UNA ANCIANA TRISTE.
ENCUENTRO CON ADULTOS MAYORES
Ponte en pie ante una cabeza blanca y honra a la persona del anciano (Lv 19,32).
La hermana Catalina nos recibió con mucha amabilidad en el vestíbulo de la residencia de ancianos pobres que regentaba. Nos dio un paseo por las instalaciones y, finalmente, conversó un rato con nosotros en una pequeña pero elegante sala de espera mientras nos ofrecía un refresco de naranja.
Nos comentó que la residencia de ancianos se levantó hacía más de sesenta años gracias a la generosidad de mucha gente de la ciudad, pues no había entonces un lugar adecuado en el barrio para atender a los ancianos más pobres. Manifestó su preocupación por la dificultad económica que tenía la residencia para mantenerse, pues hacía poco perdieron la subvención pública que recibía.
Pareciera que el tiempo no había pasado en la residencia. Todo estaba muy limpio y ordenado, con un olor a lejía y jabón azul. La decoración de los espacios no se había renovado en años y las imágenes de los santos que colgaban en los pasillos tenían un pálido color amarillo.
La hermana llevaba unos quince años dirigiendo la residencia con la ayuda de seis hermanas más, quince trabajadores y un buen número de voluntarios. Habla de los ancianitos con mucho cariño y se le humedecen los ojos cuando recuerda alguna anécdota que le sucedió en su largo tiempo de servicio:
–Los ancianos son como los niños. Necesitan mucho afecto para mantenerse con ganas de vivir. Saben que les queda poco tiempo de vida y se aferran a sus recuerdos, a sus familiares y a sus rutinas diarias.
Le pedimos si fuera posible tener una entrevista personal con algún anciano para conocer de cerca su historia y su realidad actual. Nos interesaba especialmente conectar con alguien que hubiera sufrido la experiencia del desamparo y la marginación. Sabíamos que era una petición muy especial y necesitábamos de la ayuda de la hermana Catalina. Con mucha diligencia se adelantó a contarnos:
–Cada anciano tiene su propia realidad personal, consecuencia de las experiencias que ha vivido. En nuestra residencia, todos los ancianos son muy pobres y están aquí porque se quedaron solos y nadie los podía cuidar. También tenemos a ancianos muy enfermos que necesitan un cuidado especializado. Y es que la familia de hoy ha cambiado mucho. Antes se atendía a los ancianos en casa, pero ahora son considerados una carga, y la familia que puede los interna en una residencia. Hace unos meses, alguien abandonó a un anciano tullido en la puerta de casa. No se le podía dejar abandonado como un animal.
–¡Qué fuerte, hermana! –exclamó Adriano–. ¿Cómo hay gente tan malvada? ¡Abandonar a un anciano como un perro!
–Pues sí, jovencito –replicó la monja–. Hay personas muy miserables que tienen el corazón de hielo. Dios ya se lo tendrá en cuenta en el día del juicio. Pero centrémonos... Antes de visitar a Luisa les contaré un poco el modo en que llegó a la residencia. La encontramos abandonada en el catre de una vivienda precaria de un suburbio a las afueras de la ciudad. Estaba muy demacrada y desprendía un fuerte olor a orín y suciedad por no haberse bañado en semanas. Una vecina la visitaba periódicamente para llevarle un plato de sopa y, de paso, limpiaba un poco su pequeño hogar. Investigamos si tenía familia, pero nos decía que estaba sola en la vida, que sus padres habían muerto hace muchos años en el pueblo y solo se aferraba a la memoria de su hijo, cuya foto lucía en una pared de la casa. Nos costó mucho convencerla para que viniera a la residencia, pero ahora está muy contenta aquí y ha recuperado las ganas de vivir. ¿Queréis ir a verla y conversar un rato con ella? Es muy amable y cariñosa.
Comentábamos entre nosotros cómo era posible que una persona hubiera sobrevivido en estas condiciones de vida tan duras e injustas. Y, por otro lado, nos alegrábamos de que existieran personas como Catalina que se consagraban al cuidado de los más pobres.
Luisa estaba sentada en la sala de estar y asomada a la ventana, mirando lo que pasaba en la calle mientras agarraba fuertemente un rosario regalado por las religiosas de la residencia.
–Buenos días, doña Luisa, le traigo a unos jóvenes estudiantes que desean pasar un rato con usted. Son muy simpáticos y seguro que pasa una tarde agradable con ellos.
La anciana movió su cabeza, nos escudriñó con una mirada profunda y tendió ante nosotros sus manos arrugadas a modo de bienvenida.
–¡Qué jóvenes! Dios bendiga a los jóvenes como vosotros y gracias por esta visita. Siempre es agradable conversar con personas jóvenes llenas de vida.
Maria, como era la más decidida del grupo, decidió romper el hielo:
–Doña Luisa, le hemos traído un regalo que seguro le gustará mucho. Es un pañuelo bordado para que pueda lucir en el cuello. ¡Mire qué bonito es!
El pañuelo bordado de colores generó una corriente de simpatía en el grupo. Maria se apresuró a decir a Luisa cuál era el motivo de la visita:
–Doña Luisa, estamos recogiendo historias de personas como usted que han vivido tanto y que ahora, gracias a Dios, están muy cuidadas por personas buenas como Catalina y las monjitas de la residencia. Sabemos que tuvo una vida muy difícil, y nos gustaría saber cómo llegó aquí, a la residencia.
En realidad, Luisa no era muy mayor. Debía de tener unos 70 años, pero aparentaba más de 80. Contó a los muchachos que creció en un pueblo de montaña y que le gustaba ir a la escuela y ayudar a sus padres en los trabajos de la granja:
–Era muy guapa, y por eso los chicos del pueblo me cortejaban constantemente. Por esas locuras de la juventud me enamoré de un mozo de un pueblo vecino y quedé embarazada a los 16 años; así que tuve que asumir la responsabilidad de criar un bebé sufriendo el abandono del padre. Como muchos jóvenes tuve que emigrar a la ciudad para salir adelante, porque en el pueblo no había posibilidades de progreso. Mis padres me apoyaron en esta decisión, pero me tenía que ir sola, porque ellos no podían dejar la granja.
–Los primeros años fueron muy duros. Como no tenía estudios tuve que trabajar en el servicio doméstico y dejar al niño con una vecina que me lo cuidaba. Pero estaba contenta porque tenía trabajo y podía salir adelante.
Maria interrumpió el relato:
–¿Y no intentó rehacer su vida con otro muchacho?, era muy joven todavía.
Luisa prosiguió con su historia:
–¡Claro que sí! Tuve una relación q...