Dios había muerto: para empezar.
Y el romanticismo había muerto. La gallardía había muerto. La poesía, la novela, la pintura, todas habían muerto, y el arte había muerto. El teatro y el cine habían muerto. La literatura había muerto. El libro había muerto. El modernismo, el posmodernismo, el realismo y el surrealismo habían muerto. El jazz había muerto, la música pop, disco, rap, la música clásica: muertas. La cultura había muerto. La decencia, la sociedad, los valores familiares habían muerto. El pasado había muerto. La historia había muerto. El Estado del bienestar había muerto. La política había muerto. La democracia había muerto. El comunismo, el fascismo, el neoliberalismo, el capitalismo, todos muertos; el marxismo, muerto, y el feminismo también muerto. La corrección política había muerto. El racismo había muerto. La religión había muerto. El pensamiento había muerto. La esperanza había muerto. La verdad y la ficción habían muerto. Los medios de comunicación habían muerto. Internet había muerto. Twitter, Instagram, Facebook, Google, todos muertos.
El amor había muerto.
La muerte había muerto.
Muchísimas cosas habían muerto.
Sin embargo, otras no habían muerto, de momento.
La vida todavía no había muerto. La revolución no había muerto. La igualdad racial no había muerto. El odio no había muerto.
Pero ¿los ordenadores? Muertos. ¿La televisión? Muerta. ¿La radio? Muerta. Los móviles habían muerto. Las baterías habían muerto. Los matrimonios habían muerto, las vidas sexuales habían muerto. La conversación había muerto. Las hojas habían muerto. Las flores habían muerto, muertas en su agua.
Imaginad que os persiguen los fantasmas de todas esas cosas muertas. Imaginad que os persigue el fantasma de una flor. No, imaginad que os persigue (como si en realidad se tratara de una persecución, y no de una simple neurosis o psicosis) el fantasma (como si existieran los fantasmas y no fueran solo cosa de la imaginación) de una flor.
Los propios fantasmas no habían muerto; no exactamente. Lo que dio pie a las siguientes preguntas:
¿los fantasmas están muertos?
¿los fantasmas están vivos o muertos?
¿los fantasmas son mortales?
pero olvidaos de los fantasmas, borradlos de vuestro pensamiento porque esta no es una historia de fantasmas aunque ocurre en los fantasmales días de invierno, en una soleada y luminosa mañana de la víspera de Navidad (la Navidad también ha muerto), en pleno calentamiento global posmilenio, y trata de cosas reales que les pasan realmente en el mundo real a personas reales, en tiempo real y en una tierra real (hum…, la tierra también ha muerto):
Buenos días, dijo Sophia Cleves. Feliz víspera de Navidad.
Hablaba a la cabeza sin cuerpo.
Era una cabeza infantil; solo una cabeza suelta, sin cuerpo, que flotaba en el aire.
Era testaruda, la cabeza. Aquel era su cuarto día en la casa; esta mañana Sophia había abierto los ojos y la cabeza seguía allí, flotando sobre el lavabo para mirarse en el espejo. La cabeza se volvió hacia Sophia en cuanto oyó su voz y, al verla —¿puede decirse que algo sin cuello ni hombros hizo una reverencia?—, se inclinó claramente, se escoró hacia delante bajando respetuosamente los ojos que luego volvió a subir, cordiales y alegres: ¿una inclinación o una reverencia? ¿Era un niño o una niña? En cualquier caso se trataba de una cabeza con buenos modales, cortés, una educada cabeza infantil (quizá aún en una etapa preverbal, dado su silencio) del tamaño de un melón cantalupo (¿era irónico o un defecto, sentirse más a gusto entre melones que entre niños? Afortunadamente Arthur había captado muy pronto, cuando era pequeño, que ella prefería que los niños aspirasen a ser menos infantiles), aunque se distinguía de un melón en que tenía cara y una buena melena de varios centímetros de longitud, desgreñada, espesa, oscura, ondulada, bastante romántica, como la de un caballero en miniatura si era varón o, si era mujer, como la de esa niña adornada de hojas en un parque de París, de espaldas a la cámara en una antigua postal en blanco y negro, una imagen del fotógrafo del siglo xx Édouard Boubat (petite fille aux feuilles mortes jardin du Luxembourg Paris 1946), y cuando Sophia se despertó aquella mañana y la vio allí, cuando vio la cabeza que le daba la coronilla, el cabello hacía algo fascinante, ascendía y descendía flotando suavemente en el aire cálido pero solo de un lado, el lado que estaba justo encima del radiador; ondeaba y se mecía con una décima de segundo de retraso respecto a los movimientos y equilibrios de la cabeza flotante, como hace el cabello difuminado a cámara lenta en los anuncios de champú. ¿Veis? Los anuncios de champú no van de fantasmas ni de espectros malignos. No tienen nada de terrorífico.
(A menos que los anuncios de champú, o quizá todos los anuncios, sean en realidad visiones espantosas de muertos vivientes y simplemente estemos tan acostumbrados que ya no nos asustan.)
En fin, que la cabeza no daba miedo. Era adorable y de una timidez ceremoniosa, y estos no son términos que asociemos con algo muerto ni con la noción de alma en pena de un muerto. Y además ni siquiera parecía muerta, aunque quizá sí fuera un poco truculenta por debajo, ahí donde antes habría estado el cuello, donde se intuía el rumor de algo más visceral, desgarrado, carnoso.
Pero todo eso estaba bien escondido debajo del cabello y la barbilla, no era lo primero que llamaba la atención. Lo primero que llamaba la atención era su vitalidad, la calidez de su conducta; cuando se bamboleaba y cabeceaba en el aire como una pequeña boya verde en aguas tranquilas mientras Sophia se lavaba la cara y los dientes, cuando la adelantaba un poco mientras Sophia bajaba la escalera y revoloteaba, cual pequeño planeta en su microuniverso propio, entre las polvorientas ramas de las orquídeas muertas del rellano inferior, esa cabeza irradiaba más bondad que la cabeza de cualquier buda que Sophia hubiese visto, o que la cabeza pintada de cualquier cupido o de cualquier atolondrado querubí...