Geopoéticas, memoria e imaginarios en la frontera México - Estados Unidos
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Geopoéticas, memoria e imaginarios en la frontera México - Estados Unidos

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Geopoéticas, memoria e imaginarios en la frontera México - Estados Unidos

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La frontera entre México y Estados Unidos es un espacio territorial de a mayor relevancia en geopolíticamente en América. Sin embargo, el objetivo de este libro es realizar una mirada de orden geopolítico a este territorio desde los imaginarios, la memoria y el arte, que complemente aquella centrada en lo militar, político, económico o migratorio, que son las maneras en que tradicionalmente se ha estudiado. Se indaga en las percepciones de los ciudadanos fronterizos que habitan en El Paso (Texas) y en Ciudad Juárez (Chihuahua), así como en diversas expresiones, y en especial sobre el muro, el rio Bravo y el desierto, como aquellos en los que se encarnan las historias cotidianas de quienes habitan en ambos lados

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Información

Año
2020
ISBN
9789587904970
Edición
1
Categoría
Derecho

CAPÍTULO I

GEOPOLÍTICAS Y GEOPOÉTICAS EN LA FRONTERA

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Imagen 1. Frontera aérea entre Ciudad Juárez (México) y El Paso (Texas, Estados Unidos). Foto Mauricio Vera S., 2015.
El arte, como el territorio, es siempre al mismo tiempo y de la misma manera fronteras, intersticios que juntan y separan; resultados de contactos entre algo o alguien; residuos de afectos encontrados o des-encontrados que se entienden más allá de la pura racionalidad de la lengua expresada en un lenguaje. El arte, como el territorio, permiten acercar entonces a aquello que se hallaba separado, o distanciar aquello que se hallaba junto para hacerlo sensible, es decir, estético.
Se hace arte, se construye el territorio, para hacernos sensible al otro en la doble pretensión de sentir y ser sentido, o con mayor profundidad y espesor, para poder vivir. Y vivir significa, como lo siente José Luis Pardo (1996), no estar nunca solo, estarse desviviendo o muriendo por algo o por alguien, estar inclinado. Bien entendido, precisa el filósofo, este morirse no significa para nada abrazar la muerte, ni necesariamente ir al paredón o a la cámara de gas: es, sí, un tormento, el del apasionado o el enamorado que se muere por tal cosa o por tal persona, una tentación, pero no un instante o una hora privilegiados, sino un cierto estado sostenido, un tormento que puede ser ligero o ridículo. Así, es en las fronteras e intersticios que son el arte y el territorio donde transcurre, fluye, la vida.
El arte y el territorio, como fronteras e intersticios que son, se podrán entender en su condición duplicada y simultánea: primero, como pura geometría de las reglas y los estilos, de la política y las leyes, de la asepsia. Desde esta perspectiva serán, si se quiere, asuntos estrictamente de la racionalidad geopolítica. Cada superficie “puede ser entendida como plano geométrico; cada piel como película lisa, como envoltorio rasante, abstracto. […] Obrando mediante esta concepción, el globo terráqueo puede ser traducido a simple superficie esférica, […] mundo insensible, solo inteligible, superficie mensurable o técnicamente cuantificable” (Mesa, 2010, p. 21).
Segundo, se podrán entender como pura geografía, como tierra labrada, superficies de inscripción afectiva, impredecibles espacios de la mezcla, des-reglados, sin estilos predeterminados, superficies sucias, lugares de la creación, de la poiesis, de la geopoética. La tierra
también es posible comprenderla estéticamente y de manera expandida, es decir no solo como manifestación sensible de lo inteligible, […] sino además y, ante todo, como variedad de configuraciones o tejidos afectivos, como diversidad de capas decorativas que hacen la diferencia –y las indiferencias– entre lugar y lugar, gesto y gesto, cosa y cosa (Mesa, 2010, p. 21).
Podríamos decir entonces que arte y territorio son constructos estéticos, cuya materialidad u objetividad –entendida como el hacerse objeto sensible, forma palpable– se definen en esencia en sus texturas afectivas, emocionales, sensoriales, más que en procesos enteramente racionales. Siguiendo la ruta de Andre Leroi-Gourhan (1971), señalada en el ya clásico libro El gesto y la palabra, en el arte y el territorio podríamos decir que convergen eso que él denomina el trípode de la cultura, es decir, que en niveles distintos estos –arte y territorio– están habitados por y son entendidos desde el lenguaje (de orden lineal, racional, geométrico, geopolítico), la técnica (como condición para existir en las formas y la materialidad) y la estética (como producto del sentir y ser sentido, como geopoética). Constructos estéticos que configuran lugares, objetos, espacios y conceptos por y para la inserción afectiva del individuo humano a su grupo, a la naturaleza, a su entorno y a lo otro.
