Escenas de la vida parroquial
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Escenas de la vida parroquial

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Escenas de la vida parroquial

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«Nunca había visto nada parecido a la veracidad exquisita y a la delicadeza tanto del humor como del pathos de estas historias; y me han impresionado de una manera que me sería muy difícil expresar.» Charles Dickens

Escenas de la vida parroquial fue la primera obra narrativa publicada por George Eliot. Consta de tres novelas cortas –«El triste destino del reverendo Amos Barton», «La historia de amor del señor Gilfil» y «El arrepentimiento de Janet»- que aparecieron anónimamente por entregas en la revista Blackwood's y luego se publicarían en un libro en 1858, ya firmado por «George Eliot». Si Middlemarch sería la crónica de la vida en provincias, estas Escenas, situadas en las ficticias poblaciones de Shepperton y Milby, en Warwickshire, lugar de nacimiento de la autora, son una crónica de la vida rural, trazada especialmente alrededor de la figura del párroco, uno de los personajes más relevantes de la narrativa británica del siglo XIX. Los conflictos sociales y religiosos son el telón de fondo de historias muy íntimas, casi secretas, en torno a reputaciones dañadas, virtudes equívocas, amores perdidos o pesadillas incubadas en interiores respetables. «El arrepentimiento de Jane», trata precisamente, de un modo insólito, el tema de la violencia doméstica. George Eliot ya mostraba aquí la profundidad de pensamiento, la amplitud de miras, la gracia constructiva y el sutil manejo de la narración que serían características de su obra de madurez.

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Información

Año
2013
ISBN
9788484288701
Categoría
Literature
Categoría
Classics
El arrepentimiento de Janet
Capítulo I
¡No! –dijo el abogado Dempster en tono enérgico, áspero y pomposo, luchando contra su ronquera crónica–. Mientras el Creador me conceda voz e inteligencia, emplearé todos los medios legales a mi alcance para evitar que se introduzca en nuestra parroquia la depravada doctrina metodista. No me quedaré con los brazos cruzados mientras se ofende gravemente a nuestro venerable pastor, que lleva medio siglo impartiéndonos sus valiosas enseñanzas.
Aquella noche hacía mucho calor en todas partes, pero sobre todo en la taberna del León Rojo de Milby[75], donde el señor Dempster bebía su tercer vaso de brandy con agua. Era un hombre alto y bastante voluminoso; y la parte delantera de su generosa superficie estaba tan espolvoreada de rapé que la gata, que se había acercado a él sin querer, se había puesto a estornudar con virulencia; un incidente que, cruelmente malinterpretado, había hecho que la echarán de allí sin contemplaciones. El señor Dempster solía llevar la barbilla metida hacia dentro y la cabeza inclinada hacia delante, abrumado, quizá, por su prominente occipucio y su frente abombada, entre los que se le embutía la coronilla como una meseta llana y recién segada. Los otros únicos rasgos destacables eran unas mejillas hinchadas y una boca protuberante pero sin labios. De su nariz lo único que puedo decir es que estaba llena de rapé; y, como al señor Dempster nunca se le vio mirar nada en especial, habría sido difícil jurar de qué color eran sus ojos.
–¡Bueno! No me molestaré más en atacar tanta falsedad e hipocresía –dijo el señor Tomlinson, el rico molinero–. Sé muy bien para qué sirven esos sermones del domingo por la tarde: para que las jovencitas se vean con sus enamorados, y luego se metan en líos. Bastantes problemas tenemos ya con las criadas (muchos más de los que había en tiempos de mi madre) para que ahora me vengan con sus escuelas y sus ideas modernas. Como digo yo, denme una sirvienta que no sepa leer ni escribir, ni el año del Señor en que vino al mundo. Me gustaría saber para qué sirven esas escuelas dominicales. Antes los chicos salían a coger nidos el domingo por la mañana; y era fundamental además, pregunten a cualquier granjero; y ¡qué bonitas eran las guirnaldas que colgaban en las casas de los pobres! Ya no se ven en ninguna parte.
–¡Bah! –exclamó el señor Luke Byles, que se vanagloriaba de ser un gran lector, y acostumbraba preguntar a cualquiera que se tropezaba si había oído hablar de Hobbes[76]–. Me parece justo instruir a las clases bajas. Pero este sectarismo dentro de la Iglesia tiene que acabar. En realidad, estos evangélicos no pertenecen a la Iglesia anglicana; no son mejores que los presbiterianos.
–¿Los presbiterianos? ¿Quiénes son? –preguntó el señor Tomlinson, que a menudo decía que su padre no le había dado «edicación, y que le traía sin cuidado que se supiera; podía comprar los bienes de casi todos los hombres edicados con que se había cruzado».
