El quepis
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El quepis

y otros relatos

  1. 144 páginas
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El quepis

y otros relatos

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Colette tiene veintidós años cuando un amigo le presenta a Marco, una mujer en la cuarentena que vive modestamente como autora de folletines. Cuando la relación entre la joven y la mujer madura se estrecha, una noche en que hojean juntas la sección de corazones solitarios de un periódico local descubren la carta de un joven teniente del ejército y deciden que Marco le responda, lo cual dará inicio a una apasionada historia de amor de final incierto. A este relato brillante y mordaz titulado "El quepis ", se suman tres más, "La mocita", "El lacre verde" y "Armande", donde Colette retrata con su inconfundible maestría los usos del cortejo con las muchachas propias y ajenas a la alta sociedad, o las tretas de las mujeres maduras para obtener alguna recompensa tras años de abnegación conyugal. En las cuatro piezas reunidas en este volumen la autora hace gala una vez más del estilo y la sensibilidad que la convirtieron en una de las mayores escritoras del siglo XX."Mis amigos y yo leíamos a Colette como otros leer la Biblia. La leíamos para aprender mejor quiénes éramos y cómo íbamos a vivir".Vivan Gornick"Colette hace que escribir parezca fácil, pero que nadie se engañe: hay que esforzarse mucho para conseguir esa concisión, para narrar con esa gracia, para dominar la sutileza, para concentrar tantos matices en pocas páginas. Excelente".Devoradora de libros

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2021
ISBN
9788418370427
Categoría
Literature

