He atravesado el mar
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He atravesado el mar

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Este libro no es el resultado de una investigación. Son las conclusiones de un observador. No se trata de un manual de gestión universitaria. Es el itinerario de un rector joven que, a los 33 años, asumió la dirección de una universidad en Colombia y que se propuso navegar el mar, sin otra provisión más que su propia piel. No se trata de una construcción dogmática. Son las reflexiones que se fueron construyendo cada semana, conforme el periódico El Mundo iba publicando así, como cuando un padre alimenta a su hijo, cucharada tras cucharada, las reflexiones del joven rector, que como él mismo lo siente, más que un escritor de libros es un columnista. ¿Qué son? ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van las universidades? Son las preguntas fundamentales del libro. No tiene un orden para leerse, se puede iniciar desde el capítulo que se quiera y terminar donde se quiera, da igual: su orden no altera su propósito, que no es otro que intentar atravesar el mar. El prólogo lo ha elaborado Carlos Raúl Yepes Jiménez, un generoso humanista, expresidente de Bancolombia, amigo cercano del autor, cuya respuesta generosa no se hizo esperar. Como consecuencia, contamos con una breve, pero muy profunda presentación de quien quiso atravesar el mar con el autor, con la misma piel, con la propia humanidad."

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Información

Año
2020
ISBN
9789587823103
Categoría
Pedagogía

PARTE I. ¿DE DÓNDE VENIMOS?

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De la universidad “moderna” a la “original”

Hay un santo maravilloso en la historia de la Iglesia católica, Santo Tomás de Aquino. Cuando oímos hablar de este santo, la palabra que primero se nos viene a la mente es: profesor. Pero al mismo tiempo, el santo es denominado el Doctor Común de la Iglesia. Profesor y doctor tienen un sentido en común y un mismo propósito. Doctor viene del latín Docens, que quiere decir ‘el que enseña’, por lo tanto, la docencia, ya desde el Medioevo, es el acontecer de los profesores y los doctores. La universidad medieval es profundamente inspiradora. Cuando se revisa el origen de esta institución, quizás el principal problema es intentar comparar las universidades actuales con las de entonces, pues se desconoce el periodo en que nacen. Sin embargo, quiero hacer hincapié en los grandes aciertos de la universidad de la Edad Media que en gran parte se han venido desfigurando y perdiendo.
Entre la necesidad social y eclesial, nació la universidad en un contexto en que el Imperio romano venía en declive, lo que deterioraba su sistema educativo. Este fue un periodo de la historia de grandes construcciones, desarrollos artísticos y arquitectónicos, experiencias en términos de logística producidas por la urgencia de atender las guerras. La administración misma nació como una experiencia para manejar los recursos del Imperio para su beneficio. En tal contexto, la Iglesia tomó fuerza y asumió el manejo de las instituciones para garantizar la estabilidad social que no podía, no quería o no lograba el gobierno de la época.
A partir del siglo VI, con la aparición de los primeros monasterios, en general benedictinos, se empezaron a organizar los territorios, las cadenas de sostenibilidad provenientes de la agricultura, el desarrollo del arte, la escritura y la culinaria. En los monasterios se empezaron a producir textos, las primeras Biblias, selectas traducciones, y los escritos provenientes de la patrística, además, se comenzó a responder a la urgente necesidad de aprender a leer y escribir. De manera que el origen de la universidad se dio a partir de estos factores, con el propósito de transmitir el conocimiento como fuente de valor frente a las exigencias siempre cambiantes del mundo.
Con la conquista del norte de África y el sur de España por parte del islam, las reflexiones de algunos árabes, en particular de Avicena y Averroes sobre Aristóteles, que recogieron este pensamiento, hicieron accesible el mundo griego al mundo occidental. Tomás de Aquino tomó estos conocimientos y los sistematizó. El saber se fue ordenando y nació, en mi concepto, el asignaturismo, que aún hace parte del contenido curricular de los programas académicos. Fue el Medioevo el que dio lugar a esa capacidad de síntesis y estructura sobre los saberes.
El Medioevo, lejos de ser como muchos afirman un milenio de oscuridad, fomentó la deliberación como fuente real del conocimiento. Se desarrollaron metodologías para contrastar el conocimiento, que fundamentalmente permitían que, frente a las tesis postuladas o defendidas por algunos, hubiera una persona o un grupo de personas destinado a objetar lo que se estaba proponiendo, para que finalmente el “docens” pudiera dar una solución frente al problema planteado. Un estudiante del Medioevo recibía una profunda capacitación en el arte de la deliberación y el debate. Triste que seis siglos después, en los salones de clase, nadie sea capaz de deliberar y debatir. ¿De qué hablamos cuando decimos “Medioevo”? ¿Cuál es el periodo de real oscuridad? Esta preocupación es relevante, máxime cuando muchos de nuestros estudiantes rotulan los temas centrales de la vida como clases de relleno o costuras, como tristemente se les llama a los idiomas, las humanidades, las formas y contenidos que orientan la vida, el arte mismo.
La universidad medieval investigaba sobre la base de las realidades éticas, críticas y creativas. Se trataba de hacerse el máximo de preguntas posibles de manera que ellas, como fuente real de conocimiento, trazaran los desarrollos sobre los cuales se debería aprender. Gracias a este proceder se lograba que los contenidos curriculares fueran hechos por los mismos que estaban inmersos como actores fundamentales en el proceso de enseñanza-aprendizaje: docentes y discentes. Posteriormente, la educación logró salir del seno de la Iglesia para trasladarse a los grandes palacios, lo que conocemos como las escuelas palatinas, en donde, con la ayuda de la sistematización antes realizada, se estudiaban los grandes asuntos de la época. El caso concreto fueron las diversas summas que se hicieron a partir de la gramática, la música, el lenguaje y la aritmética, que eran las artes estudiadas en la época. Tomás de Aquino escribió la Summa theologiae (1266-1273) con la misma intención de sistematizar y estructurar el saber sobre Dios.
La medieval fue una sociedad educada en torno a la deliberación, el debate y las disputas, que contaba con la suficiente madurez para hacerse cargo de sí misma. Fue una sociedad que, frente a la inmensa dificultad de información, en la que la tecnología no tenía efectos tangibles, llevaba sus problemas al ágora, donde surgían sus grandes decisiones y acuerdos, que se permitió además trazar el sueño de la paideía, del liceo, de la academia y de la universidad como lugares en donde la sociedad nace y se desarrolla.
El Medioevo y el surgimiento de las universidades nos permiten entender por qué, frente a tantas situaciones críticas, podemos decir que poco avanzamos en la actualidad, que se nos perdió el propósito fundamental de la universidad, a saber, ser el lugar en donde se gesten los acuerdos fundamentales de la sociedad. Queremos más de esas universidades que, aun corriendo el riesgo de ser tildadas de conservadoras y tradicionalistas, ponen de manifiesto que el ser humano sigue siendo el centro y que declaran que el humanismo siempre estará por encima de la técnica. Necesitamos universidades donde se dialogue más, donde los docentes guíen y acompañen, como bien lo inspira Tomás de Aquino.
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De lo innecesario a lo fundamental