–Los presbiterianos –dijo el señor Dempster, alzando la voz, convencido de que cualquier solicitud de información iba dirigida a él– son una secta fundada en el reino de Carlos I por un hombre llamado John Presbyter, que engendró a toda la camada de alimañas disidentes que ahora se arrastran por los caminos embarrados, y que engañan al dueño de la heredad para obtener unos metros de tierra donde celebrar sus conventículos en palomares.
–No, no, Dempster –dijo el señor Luke Byles–, se equivoca. Presbiterianismo viene de la palabra «presbítero», que significa «anciano».[77]
–¡Haga el favor de no llevarme la contraria! –bramó Dempster–. La palabra «presbitariano» viene de John Presbyter, un fanático despreciable que vestía de cuero, e iba de las ciudades a los pueblos y de los pueblos a las aldeas inoculando a las gentes más vulgares el nefasto virus de la disidencia.
–Vamos, Byles, eso parece más lógico –dijo el señor Tomlinson en tono conciliador, convencido, según parece, de que la historia era un proceso de conjeturas ingeniosas.
–No es una cuestión de lógica; es un hecho conocido. Podría traerles mi enciclopedia y enseñárselo ahora mismo.
–Me importan un pepino usted y su enciclopedia, señor –exclamó Dempster–: un fárrago de información falsa del que consiguió una copia defectuosa en un cargamento de papel desechado. ¿Acaso insinúa usted que no conozco el origen del presbiterianismo? Yo, un abogado reputado en la región que lleva los asuntos de más de diez parroquias; mientras que ante usted, señor, pasan de largo hasta las moscas que infestan la miserable callejuela en que creció.
Una carcajada general, acompañada de «Vale más que lo deje en paz, Byles», «No sacará nada de Dempster por las malas», ahogó el comentario del muy documentado señor Byles, que, blanco de rabia, se puso en pie y salió a la calle.
–Un tipo advenedizo, entrometido y jacobino[78], caballeros –prosiguió el señor Dempster–. He querido librarme a toda costa de él. ¿Qué pretende al imponernos su presencia? Un hombre con tantos principios como propiedades, que, según tengo entendido, son más que nulas. Un ateo insolvente, caballeros. Un charlatán deísta que debería sentarse en el último rincón de una taberna, y hacer sus comentarios blasfemos en el periódico grasiento que manosean los hojalateros mientras beben cerveza. No toleraré la compañía de un hombre que habla a la ligera de religión. La firma de un tipo como Byles sería un borrón en nuestra protesta.
–¿Y cómo van sus firmas? –preguntó el doctor Pilgrim, que había entrado con sus botas de caña alta mientras hablaba el señor Dempster.
El doctor Pilgrim acababa de volver de su larga ronda de visitas diarias a las granjas vecinas, en el curso de las cuales había tomado dos comidas tan copiosas que, de no haberlas llamado él «tentempiés», habrían podido ser erróneamente consideradas el almuerzo y la cena; y, como cada tentempié había ido seguido de algún que otro vaso de «combinado» (con una proporción menos generosa de agua que de los productos a los que él mismo daba ese nombre tan genérico), se hallaba en ese estado que su mozo de cuadra, con poética ambigüedad, explicaba con la frase «el amo ha estado al sol». En esas circunstancias, después de un arduo día en el que realmente había comido a salto de mata, parecía natural que buscara esparcimiento en el León Rojo, donde, como era sábado por la noche, encontraría sin duda a Dempster, y podría conocer las últimas noticias sobre la protesta contra los sermones vespertinos.
–¿Han engatusado ya a Ben Landor? –prosiguió el doctor, cogiendo dos sillas, una para él y otra para su pierna derecha.
–No –dijo el señor Budd, el custodio, moviendo la cabeza–; Ben Landor tiene la costumbre de mantenerse neutral en todo, y no le gusta llevar la contraria a su padre. El viejo Landor es un tryanita convencido. Pero todavía nos falta usted, Pilgrim.
–Pero ¡qué cosas dice, Budd! –dijo el señor Dempster, con sarcasmo–. No esperará usted que firme Pilgrim, ¿verdad? Tiene en tratamiento una docena de riñones tryanitas. Nada como el metodismo y la hipocresía para producir bilis en exceso.
–Oh, pensaba que, como Pratt se había declarado tryanita, Pilgrim estaría de nuestra parte.
El doctor Pilgrim no era un hombre que respondiera a los sarcasmos con silencio, pues la naturaleza le había dotado de un talento considerable para defenderse con su ingenio. En sus momentos de mayor sobriedad tenía un impedimento en el habla, y, como la abundancia de ginebra con agua estimulaba más el impedimento que el habla, tenía tiempo de responder con la acritud necesaria.