El despliegue teórico de Leroi-Gourhan –a la luz de la paleontología– da cuenta del proceso de hominización consolidado a través de la técnica, el lenguaje y la estética que devinieron en hábitats y hábitos, es decir, en cultura, en posibilidad y urgencia de relación de afección de los cuerpos –del individuo y del colectivo (separados por la geopolítica y reencontrados en sus prácticas culturales geopoéticas)– que devienen sensibles, es decir, sentido con el territorio y trascienden en el arte como dispositivo nemotécnico.
Como lo describe Leroi-Gourhan, el tallado de aquello que llamamos memoria –la cual, desde la perspectiva de Silva, es selectiva– se daría entre la oscilación sempiterna y flujo comunicativo del individuo y el colectivo, es decir, entre la condición de memoria epigenética del primero y filogenética del segundo. En la escala de los animales superiores, ejemplifica el autor, en cuya cúspide se ubica el hombre, por supuesto, los sujetos tienen una experiencia individual registrada, engramada en su memoria nerviosa que les permite crear y adaptarse a determinado entorno. Sin embargo, cuando el sujeto muere, nada de esta experiencia es heredada por el conjunto de la sociedad y desaparece.
De ahí que, si no existe la acumulatividad de las experiencias individuales, si no hay procesos culturales de creación, invención, poiesis, que permitan convertirlas en memoria, no hay cultura. Es la posibilidad de transmitir y comunicar la experiencia individual la que hace posible el proceso de exteriorización. Y esto es lo que se llama cultura, que no es otra cosa que la capacidad de heredar colectivamente la experiencia de nuestros ancestros, y esto ha sido comprendido desde hace largo tiempo.
El arte, entonces, se convierte en dispositivo de la memoria cultural, ya que los contenidos que circulan en esta dan cuenta de lo que hemos sido, somos y queremos ser como colectivo, de la manera que vemos y entendemos el mundo. Arte que, como dispositivo de la memoria, está atado a las técnicas y los lenguajes que los hace posibles y sin los cuales no podrían existir.
No solamente, las sociedades se diferencian en su capacidad de generar riqueza y bienestar, de establecer sistemas políticos y económicos determinados, sino también en la capacidad de generar memorias de lo que son y de lo que les pasa en su devenir histórico.
Así, al considerarlos estrategias de inserción afectiva, es decir, como afección, en el arte y el territorio “se inscriben los cuerpos tangentes, cuerpos del roce; inscripción del sentir y ser sentido. Inscripción emotiva, animada. Inscripción mutua de los seres necesitados de algo o de alguien. Inscripción de los seres necesitados de ser alguien y no más bien nada” (Pardo, 1996, p. 65).
Qué expresiones más potentes para mostrar los intersticios y las fronteras que las obras de Joan Brossa. La regularidad y limpieza de la línea curva de la hostia en su obra Eclipsi (1988) da cuenta de la geopolítica de la frontera que define, a su vez, su interior para protegerla y marca el límite con un exterior amenazante. Sobre la hostia se sobrepone la irregularidad grasosa del borde de un huevo frito gelatinoso que dice de otra geografía, no la geométrica sino la geopoética, sorprendente, creativa, afectiva.
Traslapados en el eclipse, analiza Carlos Mesa (2010),
pero reflejados mutuamente en razón de su proporción y de igual tamaño, el huevo y la hostia son cuerpos carnal y vegetal, mundano y celestial, de un único “alimento espiritual” […] cuerpo y alma. Inmediatez de contacto con la naturaleza en el huevo; relación mediática de la hostia al estar separada de la naturaleza. Grafía táctil y sangrante la del huevo; metría óptica y perfecta la de la hostia. En su semejanza filética, ninguno de los dos es primero el uno que el otro, son cuerpos intercambiables: el traslapo de Brossa configura un “alimento completo”, compuesto a la vez de inclinaciones y privaciones: la geografía del contacto parece ser la regla del huevo frito, carnal, y la geometría de separación la de la hostia, aséptica. Tanto el uno como la otra son en sí mismas hábitos superficiales, simplemente con diferente espesor estético de separación y contacto (pp. 51-53).
Deambulan en la obra de Brossa dos concepciones simultáneas, no excluyentes entre sí, sobre el arte y el territorio que nos permiten posar la mirada en algunas producciones artísticas más contemporáneas que se hacen, precisamente, en una de las fronteras más potentes en América: México-Estados Unidos. Manifestaciones sensibles en las que se juntan el arte y el territorio, o más exactamente, arte que se hace para re-configurar creativamente el territorio, para entenderlo, para re-crearlo y sentirlo más allá de lo geopolítico y geométrico, de lo prohibido y policivo, del poder militar y económico del uno sobre el otro, como un espacio de inserciones afectivas y tensiones emocionales, de encuentros y des-encuentros, no solo entre estos dos países, sino entre Estados Unidos y todos los que se encuentran al sur del río Bravo.