EL QUEPIS

Al albur de mis recuerdos, he hablado aquí y allá de Paul Masson, alias Lemice-Térieux. Había sido presidente del tribunal de Pondichéry, era un mistificador de gran mérito—y de gran peligro—y a la sazón ocupaba el cargo de agregado del catálogo de la Biblioteca Nacional. Por él, por la Biblioteca, conocí a la mujer cuya única aventura amorosa me dispongo a contar.
El hombre maduro, Paul Masson, y la mujer jovencísima que era yo mantuvimos durante aproximadamente ocho años una amistad bastante estrecha. Sin ser una persona alegre, Paul Masson se esforzaba en alegrarme la vida. Creo que al verme tan sola y hogareña sentía compasión por mí, aunque lo disimulaba, y además se enorgullecía de hacerme reír. A menudo cenábamos juntos en mi pequeño apartamento del tercer piso de rue Jacob, yo envuelta en mi bata con pretensiones botticellianas y él siempre vestido de negro, polvoriento y correcto. De perilla puntiaguda, tirando a pelirroja, piel ajada y ojos entornados, la ausencia de rasgos distintivos era tan llamativa como un camuflaje. Me trataba con franqueza pero evitaba tutearme, y cada vez que abandonaba su estudiada reserva daba muestras de una excelente educación. Estando solos no se sentó jamás a escribir a la mesa de quien llamaré «Monsieur Willy», y no recuerdo que en todos esos años formulase nunca una pregunta indiscreta.
Además, su mordacidad me encantaba. Me admiraba que estuviera siempre dispuesto a mostrarse incisivo en términos moderados y sin vehemencia alguna. Me traía hasta mi tercer piso, junto a las anécdotas de París, una serie de ingeniosas mentiras que a mí me parecían cuentos fantásticos. ¡Y qué suerte la mía si coincidía con Marcel Schwob! Los dos hombres fingían odiarse, jugaban a insultarse en voz baja y con mucha cortesía. Las eses silbaban entre los dientes apretados de Schwob. Masson carraspeaba y destilaba un veneno de dama añosa. Después se sosegaban y conversaban largo rato; yo me enardecía entre aquellas dos inteligencias finas y falsas.
Las horas de asueto que la Biblioteca Nacional le concedía a Paul Masson me garantizaban su visita casi a diario, pero la chispeante conversación de Schwob no era una fiesta tan frecuente. Sola con la gata y con Masson podía yo permanecer callada, y aquel hombre prematuramente envejecido descansar en silencio. A menudo apuntaba a saber qué en las páginas de una libreta con tapas negras de molesquín. La salamandra llenaba nuestra espera de un sopor carbónico, escuchábamos soñolientos el cañonazo del portal, yo me despertaba para comer dulces o nueces saladas y rogaba a mi invitado, que tal vez disimulándolo fue el más devoto de todos mis amigos, que me hiciese reír. Yo tenía veintidós años, una cara de gatita anémica y un metro cincuenta y ocho de cabellera, que en casa llevaba suelta formando un manto ondulado que me llegaba a los pies.
—Paul, cuéntame mentiras.
—¿Cuáles?
—Las que quieras. ¿Cómo está tu familia?
—Señora, olvida usted que soy soltero.
—Pero si me habías dicho…
—Sí, sí, lo recuerdo. Mi hija adulterina está muy bien. El domingo la dejaron salir y me la llevé a comer a un parque, en las afueras. La lluvia había dejado adheridas a la mesa de hierro unas hojas amarillas de tilo. Ella se divirtió mucho despegándolas, y comimos patatas fritas tibias, con los pies sobre la grava mojada…
—No, eso no, es demasiado triste. Prefiero a la señora de la Biblioteca.
—¿Qué señora? Tenemos muchas.
—La que dices que está escribiendo una novela india.
—Sigue trabajando en su folletín. Hoy he sido magnánimo y generoso, le he regalado unos cuantos baobabs, varias latanias dibujadas del natural, un faquir y una retahíla de conjuros, maharajás, monos aulladores, sijes, saris y lacs de rupias…—Frotándose las manos secas, añadió—: Cobra un céntimo la línea.
—¡Un céntimo!—exclamé—. ¿Por qué un céntimo?
—Porque trabaja para un tipo que cobra dos céntimos la línea, que a su vez trabaja para un tipo que cobra cuatro céntimos la línea, que a su vez trabaja para un tipo que cobra diez céntimos la línea.
—¡Entonces lo que me estás contando no es una mentira!
—No siempre pueden ser mentiras—suspiró Masson.
—¿Cómo se llama?
—Su nombre es Marco, como usted habría podido adivinar, pues las mujeres de cierta edad, cuando pertenecen al mundo artístico, sólo pueden elegir entre algunos nombres como Marco, Léo, Ludo, Aldo… Y todo por culpa de la señora Sand…
—¿De cierta edad? ¿Entonces es vieja?
Paul Masson me lanzó al rostro, que enmarcado por mi larga cabellera recobraba la apariencia infantil, una mirada indescriptible:
—Sí—respondió antes de corregirse ceremoniosamente—. Perdón, me he equivocado. Quería decir que no. No, no es vieja.
Yo me alegré.
—¿Lo ves? ¿Ves como era una mentira? Si ni siquiera le has puesto edad…
—Si se empeña…—dijo Masson.
—O a lo mejor, bajo el nombre de Marco, escondes a una amante.
—No necesito a la señora Marco. Mi amante, gracias a Dios, es la mujer de la limpieza. —Consultó el reloj y se levantó—: Discúlpeme con su marido, debo irme o perderé el ómnibus. En lo que se refiere a la muy real señora Marco, se la presentaré cuando usted me diga. —Y recitó a toda prisa—: Es la mujer del pintor V., un antiguo compañero mío del instituto, que la hizo muy desdichada; huyó del domicilio conyugal, donde su perfección se había vuelto imposible; todavía es bella e inteligente, pero no tiene un céntimo; vive en una pensión de rue Demours, donde paga ochenta y cinco francos al mes por la habitación y el desayuno; sale adelante escribiendo folletines anónimos, tiras de periódico y hasta direcciones en sobres, da clases de inglés a tres francos la hora y no ha tenido nunca ningún amante. Ya ve usted que esta mentira es tan desagradable como la verdad.
Le di el candil encendido y lo acompañé hasta la escalera. Mientras bajaba, la llamita tiñó de rojo su perilla, un poco respingona.
Cuando me hube hartado de oír hablar de «Marco», le pedí a Paul Masson que nos presentara, pero no en rue Jacob. Como me había dicho que me doblaba la edad, era de rigor que fuera la mujer más joven quien se desplazara para conocer a una señora mayor que ella. Naturalmente, Paul Masson me acompañó a rue Demours.