–Bueno, a decir verdad, Budd –farfulló el doctor–, Deb Traunter ha ido propagando por la ciudad que usted le ha prometido ser uno de los delegados; y dicen que menuda aglomeración se va armar en la puerta de su casa el día que emprendan viaje, para ver la pelea. Conociendo los tiernos sentimientos que le inspira este miembro del bello sexo, he pensado que sería usted incapaz de negárselo. Y eso me ha quitado un poco las ganas de firmar; es posible que a Prendergast no le guste la protesta si Deb Traunter los acompaña.
El señor Budd era un soltero de cuarenta y cinco años, menudo y de cabello lacio, cuya escandalosa vida llevaba mucho tiempo suministrando chistes de sobremesa a sus vecinos más virtuosos. No tenía nada más que llamara la atención, excepto su temperamento colérico; pero que nadie se extrañe de que fuera el custodio de la parroquia, pues acababa de ser elegido, gracias a los esfuerzos del señor Dempster, para que el ardor con que perseguía los sermones vespertinos se viera respaldado con la dignidad de un cargo.
–Vamos, vamos, Pilgrim –dijo el señor Tomlinson, cubriendo la retirada del señor Budd–, le gusta a usted llevar la capa del pregonero, verde por un lado y roja por el otro. Ha ido a escuchar lo que predica Tryan en las tierras comunales de Paddiford, no lo niegue.
–Por supuesto que sí; y ¡qué sermón tan bueno! Es una pena que no estuviera usted. Iba dirigido a todos aquellos «privados de entendimiento».
–¡No, no! Jamás me encontrará allí –replicó el señor Tomlinson, sin inmutarse–. Dicen que improvisa los sermones, exactamente igual que un disidente. Debe de ser todo bastante incoherente.
–Y eso no es lo peor –añadió el señor Dempster–; lo peor es que predica contra las buenas obras. Dice que las buenas obras no son necesarias para la salvación. Es una doctrina sectaria, antinómica, anabaptista. Si le dices a un hombre que no se salvará por sus obras, abres las compuertas de la inmoralidad. Podemos verlo en esos falsos innovadores, todos arteros y malvados; hombres hipócritas sin vello en la cara, que arrastran las palabras, fingen que el jengibre no quema su boca[79] y desprecian los placeres inocentes; su corazón está más negro por su exterior remilgado. ¿Acaso no nos han prevenido contra quienes limpian el exterior de la copa y el plato? Ahí está ese Tryan, que va de un lado para otro predicando con ancianas y cantando con niños huérfanos; pero, en realidad, ¿en qué tiene sus miras puestas todo el tiempo? Es un jesuita dominante y ambicioso, caballeros; lo único que pretende es tener el pie lo bastante dentro de la parroquia para pisar los zapatos de Crewes cuando el viejo caballero muera. Ya lo verán, cuando un hombre pretende ser mejor que sus vecinos, es que sirve a algún astuto propósito o tiene el corazón podrido de orgullo espiritual.
Como si quisiera ponerse a salvo de este terrible pecado, el señor Dempster cogió el vaso de brandy con agua, y lo vació incluso más deprisa de lo habitual.
–¿Han elegido ya a su tercer delegado? –preguntó el doctor Pilgrim, que prefería los detalles a las disertaciones.
–Ahí lo tiene –respondió Dempster, señalando a Tomlinson–. Saldremos hacia la rectoría de Elmstoke el martes por la mañana; de modo que, si quiere firmar nuestra protesta, doctor Pilgrim, más vale que se dé prisa en decidirlo.
El doctor Pilgrim no tenía la menor intención de hacerlo, así que se limitó a decir:
–No me extrañaría que Tryan reuniera más gente que ustedes, después de todo. Tiene un pico de oro, y quizá haya convencido a Prendergast para que lo apoye.
–Dudo mucho que eso ocurra –dijo Dempster, en tono confiado–. Enseguida le quitaré esa idea de la cabeza. Tryan tiene un adversario a su altura. Le bajaré esos humos.
En aquel momento entró Boots y puso una carta en las manos del abogado, diciendo:
–Señor, el mozo de Trower acaba de entrar en el patio con una calesa y me ha dado esta carta para usted.
El señor Dempster leyó la carta y dijo:
–Dile que dé la vuelta al carruaje; estaré con él dentro de un minuto. Y tú corre a la tienda de Gruby, que te llene esta caja de rapé. ¡Rápido!
–Trower ha empeorado, supongo; ¿no, Dempster? Quiere que cambie usted su testamento, ¿verdad? –dijo el doctor Pilgrim.
