XXII
EPÍLOGO DE LOS AMORES DE RODOLPHE Y LA SEÑORITA MIMI
En los primeros días de su ruptura definitiva con la señorita Mimi, que lo había dejado, como recordará el lector, para subirse en las carrozas del vizconde Paul, Rodolphe intentó aturdirse tomando otra amante.
Esa misma que era rubia y por la que lo hemos visto vestirse de Romeo un día de locura y paradoja. Pero aquella relación sólo era fruto, para él, del despecho y, para ella, del capricho, y no podía durar mucho. Aquella joven no era, en último término, sino una alocada que vocalizaba a la perfección el solfeo de la trápala, lo suficientemente ingeniosa para notar el ingenio en los demás y usarlo ella llegado el caso, y con tantos pelos en el corazón que sólo se acordaba de él para peinarlo. De propina, tenía un amor propio desenfrenado y era tan presumida que habría preferido ver a su amante con una pierna rota antes de verse con un volante menos en el vestido o un lazo menos en el sombrero. Era de belleza discutible y un ser vulgar que tenía de nacimiento todos los malos instintos y, sin embargo, resultaba seductora en algunos aspectos y a ciertas horas. No tardó en darse cuenta de que Rodolphe sólo estaba con ella porque lo ayudaba a olvidar a la ausente, aunque, antes bien, hacía que la echase cada vez más de menos, pues su ex amante nunca había tenido en su corazón una presencia tan escandalosa y tan viva.
Un día, Juliette, la nueva amante de Rodolphe, estaba hablando de su amante, el poeta, con un estudiante de medicina que la pretendía. Y ese estudiante le dijo:
–Mi querida niña, ese muchacho la está usando igual que se usa el nitrato para cauterizar las llagas; quiere cauterizarse el corazón. Así que hace usted mal en preocuparse y serle fiel.
–¡Vaya! –exclamó la joven, echándose a reír–, ¿de verdad cree que me lo tomo tan pecho?
Y esa misma noche le dio al estudiante una prueba de lo contrario.
Merced a la indiscreción de uno de esos amigos oficiosos que no son capaces de callarse ni de dejar que quede inédita la noticia que puede apenarnos, Rodolphe se enteró de asunto y lo tomó como pretexto para romper con aquella amante interina.
Se encerró entonces en una soledad absoluta en donde no tardaron en anidar todos los murciélagos del hastío. Buscó ayuda en el trabajo, pero fue en vano. Todas las noches, tras gastar no menos gotas de agua que de tinta, escribía alrededor de veinte líneas en las que una idea antigua, más cansada que el judío errante y mal vestida con harapos sacados de las prenderías de la literatura, bailaba torpemente en la cuerda tiesa de la paradoja. Cuando volvía a leer esas líneas, Rodolphe se quedaba tan consternado como un hombre que ve crecer ortigas en la platabanda en que creía haber sembrado rosas. Rompía entonces la cuartilla en la que acababa de desgranar aquellos rosarios de simplezas y la pisoteaba con rabia.
–Vamos –decía, golpéandose el pecho a la altura del corazón–; tengo la cuerda rota. Hay que resignarse.
Y como llevaban mucho tiempo repitiéndose esas decepciones tras todos los intentos de trabajar que hacía, cayó en uno de esos desánimos apesadumbrados en los que tropiezan los orgullos más robustos y se embrutecen las inteligencias más lúcidas. Nada más terrible, efectivamente, que esas luchas solitarias que riñen, a veces, el artista empecinado y el arte rebelde; nada más conmovedor que esos arrebatos que alternan con invocaciones, ora suplicantes, ora imperiosas, a la Musa desdeñosa o fugitiva.
Las angustias humanas más violentas, las heridas más hondas en pleno corazón no hacen sufrir tanto, ni por asomo, como la que se siente en esas horas de impaciencia y de duda, tan frecuentes en todos cuantos se dedican a ese peligroso oficio de la imaginación.