En este momento del acaecer educativo somos muchos los que con afán buscamos encontrar soluciones reales a problemas específicos. Uno de los principales obstáculos, sin embargo, —heredero del esnobismo reinante en gran parte de la ciencia actual, y más aún en las humanidades— es querer encontrar soluciones en “nuevos descubrimientos”, en desdeño constante por otras investigaciones y experiencias pasadas, que no son necesariamente caducas, pero a las que se les mira siempre con recelo e incluso con desprecio. En este sentido, en dirección contraria al citado esnobismo, algunos hemos pensado que la solución puede estar en tener la capacidad de retornar a las características fundamentales de la educación, pero sin tradicionalismos, como parte del paisaje que las instituciones deben adoptar para poder garantizar pertinencia y futuro. Hace unos años leí en algún lugar una metáfora que puede iluminar y dar sentido a esa tesis:
El maestro de zen y sus discípulos comenzaron su meditación de la tarde. El gato que vivía en el monasterio hacía tanto ruido que distrajo los monjes de su práctica, así que el maestro dio órdenes de atar al gato durante toda la práctica de la tarde. Cuando el profesor murió años más tarde, el gato continuó siendo atado durante la sesión de meditación. Y cuando, a la larga, el gato murió, otro gato fue traído al monasterio y fue atado durante las sesiones de práctica.
Siglos más tarde, eruditos descendientes del maestro de zen escribieron tratados sobre la significación espiritual de atar un gato para la práctica de la meditación.1
Esta corta historia muestra lo que la tesis enunciada quiere decir. Muchas veces hacemos cosas y las incluimos como un activo importante de nuestras tradiciones, aunque estas no tengan mucho sentido. Nuestras instituciones están cargadas de este tipo de “tradicionalismos”; procesos, leyes y normas que en algún momento se hicieron para resolver un tema inmediato que simplemente continuamos aplicando con la disculpa de la prevención o porque se hizo costumbre. ¿Cuántas cosas innecesarias hacemos en nuestras universidades? ¿Cuántas cosas que no tienen sentido ni agregan valor a las instituciones? Pues bien, habría que entrar en la lógica de rediseñar y ajustar los procesos con el propósito de acabar con los tradicionalismos que hacen rígidas, pesadas y paquidérmicas nuestras instituciones. Deberíamos cambiar ese lenguaje coercitivo: “que si no hacemos esto o aquello el Ministerio nos va a castigar” o “que las cosas simplemente no pueden ser así solo porque acá nunca las hemos hecho así”. En un universo cambiante, la capacidad de adaptación se convierte en la habilidad más importante para las instituciones. La cuarta revolución industrial nos está mostrando desafíos muy grandes, que implican cambios profundos2 y un retorno a lo realmente fundamental. ¿Será que si seguimos como vamos con nuestros tradicionalismos, podremos adaptarnos completamente?, ¿qué va a pasar con las universidades que no comprendan los desafíos de la educación?, ¿seguiremos formando con modelos educativos que simplemente no se adaptan a las personas de hoy? De nuestra capacidad para transformar nuestros entornos, nuestras formas, de revisar nuestros comportamientos internos y de entender que el liderazgo no es una confrontación entre los tradicionalismos y lo se debe hacer, dependerá que nuestras relaciones con el entorno sean más cálidas, mucho más arriesgadas y desafiantes.
Una universidad de calidad no puede existir simplemente para acreditarse, esta debe ser una condición básica, más que una meta debe convertirse en un medio. No puede ser que se tomen más en serio, dentro de la formación profesional, las competencias en uso de aplicaciones y herramientas que van surgiendo, que los contenidos mismos de las diferentes áreas del conocimiento, solo porque las universidades no tienen el valor de comprenderse en el contexto, y de entender que hay diferencias certeras y claras entre la forma y la materia. Estar “actualizado” no es solamente ir al ritmo de los tiempos, es también poder tomar perspectiva, posición y a veces, incluso, oposición. La enjundia del saber no está en el medio, no está en la manera. Cuánto rigor académico en investigaciones serias se nos está yendo de los contenidos programáticos de las materias, solo porque ahora todo lo encontramos en cursos en línea masivos y abiertos (MOOCS, según su nombre en inglés), o en diversas plataformas donde la lectura crítica no es algo fundamental. Estamos pasando por un momento coyunturalmente álgido, si no se hace nada, la cuenta de cobro será muy grande y cuando nos demos cuenta, se habrá avanzado años luz y será muy difícil retomar el rumbo. No sigamos amarrando gatos cuando estos ya no maúllan.
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La universidad que soñamos