La pensión donde vivía la señora Marco V. fue demolida. Hacia 1897, del antiguo jardín la casa sólo conservaba un seto de evónimos, un camino de grava y una pequeña escalinata de cinco peldaños. Nada más pisar el vestíbulo me embargó la tristeza, pues ciertos olores, ni siquiera diría que culinarios sino tan sólo provenientes de la cocina, son terriblemente reveladores de la pobreza. En el primer piso, Paul Masson llamó a una puerta, a través de la cual la voz de la señora Marco nos invitó a entrar. Era una voz perfecta, ni demasiado aguda, ni demasiado grave, alegre y bien modulada… ¡Qué sorpresa! La señora Marco parecía joven, la señora Marco era bonita, llevaba un vestido de seda, la señora Marco tenía unos bonitos ojos casi negros con un contorno parecido al de los corzos, una arruguita bajo la punta de la nariz, el cabello con un toque de henna, en la frente unos caracolillos pequeños a modo de esponja, como la reina de Inglaterra, y en la nuca unos rizos cortos del tipo denominado «excéntrico» que usaban algunas pintoras o músicas.
Me llamó «petite madame», afirmó que Masson le había hablado mucho de mí y de mi larga cabellera, se disculpó aunque sin insistir por no tener ni oporto ni caramelos que ofrecerme. Nos mostró con sencillez el lugar donde vivía, y su gesto me descubrió el trozo de moqueta medio oculto por un velador, la tela desgastada del único sillón y, encima de las dos sillas, dos cojines planos y raídos con un estampado argelino. También había una especie de felpudo en el suelo… La chimenea hacía las veces de repisa para libros.
—El reloj lo he secuestrado en el armario—dijo Marco—, pero le aseguro que se lo merecía. Por fortuna, otro armario empotrado me sirve de lavabo. ¿Usted no fuma?
Negué con la cabeza, y Marco se trasladó a plena luz para encender un cigarrillo. Entonces vi que todos los pliegues del vestido de seda se abrían. La poca ropa interior visible en el cuello era blanquísima. Marco y Masson fumaron y conversaron, pues la señora Marco había comprendido enseguida que yo prefería escuchar antes que hablar. Me esforcé en no mirar el empapelado, a rayas oro viejo y granate, ni la cama y su colcha de algodón adamascado.
—Mire mejor ese cuadrito—me sugirió la señora Marco—, es de mi marido. Es tan bonito que no me he querido deshacer de él. Representa aquel rincón de Hyères que usted, Masson, estoy segura recordará.
Yo miré con envidia a Marco, a Masson y el pequeño lienzo, que habían estado en Hyères… Como la mayoría de jóvenes, sabía refugiarme en mí misma para distanciarme de mis interlocutores, regresar a ellos con un salto mental y volver a abandonarlos al rato. Durante el tiempo que duró mi visita a la casa de Marco, gracias a su tacto y su delicadeza, que me ahorraron preguntas y respuestas, pude ir y venir sin moverme, observar y cerrar los ojos. La vi tal como era, cosa que me afligió y me alegró a un tiempo, pues si bien sus facciones eran proporcionadas y bellas, tenía lo que suele llamarse una piel gruesa, un poco granulosa, masculina, enrojecida en algunos lugares del cuello y debajo de las orejas. Sin embargo, me fascinaron la vivacidad de su sonrisa inteligente, la forma de sus ojos de corzo y su porte excepcionalmente digno, libre de toda afectación. Más que una mujer bonita, parecía uno de esos aristócratas elegantes e inconmovibles que adornaron el siglo XVIII y no se avergonzaban de ser atractivos. Según Masson, se parecía sobre todo a su abuelo, el caballero de Saint-Georges, un ilustre antepasado que no desempeña ningún papel en mi relato.
Marco y yo trabamos amistad. Y cuando hubo terminado su novela india—algo así como La mujer que mata, según decidió el tipo que cobraba diez céntimos la línea—, el señor Willy calmó la susceptibilidad de Marco encargándole unos trabajos de biblioteca para lograr que aceptara pequeños honorarios y consintiera, cuando yo se lo rogaba insistentemente, en compartir de improviso nuestros manteles. Me bastaba observarla para aprender los mejores modales a la mesa. El señor Willy se jactaba de apreciar su distinción, y tuvo motivos para mostrarse satisfecho con la educación exquisita de Marco y su ingenio, que era de una cortesía inflexible y un tanto mordaz. De haber nacido veinte años más tarde, creo que habría sido una buena periodista. Al llegar el verano, fue el señor Willy quien propuso llevarme a un pueblo de montaña del Franco Condado junto con aquella compañera extremadamente amable y de una pobreza tan digna. Su equipaje era de una ligereza que partía el alma. No obstante, en aquella época yo misma disponía de muy poco dinero, y nos instalamos lo mejor que pudimos en el único piso de una fonda ruidosa. A Marco, que prácticamente no caminaba, le bastaban el balcón de madera y un sillón de mimbre. No se saciaba del reposo ni del púrpura intenso que el atardecer vertía sobre las montañas, ni de los cuencos colmados de frambuesas. Había viajado, y comparaba con otros paisajes los valles que el crepúsculo realzaba. Allí arriba me di cuenta de que Marco no recibía más correo que las postales ilustradas de Paul Masson y los «mejores deseos de unas buenas vacaciones», también en una postal, de un colega chupatintas de la Biblioteca.
Durante las tardes calurosas, bajo el toldo del balcón, Marco remendaba su ropa interior. Cosía mal pero con sumo cuidado, y yo me enorgullecía de los consejos que le daba, como por ejemplo: «Cose usted con un hilo demasiado grueso para unas agujas tan finas… En las camisas no hay que poner cintas azul celeste, el rosa queda mucho mejor en la ropa interior y sobre la piel». No tardé en darle otros acerca de los polvos de arroz, el color de su pintalabios y la gruesa línea con la que trazaba a lápiz el hermoso contorno de sus párpados. «¿Usted cree? ¿Usted cree?», me decía.
Mi joven autoridad era inflexible. Tomaba un peine, abría una pequeña y graciosa brecha en su flequillo de esponja, me mostraba experta en ensombrecerle la mirada, en encender una vaga aurora en lo alto de sus pómulos, junto a las sienes. Pero no sabía qué hacer con la ingrata piel de su cuello, ni con una sombra larga que le marcaba la mejilla. Esa llama halagadora que le pintaba en la cara la transformaba tanto que me apresuraba a borrarla. Empolvada de ámbar, mejor alimentada que en París, se animaba con moderación y me contaba alguno de sus viajes del pasado, cuando como buena esposa de pintor seguía a su marido desde una aldea griega a un pueblo marroquí, lavaba los pinceles y freía en aceite berenjenas y pimientos. Enseguida dejaba de coser para fumar, y echaba el humo por sus suaves narinas de herbívoro. Pero me nombraba...

Índice

  1. El quepis
  2. La mocita
  3. El lacre verde
  4. Armande
  5. ©