Tras tan violentas crisis, venían penosos abatimientos. Rodolphe se quedaba entonces horas enteras como petrificado en una inmovilidad pasmada. Con los codos en la mesa y los ojos clavados en la zona luminosa que el rayo de la lámpara trazaba en la hoja de papel, «campo de batalla» en donde su pensamiento perdía la guerra a diario y la pluma quedaba rendida tras perseguir la inasible idea, veía cómo desfilaban lentamente, como las figuras de esas linternas mágicas con las que se entretiene a los niños, cuadros fantásticos que hacían desfilar ante él el panorama de su pasado. Iban en cabeza los días laboriosos en que cada hora, en la esfera del reloj, marcaba el cumplimiento de una obligación; las noches estudiosas pasadas a solas con la Musa, que acudía con su magia a embellecer su pobreza solitaria y paciente. Y recordaba entonces, y envidiaba, aquella ufana beatitud que lo embriagaba antaño cuando remataba la tarea que se había impuesto su voluntad. «Ay, nada vale lo que vosotras –exclamaba– nada os iguala, voluptuosas fatigas del trabajo, tras las que tan dulces parecen los suavísimos colchones del far niente. Ni las satisfacciones del amor propio, ni las que proporciona la fortuna, ni los febriles desvanecimientos que amortiguan las pesadas cortinas de alcobas misteriosas, nada vale tanto para mí, ni nada iguala esa alegría honrada y sosegada, ese legítimo contento de uno mismo que es el primer salario que da el trabajo a los laboriosos.» Y, sin apartar los ojos de aquellas visiones que seguían describiéndole escenas de épocas ya idas, subía los seis pisos de todas las buhardillas por donde había ido acampando su existencia azarosa, y adonde siempre lo había seguido la Musa, su único amor de entonces, amiga fiel y perseverante, que se llevaba bien con la miseria y nunca dejaba de entonar su canción de esperanza. Pero hete aquí que, en aquella existencia regular y tranquila, aparecía de repente una figura de mujer; y, al verla entrar en aquella morada en la que había sido hasta entonces única dueña y señora, la Musa del poeta se levantaba con pena y le dejaba el sitio a la recién llegada, en quien adivinaba una rival. Rodolphe titubeaba un momento, entre la Musa, a quien parecía decir: «Quédate» con la mirada mientras atraía con el ademán a la forastera y le decía: «Ven». ¿Y cómo rechazar a aquella criatura adorable que se le acercaba, armada con todas las seducciones de una belleza en sus albores? Boca menuda y labios de rosa, hablando un lenguaje candoroso y atrevido, colmado de promesas mimosas. ¿Cómo rechazar aquella mano, aquella manecita blanca de venas azules, que se tendía hacia él llena de caricias? ¿Cómo decirles que se fueran a esos dieciocho años en flor cuya presencia aromatizaba ya la casa con un perfume de juventud y alegría? ¡Y, además, con aquella voz suave y llena de emocionada dulzura, cantaba tan bien la cavatina de la tentación! Decían tan bien sus ojos vivos y brillantes: «Soy el amor»; y aquellos labios en los que florecía el beso: «Soy el placer»; y toda ella, en fin: «Soy la dicha»; lo decía tan bien que Rodolphe no podía zafarse. Y, por lo demás, ¿no era acaso aquella joven la poesía hecha vida y realidad? ¿No le debía a ella acaso sus inspiraciones más lozanas? ¿No lo había iniciado con frecuencia en entusiasmos que lo arrastraban tan arriba por el éter de la ensoñación que perdía de vista las cosas terrenales? Mucho había sufrido por su culpa, pero ¿no era acaso aquel sufrimiento la expiación de las inmensas alegrías que le había dado? ¿No era acaso aquello una venganza usual del destino humano, que prohíbe la dicha absoluta como si fuera una blasfemia? Si la ley cristiana perdona a quienes han amado mucho, es porque también han sufrido mucho; y el amor terrenal no se convierte en una pasión divina más que a condición de que lo purifiquen las lágrimas. De la misma forma que nos embriagamos oliendo el aroma de las rosas marchitas, de esa misma forma se embriagaba aún Rodolphe al revivir con el recuerdo aquella vida de antaño en que todos los días traían una elegía nueva, un drama tremendo, una comedia grotesca. Volvía a pasar por todas las fases de aquel extraño amor que le tuvo a la adorada ausente, desde la luna de miel hasta las tormentas domésticas que trajeron consigo su última ruptura; recordaba todo el repertorio de tretas de su ex amante, repetía todas sus gracias. La veía dando vuelta...