Las universidades se deben transformar. ¿Cómo hacerlo? Soñando. Muy difícilmente una universidad se puede transformar si antes no se permite soñar. Es tan simple como complejo. La universidad que soñamos es abierta, es un lugar donde los vigilantes no exigen carné, está diseñada para ser “la universidad de todos”, un lugar tanto para los de 8 como para los de 80 años. Una universidad para la gente, crítica e independiente, que deje de estar ausente en el proceso social del país. Soñamos con una universidad que genere placer y bienestar. El placer de enseñar y el bienestar para aprender. Soñamos con una universidad para la vida colectiva, sin distinciones ni discriminaciones. Una planta física sostenible y robusta tecnológicamente. Con una fuerte plataforma digital y con un currículo inteligente donde cualquier persona pueda acceder a las clases sin necesidad de estar matriculado.
Soñamos con una universidad multilingüe. Con un proceso de responsabilidad social claro, pertinente para las regiones, cercana a los sectores empresarial, político y social. Queremos una universidad que sea un espacio de convergencias de sectores sociales. Una universidad abierta e integrada a la sociedad. La universidad que soñamos debe ser e...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Contenido
  5. Prólogo : carlos raúl yepes jiménez
  6. Nota del ilustrador
  7. Presentación
  8. PARTE I. ¿DE DÓNDE VENIMOS?
  9. PARTE II. ¿QUIÉNES SOMOS?
  10. PARTE III. ¿PARA DÓNDE VAMOS?
  11. BIBLIOGRAFÍA
  12. Cubierta posterior