–Asuntos… asuntos… asuntos. ¡Vaya usted a saber qué querrá! –respondió el discreto Dempster, levantándose con parsimonia de la silla, encajándose su sombrero de copa baja y saliendo del León Rojo con paso lento pero firme.
–Nunca he conocido a nadie como Dempster, ¡que me aspen si no es así! –exclamó el señor Tomlinson, mirando con admiración al abogado que se alejaba–. Se acaba de beber casi toda la botella de brandy, y apuesto una guinea a que, cuando llegue a casa de Trower, su cabeza estará tan lúcida como la mía. Sabe más de leyes cuando está borracho que todos sus colegas sobrios.
–Ay, y también sabe de otras cosas, aparte de leyes –dijo el señor Budd–. ¿Se han dado cuenta de la lección que le ha dado a Byles sobre los presbiterianos? ¡Santo cielo!, Dempster lo sabe todo. Estudió mucho cuando era joven.
Capítulo II
Soy consciente de que la conversación que acabamos de escuchar no es extraordinariamente refinada ni ingeniosa; pero, de haberlo sido, difícilmente habría tenido lugar en Milby cuando el señor Dempster prosperaba allí y el viejo señor Crewe, el coadjutor, aún seguía vivo.
Han pasado más de veinticinco años desde entonces, y, en ese lapso de tiempo, Milby ha progresado a pasos tan agigantados como cualquier otra población con mercado en el territorio de Su Majestad. Ahora tiene un bonita estación de tren, donde los somnolientos viajeros londinenses pueden ver, gracias a la brillante farola de gas, padres y maridos completamente sobrios que se bajan con sus carteras de cuero después de sus negocios cotidianos en la capital del condado. Hay un párroco residente, que apela a la conciencia de sus feligreses con las enormes ventajas de un miembro del clero que es dueño de su propio carruaje; la iglesia tiene, como mínimo, quinientos asientos después de su ampliación; y la escuela de enseñanza secundaria, basada en los principios de la Reforma, tiene sus clases de nivel superior abarrotadas de jóvenes de Milby con muy buenos modales. Los caballeros del lugar, cuando les invitan a cenar, solo caen en el exceso perfectamente virtuoso y refinado de la estupidez; y, aunque las señoras aún se meten demasiado donde no las llaman, no suelen excederse en nada más. La conversación es a veces muy literaria, pues hay un floreciente club de lectura, y muchas de las damas más jóvenes han llegado a estudiar tanto que han olvidado un poco de alemán. En pocas palabras, Milby es ahora una ciudad elegante, moral e ilustrada; y se parece tan poco a la Milby de antaño como el amplio gabán de largos faldones grises, que tanto detestaban los tobillos de nuestros abuelos, al abrigo ligero con que nosotros recorremos con desenfado las calles más embarradas; o como los britanos de nariz en forma de botella que bebían alegremente su pichel en el viejo letrero de Los Dos Viajeros de Milby podían parecerse a los caballeros de aspecto severo, con tirantes y cuello alto, que un artista contemporáneo ha dibujado bebiendo el oporto imaginario de esa conocida casa comercial.
Pero te ruego, lector, que destierres de tu pensamiento todas las ideas refinadas y modernas asociadas a este avanzado estado de cosas, y lleves tu imaginación a la época en que Milby no tenía farolas de gas; en que el correo, cubierto de polvo o de barro, llegaba en la silla de posta a la puerta del León Rojo; en que el anciano señor Crewe, el coadjutor, con una peluca corta y despeinada, pronunciaba el domingo sermones inaudibles, e impartía entre semana una educación de caballero –es decir, un desconocimiento riguroso del latín con ayuda de la Gramática de Eton– a tres alumnos de la escuela secundaria.
Si en aquel tiempo hubieras pasado por Milby en carruaje, habrías sido incapaz de imaginar que tuviera gente tan importante entre sus habitantes, así como el sentimiento de rancio abolengo que imperaba entre ellos. Era una población sucia y oscura, con una calle que apestaba a piel curtida y otra en la que vibraban con estruendo los telares manuales; y ni siquiera las casas de Friar’s Gate, ese foco de aristocracia, habrían impresionado por su nobleza la mirada apresurada y superficial del viajero. Y aún te habría extrañado más que la figura vestida de fustán y con largas patillas grises, apoyada en el umbral del tendero en High Street, fuera el señor Lowme, uno de los hombres más aristocráticos de Milby, que, según decían, «se había educado como un caballero», y había cul...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Nota al texto
  4. El triste destino del reverendo Amos Barto
  5. La historia de amor del señor Gilfil
  6. El arrepentimiento de Janet
  7. Apéndice
  8. Notas
  9. Créditos
  10. ALBA