FRONTIER / BORDER

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Imagen 2. En el cielo, estelas de aviones supersónicos estadounidenses que vigilan los límites con los Estados Unidos Mexicanos. Frontera entre los estados de Chihuahua (México) y Texas (Estados Unidos). Foto Mauricio Vera S., 2017.
En la introducción de su libro historiográfico La frontera que nos vino del norte, su autor, el mexicano Carlos González Herrera (2008), cuenta de manera anecdótica cómo un día se encontraba “haciendo puente” para cruzar la frontera internacional entre Ciudad Juárez (Chihuahua), en México, y El Paso (Texas), en Estados Unidos, y poco antes de someterse a la revisión migratoria de rutina se descubrió realizando un ritual de apariencias para librar mejor el escrutinio visual y corporal al cual son sometidos constantemente quienes cruzan de sur a norte, especialmente aquellos que portan pasaportes en cuya portada se lee: Estados Unidos Mexicanos.
Relata: “Me enderecé en el asiento, ajusté el cinturón de seguridad, bajé los cristales de las ventanas y liberé los seguros de las puertas de mí automóvil; me quité los anteojos oscuros, preparé mi visa y deseé haber lavado el carro”. Para Carlos, esto era la auténtica representación de un ceremonial contemporáneo de relaciones de poder interiorizadas. Este sencillo acto de cruzar una línea divisoria daba cuenta –y continúa dando cuenta, por supuesto– de una relación asimétrica entre dos Estados-nación que asumen su vecindad con cargas históricas y memorias colectivas muy distintas (González Herrera, 2008, p. 13).
Este paso de un lado al otro de la frontera está regulado y mediado por tratados geopolíticos que establecen límites y reglas claras para poder acceder a cualquiera de los dos territorios que conforman este intersticio que se llama frontera. Es lo geométrico, mensurable, identificable de un documento-visa lo que se impone en este ejercicio de tránsito de un lugar a otro. La visa como garantía de rastreo: se sabe quién cruza, su nombre, sus apellidos, su fecha de nacimiento, su grupo sanguíneo. Es el cruce objetivo, lineal, racional, lingüístico, mediado y certificado en el lenguaje y que se encarna, sin lugar a dudas, en el ritual de paso que hacen a diario miles de mexicanos hacia El Paso, así como cientos de angloamericanos hacia Ciudad Juárez por los puentes internacionales que, como una suerte de paréntesis, de lugar de suspensión, conectan los dos países.
Como los señala Neil Harvey, investigador y experto en frontera de New Mexico State University, en entrevista para la investigación:
La imagen que define la frontera es la del puente: un puente con seguridad alrededor, un puente abajo del muro o dentro de un muro. Pero sigue siendo como la imagen de una frontera que es posible cruzar y que mantiene el contacto porque son procesos que están entrelazados. El puente de El Paso-Juárez, por ejemplo, tiene un tráfico de personas que lo cruzan cada día y, así, son los coches que circulan por este conforman la imagen que yo tengo: he estado en ese puente muchas veces y siempre toca esperar mucho tiempo para poder cruzar. Sí hay cruce, pero dentro de un régimen de seguridad (Neil Harvey, entrevista, 2017[1]).
Un puente internacional que como el de Santa Fe, así como los demás existentes, “ha sido propuesto aquí como el teatro para la escenificación de los rituales de vigilancia y monitoreo fronterizos, resultado de la interacción del poder estatal y de las agendas particulares de los grupos de interés estadounidenses” (González Herrera, 2008, p. 253).
Sin embargo, este ritual corporal y cosmético descrito da cuenta de la manera en que nos estetizamos para el otro, es decir, en la manera en que nos hacemos sensibles al otro para podernos insertar afectivamente. Acá, la sensibilidad no es, como lo plantea Emanuele Coccia (2011) en La vida sensible, una mera cuestión gnoseológica, ya que sabemos y podemos vivir solo a través de lo sensible. La sensibilidad
no solo es una de nuestras facultades cognoscitivas. Sensible es, en todo y para todo nuestro propio cuerpo. […] Somos para nosotros mismos y podemos ser para los otros solo una apariencia sensible. Nuestra piel y nuestros ojos tienen un color, nuestra boca tiene un determinado sabor, nuestro cuerpo no deja de emitir luces, olores o sonidos al moverse, comer, dormir (p. 35).
El cuerpo enderezado de Carlos en su asiento, bien puesto; los vidrios abajo para hacer del carro un espacio transparente, casi aéreo, sin nada que esconder; sus ojos descubiertos de gafas oscuras para mirar al otro –o mejor para que el otro lo mire– sin la mediación de unos lentes opacos son el puro ejercicio estético de cosmetizar su paso por la frontera, de entrar en el ritmo del otro, quien escudriña, para aliviar la sospecha. No solo es un ritual que pretende despertar en ese ...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADILLA
  3. PORTADA
  4. CRÉDITOS
  5. CONTENIDO
  6. LA FRONTERA DE TRES PILARES
  7. INTRODUCCIÓN
  8. CAPÍTULO I - GEOPOLÍTICAS Y GEOPOÉTICAS EN LA FRONTERA
  9. CAPÍTULO II - EL DESIERTO
  10. CAPÍTULO III - EL RÍO BRAVO
  11. CAPÍTULO IV - EL MURO
  12. CAPÍTULO V - JUÁREZ, ENTRE LA CIUDAD Y LA FRONTERA
  13. CONCLUSIONES
  14. BIBLIOGRAFÍA
  15. NOTAS AL PIE
  16. CONTRACUBIERTA