaba sorprendido y... celoso —agregó.
—¡Amarlo!— estalló la señora Verloc en un susurro lleno de desprecio y de ira—. ¡Amarlo! Fui una buena esposa para él. Yo soy una mujer respetable. ¡Usted pensó que yo lo amaba! ¡Lo pensó! Mire, Tom...
El sonido de ese nombre hizo estremecer de orgullo al camarada Ossipon. Porque su nombre era Alexander y lo llamaban Tom tan sólo los más familiares de sus íntimos. Era un nombre de amistad, de momentos de expansión. No tenía idea de que ella lo hubiese escuchado alguna vez. Era claro que no sólo lo había escuchado, sino que también lo había atesorado en su memoria —o tal vez en su corazón.
—¡Mire, Tom! Yo era muy joven. Estaba cansada. Deshecha. Tenía dos personas que dependían de lo que yo pudiese hacer y eso significaba que no podía dedicarme a otra cosa. Dos personas: mi madre y el chico. Él era mucho más mío que de mi madre. Me pasé noches y noches con él en la falda, solos en el cuarto de arriba, cuando yo no tenía más que ocho años. Y después... Era mío, le aseguro... Usted no puede entender eso. Ningún hombre puede entenderlo. ¿Qué iba a hacer? Había un muchacho...
El recuerdo del romance fugaz con el joven carnicero sobrevivía, durable, como la imagen de un ideal entrevisto en ese corazón debilitado por el temor a la horca y lleno del rechazo de la muerte.
—Ése era el hombre que yo amaba —continuó la viuda de Verloc—. Supongo que él lo podía leer en mis ojos, también. Veinticinco chelines por semana, y su padre amenazó con echarlo del negocio si era tan loco como para casarse con una chica que tenía sobre sí la responsabilidad de una madre lisiada y un loco idiota. Pero él quiso dejarlo todo por mí, hasta que una noche encontré el coraje de cerrarle la puerta en las narices. ¡Veinticinco chelines por semana! Y había otro hombre... un buen huésped. ¿Qué puede hacer una muchacha? ¿Podía haberme ido a andar por las calles? Me parecía bueno. Me deseaba, de todos modos. ¿Qué iba a hacer yo con mi madre y ese pobre chico? ¿Eh? Me dijo que sí. Parecía de buen corazón, tenía la mano abierta, tenía dinero, jamás dijo nada. Siete años, siete años siendo una buena esposa para él, el gentil, el bueno, el generoso, el... Y él me amaba. Oh, sí. Me amaba hasta tal punto que a veces yo deseaba... Siete años. Siete años de ser mujer para él. ¿Y sabe usted qué era ese querido amigo de ustedes? ¿Sabe qué era?... ¡Era un demonio!
La sobrehumana vehemencia de esa declaración susurrada aturdió por completo al camarada Ossipon. Winnie Verloc, dando media vuelta, lo agarró de los brazos y lo enfrentó, bajo la niebla que caía, en la negrura y soledad de Brett Place, en la que todo sonido parecía perdido en un pozo triangular de asfalto y ladrillos, de casas ciegas y piedras insensibles.
—No; no sabía —declaró con una especie de fofa estupidez, cuyo aspecto cómico se perdía para esa mujer obsesionada por el miedo a la horca—. Pero ahora lo sé. Yo... yo comprendo —tartamudeó el hombre, mientras su razón especulaba sobre el tipo de atrocidades que Verloc podía haber practicado tras la soñolienta y plácida apariencia de su situaci...

Índice

  1. Nota del autor
  2. ·
  3. Capítulo I
  4. Capítulo II
  5. Capítulo III
  6. Capítulo IV
  7. Capítulo V
  8. Capítulo VI
  9. Capítulo VII
  10. Capítulo VIII
  11. Capítulo IX
  12. Capítulo X
  13. Capítulo XI
  14. Capítulo XII
  15. Capítulo XIII